"Ventana abierta"
Archidiócesis de Sevilla
Isabel Orellana Vilches
INOCENCIA Y PUREZA DE CORAZÓN
«Nacer inocente es lo natural, pero morir puro
de corazón es un don», le dice George Melton (el actor Harry Carey) a sus
amigos, coprotagonistas Chadwick y O’Brien en el film «Dulce evocación» (Beyond
tomorrow) de 1940. Y no le falta razón a la guionista Adele Comandini.
Inocencia y pureza de corazón son dos virtudes prácticamente equivalentes. Sin
embargo encierran matices que no son difíciles de adivinar. Venimos a este
mundo adornados con alegría, bondad, paz, ilusión, sorpresa, capacidad de
asombro, sana curiosidad… Con una mirada que trasluce cuán bella es la
inocencia porque está en las antípodas de la malicia, del cálculo humano que
poco a poco puede irse apoderando de la vida.
Un niño, ignorante del mal, como sucede en la
primera etapa de la existencia, actúa con una espontaneidad que no tendría por
qué dañar a otros. Y es que, como dice Fernando Rielo «el niño no tiene
prudencia porque es inocente». Hay ingenuidad en sus gestos, sí, pero también
mucha nobleza. Por eso confiesan sus travesuras y se avienen a pedir perdón. La
ternura y la generosidad le acompañan. Pero la inocencia es frágil, y de ahí
que caiga herida tan fácilmente. No solo porque ajenos al peligro los niños no
son precavidos y pueden sufrir de diversas formas. También porque es una virtud
que se desdibuja, pierde su brillo e incluso puede desaparecer de un plumazo
cuando alguien al lado de un pequeño obra con grave iniquidad; lo contamina, le
arrebata ese tesoro sin par. Después, la vida se encargará de asestarle nuevos
golpes. En efecto. El «ser» inocente, que nada tiene que ver con la puerilidad,
no se mantiene nunca intacto porque ciertas vivencias van marcando un
itinerario que tiñe esa cualidad primera con las experiencias que son
negativas.
A su vez, la pureza de corazón, estando estrechamente
ligada a la inocencia, es tener limpia la intención porque no es lo externo lo
que daña al ser humano, sino lo que brota de su interior. Benedicto XVI afirma
que «la pureza del corazón es lo que nos permite ver» o como dice también el
CIC: «La pureza de corazón es el preámbulo de la visión». Cuenta E. Leclerc que
en una ocasión «san Francisco le preguntó a fray León, abrumado por la
tristeza: —¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón? — Es
no tener ninguna falta que reprocharse —contestó León sin dudarlo». Pero
esta pretensión no se cumple tan fácilmente. Forma parte del itinerario
espiritual; es un anhelo de que quien se propone alcanzar a Dios. Se logra con
la oración constante; se alimenta de la humildad y el ayuno de las pasiones.
Requiere esfuerzo, paciencia, determinación en el afán de irse haciendo con
ella. La lectura de la Palabra y la Eucaristía son, junto a la continua
presencia de Dios, las columnas que la sostienen.
Mantener limpia la mente de toda ruindad es
posible con la gracia divina. Hay que liberar el corazón de los obstáculos que
impiden la transparencia de vida. Cuando se concibe el bien, este es el que se
siembra. San Pablo se gloriaba en su debilidad. Extrajo de ella el néctar de su
flaqueza ya que todo su ser estaba puesto en el Altísimo. Con este espíritu la
conciencia de indigencia y su aceptación allana el camino a la pureza de
corazón. Los bienaventurados por ser limpios de corazón verán a Dios. Que nada
emponzoñe el don que hemos recibido. Que no se enturbie nuestra mirada al punto
que nos impida ver la verdad, la bondad y la belleza que nos rodea.
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