"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA
Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo
ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me
permitirá ser enaltecido ante Dios en el día final?
La liturgia de Pascua para hoy nos presenta
como primera lectura (Hc 14,19-28) la conclusión del primer viaje misionero de
Pablo. Si leemos cuidadosamente notaremos que a su regreso, Pablo y Bernabé
hacen el viaje original a la inversa, pasando por las mismas ciudades que ya
habían visitado, con el propósito de afianzar la fe de aquellos nuevos
cristianos, convertidos en su mayoría del paganismo. Lo mismo hará Pablo
posteriormente mediante las cartas que dirigirá a otras comunidades. Pablo
estaba consciente que la semilla de la fe tiene que ser irrigada, abonada y
podada en tiempo para que germine y de fruto.
El pasaje comienza con la lapidación de Pablo
por parte de unos judíos que resentían la forma en que el Evangelio de Jesús se
iba propagando. Luego de apedrearlo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo
dejaron por muerto. Pero lejos de amilanarlo, esa experiencia le dio nuevos
bríos para continuar predicando. Nos evoca las palabras del Señor a Ananías en
el pasaje de la conversión de Pablo, cuando refiriéndose a Pablo le dijo: “Ve a
buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas
las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver
cuánto tendrá que padecer por mi Nombre” (Hc 9,15-16).
Pablo había vivido esas palabras. Por eso lo
encontramos al final del pasaje de hoy “animando a los discípulos y
exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para
entrar en el reino de Dios”. Ese es un tema recurrente en la predicación de
Pablo. Nuestra fe en el Resucitado no suprime la tribulación, las pruebas; por
el contrario, parecería que acompañan al que decide seguir los pasos de Jesús.
La diferencia es que para el cristiano ese sufrimiento adquiere un significado
distinto, adquiere sentido.
Sabemos que, de la misma manera que Jesús fue
glorificado en su pasión, para luego ser resucitado e ir a reinar junto al
Padre por toda la eternidad, nuestro sufrimiento es un “paso”, un peldaño, en
esa escalera que nos conduce al Reino de Dios en donde reinaremos junto a Él
“por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).
Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo
ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me
permitirá ser enaltecido ante Dios (Cfr.
Sir 2,1-6) en el día final?
La lectura evangélica (Jn 14,27-31a) nos
muestra a Jesús anunciando a sus discípulos que con su pasión iba destronar a
Satanás como “príncipe de este mundo”. “Ya no hablaré mucho con vosotros, pues
se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es
necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me
manda yo lo hago”. Y eso implica que padezca, muera, y sea resucitado, para que
todos crean en Él, y todo el que crea en Él se salve. Ese es el mismo camino
que estamos llamados a seguir los que nos llamamos sus discípulos: “El que
quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada
día y me siga” (Lc 9,22-23).
No es cuestión de valor; se trata de creer en
el Resucitado y creer en su Palabra.
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