DIRECTORIO
FRANCISCANO
San Francisco de Asís
LA ESPIRITUALIDAD DE FRANCISCO DE ASÍS
Algunas características fundamentales
por Michel Hubaut, o.f.m.
El presente artículo evoca algunos rasgos esenciales de la espiritualidad de san Francisco, cuya vida y escritos impulsan al cristiano a vivir la aventura de la fe en el aquí y ahora de nuestro mundo.
I. Cuando el hombre debe pasar de su proyecto...
al Proyecto de Dios
«¡Sumo, glorioso
Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y
caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y
verdadero mandamiento»
(OrSD).
Francisco de Asís es,
en primer lugar, un itinerario viviente, dinámico: el itinerario de la Fe. Su
aventura humana y espiritual es la de un creyente que, súbitamente, toma en
serio su Fe. Pasar de una religión, tan bien «asimilada» y «aseptizada» que ya
no molesta a nadie, al riesgo de la Fe, no es algo trivial. Esto es lo que le
aconteció a Francisco.
¡Tiene 25 años! Rico,
hábil en los negocios, de compañía y conversación agradables, posee todo lo
necesario para seducir, triunfar y deslumbrar. Y no se priva de ello.
Fácilmente excéntrico, le gusta hacerse notar. Ambicioso, sueña con asir la
vida a manos llenas. Los honores militares, la gloria y la celebridad asedian
su mente.
Pero el ensueño de
Dios sobre el hombre es aún mayor. Algunos fracasos, un año de cárcel, un año
de enfermedad le golpean duramente. Su descompás choca con la realidad. Sus
sueños se cuartean. ¿Tras qué corro? Un gran vacío se apodera de él. Tiene sed
de otra cosa. Pero, ¿de qué? ¡La Fe es, en primer lugar, una pregunta! El
Espíritu lo deja insatisfecho de sí mismo. La carrera militar y el negocio
pierden atractivo. Toma distancias. Su ambición se interioriza. Y empieza el
combate de la Fe, que le marcará de por vida. «Lleno de un nuevo y singular
espíritu, oraba en lo íntimo a su Padre... Sostenía en su alma tremenda
lucha... uno tras otro se sucedían en su mente los más varios pensamientos» (1
Cel 6).
¡Pasar de las
ambiciones personales al Proyecto de Dios... no es cosa fácil! Presiente un
nuevo camino de libertad, una nueva dirección capaz de saciar su hambre de
vida..., pero el hombre teme siempre perder sus «proyectos» inmediatos para
entrar en el futuro de Dios. Francisco descubre que la Fe es una tenue luz en
la noche. Va a penetrar en la Fe como se cava un pozo en el desierto, como se
trabaja un campo a la búsqueda de un tesoro. Nunca olvidará esa primera etapa
en la que descubrió que la aventura evangélica empieza siempre con un desgarro.
¿Cómo acoger la gratuidad de los dones del Señor sin dejar que nuestras
pseudo-riquezas resbalen de nuestras pobres manos? Estos primeros años serán
decisivos para el futuro del Pobrecillo. El Evangelio le ha hecho daño, como el
bisturí del cirujano. ¡La tranquila homilía dominical que acunaba el semisueño
de la asamblea, se ha convertido en un Evangelio peligroso! Y, sin embargo, la
Fe es precisamente lo contrario del miedo. Tener la valentía de arriesgarlo
todo. Renunciar al deseo de adueñarse de la propia vida, de sus dones y sus
bienes, renunciar a guiar la propia vida uno solo, a fin de abandonarse al
querer de Dios, entrar en su Proyecto de amor para con nosotros..., eso es el
misterio de la Fe. Francisco ilustra esa apuesta de la Fe. Si se olvida este
fundamento inicial, no se puede comprender nada en su vida. Su conversión es el
deseo del hombre que se abre al deseo de Dios. «Ninguna otra cosa, pues,
deseemos, ninguna otra cosa queramos, ninguna otra cosa nos agrade y deleite,
sino nuestro Creador, y Redentor, y Salvador, solo verdadero Dios, que es bien
pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien... Nada, pues, impida, nada
separe, nada adultere; nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora
y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y
humildemente y tengamos en el corazón y amenos... al altísimo y sumo Dios
eterno... sobre todas las cosas deseable» (1 R 23,9-10).
Dios no tiene ya un
espacio «reservado» en un culto semanal. Ha invadido todo el espacio y todo el
tiempo de un hombre. Eso es creer. Francisco hablará una y otra vez de esta
convicción: mantener la Fe. Buscar a Dios en todas partes y siempre. Pues sabe
por experiencia que todo, en nosotros y a nuestro alrededor, obstaculiza
generosamente la presencia de Dios. Creer es franquear muchas barreras, muchas
pantallas, para atreverse a poner ese acto de confianza que nos abre sin
condiciones a una llamada venida de fuera. Al término de este trayecto de
obstáculos, Francisco está presto. Puede de verdad exclamar: «De aquí en
adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los
cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi
esperanza» (LM 2,4; en la traducción francesa: «pues a Él he confiado mi tesoro
y dado mi Fe-mi palabra»).
Desapropiado de
cualquier proyecto humano predeterminado, liberado de todo tipo de seguridad
material, en lo sucesivo estará disponible en las manos del Padre. La
radicalidad evangélica de su vida es ese apostar por la paternidad de Dios. Eso
es la Fe. Repetirá con frecuencia a sus hermanos que se comprometerán en el
mismo camino: «Después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos
de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle... Por eso, pues, todos
los hermanos estemos muy vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced,
o quehacer, o favor, perdamos o apartemos del Señor nuestra mente y corazón.
Antes bien, en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto
a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta
toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren
al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él
busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada... Y
adorémosle con puro corazón» (1 R 22, 9. 25-29).
He aquí el centro de
la espiritualidad de Francisco. La Fe vigilante. La disponibilidad interior al
Espíritu del Señor. La subordinación de todo el obrar humano a la acogida de
esta presencia activa. Escuchar a Dios. Buscar a Dios. Dejarse amar y moldear
por Dios. Dejarse guiar por su Santa Voluntad. Ese es el proyecto evangélico de
Francisco, que él legará a sus hermanos. Semejante actitud se basa en la Fe. Lo
cual supone que el hombre cree que Dios es Bueno, que su proyecto sobre el
hombre es bueno y que su amor no aliena al hombre sino lo libera.
II. Cuando el descubrimiento de
Dios Padre como Sumo Bien... convierte a todos los hombres en hermanos
¿De dónde sacó
Francisco su sueño de ser «Hermano universal» y de invitar a todos los hombres
y a todas las criaturas a reconocerse como «hermanos» y «hermanas»? ¿No nos
hallamos en pleno mito poético, en plena utopía, generosa pero ineficaz? ¡La
fraternidad universal! Los cristianos hablan de ella desde hace siglos, pero,
¿no es una causa perdida de antemano? ¿De dónde sacó Francisco esa sólida
convicción, más tenaz que el fracaso?
Como ya hemos visto, la sacó sencillamente de su propia experiencia de Fe.
Poco a poco experimentó, sabrosa y jubilosamente, que es verdad... que Dios es
Padre. Se abrió a otro... y entrevió que Dios es el Sumo Bien. «Que Él es todas
las riquezas». ¡Al diablo el gran relojero, ordenador lejano y frío! ¡Al diablo
el Dios vengador, cuya ira hay que aplacar!... Arrojó todos esos dioses al baúl
de las ideologías. Francisco quedó prendido de la gratuidad de Dios, la
Paternidad de Dios. ¡Dios es Padre! ¡Es una iluminación! Un canto de triunfo.
Pues, si al principio de todo está la gratuidad del amor..., eso lo cambia
todo. Todo tiene un origen. Todo tiene un sentido. Todo tiene una meta. La
paternidad de Dios hace posible la fraternidad. Fraternidad de origen, fraternidad
de destino, fraternidad final. Su Fe se convierte en acción de gracias
liberadora y en motor de su misión fraternal.
«La piedad del Santo se llenaba de una mayor terneza cuando consideraba el
primer y común origen de todos los seres, y llamaba a las criaturas todas -por
más pequeñas que fueran- con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que
todas ellas tenían con él un mismo principio» (LM 8,6).
Francisco se hizo fraterno porque presintió su origen y el origen de todas
las criaturas. Halló sus raíces. El Sumo Bien del hombre, su identidad, su
columna vertebral interior, su finalidad, su alegría y su plenitud es el
Altísimo y Buen Señor. Su hambre de vida encontró un bien a su medida. Todo es
don, desbordamiento de la paternidad creadora de Dios. Todo: su vida, sus
facultades humanas, el cosmos, la tierra, el hombre, todos los bienes
espirituales y temporales, se convierten en regalo. Enraizado en el amor
gratuito del Padre, Francisco queda liberado de todos los instintos posesivos.
Ya no tiene nada en propiedad. Lo recibe todo. Desde ahora, nada tiene que
perder, a no ser Dios, su tesoro. ¡Está enamorado de Dios! ¡No es cualquier
cosa!
Al mismo tiempo ha percibido la raíz del pecado del hombre, del fracaso de
las relaciones humanas. El hombre -¡incluso el religioso!- que no sabe llamar
«Padre» a Dios, tendrá siempre la dramática ilusión de creerse propietario de
sus dones, de la tierra, de sus bienes. El pecado es una idolatría, una
malversación de bienes, una perversión de la voluntad humana. Es el pecado
original y permanente. «Come del árbol de la ciencia del bien -dice Francisco-
el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor
dice o hace en él» (Adm 2,3). Si se niega la paternidad de Dios -teórica o
prácticamente-, el hombre se convierte, más pronto o más tarde, en explotador
de su hermano, en acaparador de la creación y creador de «goulags». El hombre
que se constituye centro absoluto es visceralmente dominador, propietario y
homicida. ¿Por qué? Porque si Dios no es su origen, el hombre debe «hacerse a
sí mismo» él solo, a pulso. Se siente frágil. Tiene miedo. Y disfrazará su
miedo, su fragilidad, poseyendo o dominando o excluyendo a los demás. La
Fraternidad se corrompe. Francisco es el hombre liberado del miedo. Ha hundido
sus raíces en otra parte, en otro. No se construye él solo. Se «recibe» del
Padre. Ya no tiene bienes que defender, sino regalos de vida que compartir. El
pobre no da miedo a nadie. Es fraterno porque reemplazó los celos, la envidia y
la codicia por una mirada admirativa. Cuanto de verdadero, hermoso y bueno hay
en lo que cualquier hombre -incluso un descreído- hace y dice, se convierte en
reflejo de Dios, en eco de Dios, en Palabra de Dios, único Verdadero, Hermoso y
Sumo Bien. También aquí la Paternidad de Dios ilumina la Fraternidad universal
de Francisco. «Se goza en todas las obras de las manos del Señor, y a través de
tantos espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En
las hermosas reconoce al Hermosísimo; cuánto hay de bueno le grita: "El
que nos ha hecho es el mejor". Por las huellas impresas en las cosas sigue
dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono
de Dios» (2 Cel 165).
«Como un religioso le preguntara en cierta ocasión para qué recogía con
tanta diligencia también los escritos de los paganos y aquellos en que no se
contenía el nombre del Señor, respondió: "Hijo mío, porque en ellos hay
letras con las que se compone el gloriosísimo nombre del Señor Dios. Lo bueno
que hay en ellos, no pertenece a los paganos ni a otros hombres, sino a sólo
Dios, de quien es todo bien"» (1 Cel 82).
Esta visión de Fe le permite abatir todas nuestras fronteras sociales y
religiosas. ¡Francisco es un hombre naturalmente «ecuménico»! Su respeto y cortesía
son lo contrario de la intolerancia y el fanatismo.
Después Francisco abrió el santo Evangelio. Miró y escuchó a Cristo,
revelación del Padre, rostro de Dios. A Cristo, que no tenía en sus labios, en
su oración y en sus enseñanzas, más que al Padre. A Cristo, que parece sacar
del Padre toda su alegría y su fuerza y su libertad. Y que repetía
incansablemente: «No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno
sólo es vuestro Padre, el del cielo... Vosotros, pues, orad así: Padre
nuestro...» (Mt 23,9; 6,9).
Francisco, perceptivo, vio en los gestos de Cristo el secreto del corazón
de Dios Padre. ¡Vio a Jesús hacerse «hermano» de ricos y de pobres, de los
marginados y de los notables, de publicanos y de prostitutas, de Magdalenas y
de Zaqueos, y entregar su vida para «reunir en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos»! (Jn 11,52). Francisco quedará fascinado por ese Dios, Señor
y Servidor, que rechaza toda forma de poder y de dominación y hace estallar
nuestras fronteras culturales y religiosas lavando los pies tanto del que va a
negarle como del que va a traicionarle.
Francisco quiere vivir esta Buena Noticia. Pasar de la dominación al
servicio fraterno. Invitar a los hombres a abrirse al Padre y a reconocerse
como Hermanos. Es la única misión de la Iglesia. Fuera de esta misión, la Buena
Noticia degenera en religión «asimilada», «neutralizada», e
«institucionalizada», que ya no molesta a nadie.
Francisco nos invita a acoger el Espíritu del Señor. Sólo el Espíritu
puede convertirnos en «Buena Noticia» en acto. Una vida que habla. Una palabra
profética. Una esperanza que moviliza en este mundo nuestro, posesivo,
dominador y dividido. Sólo el Espíritu puede hacer de cada uno de nosotros,
homicida y dominador, un Hermano. La Fraternidad es un don de Dios-Trinidad:
Padre, Hijo y Espíritu; un aprendizaje de las costumbres de Dios, que es
misterio de relaciones. (Cf. M. Hubaut, El
misterio de la Trinidad viviente en la vida y oración de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo núm.
29, 1981, 264-270).
III. Cuando la simplicidad...
se convierte en sabiduría profunda
«¡Salve, reina
sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la santa pura simplicidad!» (SalVir
1).
Simplificado poco a poco por el Espíritu, Francisco se convirtió en un
«hombre simple» (simplex=sin
pliegues). Y la simplicidad se revela realmente como una de las características
de su nueva fraternidad evangélica.
Como don del Espíritu, la «Santa Pura Simplicidad» es reflejo del misterio
del mismo Dios. Por eso es santa. Dios es simplicidad, pureza y unidad en su
ser y en su obrar. Sólo el Espíritu del Señor puede abrirnos a las «virtudes»
evangélicas de Cristo (virtus=energía
espiritual, orientación del ser), que fue manso y humilde de corazón, simple y
puro... «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt
5,8). Verán a Dios en la transparencia de todas las cosas. Francisco es una
atractiva ilustración de ello. Simplificado, mira al hombre y al universo con
ojos nuevos. La simplicidad es lo contrario de la duplicidad del corazón doble,
dividido entre los bienes terrestres y los bienes de Dios (Adm 16). El corazón
doble, para Francisco, es el corazón engreído, lleno de «repliegues», en los
que esconde sus propios intereses. Ese corazón se ha adueñado de lo que recibió
gratuitamente del Señor. «La pura santa simplicidad confunde toda la sabiduría
de este mundo y la sabiduría del cuerpo» (SalVir 10).
La hermana de la simplicidad es la Sabiduría de Cristo. «La que, contenta
con Dios, estima vil todo lo demás... Porque se conoce a sí, no condena a
nadie, cede a los mejores el poder, que no apetece para sí... Prefiere obrar a
enseñar... Dejando... los rodeos, florituras y juegos de palabras, la
ostentación y la petulancia en la interpretación de las leyes [en la traducción
francesa: «Santas Escrituras»]... Esta la requería el Padre santísimo en los
hermanos letrados y en los laicos» (2 Cel 189). Esta simplicidad es sabiduría,
la sabiduría del corazón y del amor. Francisco desconfiaba de la avidez
intelectual de libros y prefería ver «a sus hermanos apasionados por la pura y
santa simplicidad, por la oración y por la Dama Pobreza». Si testimoniaba un
afectuoso respeto a los sabios de la Orden (cf. Test 13), temía siempre que
«con el pretexto de edificar a los demás, abandonaran su vocación, es decir, la
pura y santa simplicidad» (LP 103b).
A lo largo de toda su vida defenderá este «camino», convencido de haberlo
recibido del mismo Dios, para servicio de la Iglesia y de los hombres. Durante
un capítulo tumultuoso, en el que algunos hermanos «sabios y prudentes»
intentaron moderar y adaptar las intuiciones del Pobrecillo, éste exclamó con
vehemencia: «Hermanos míos, hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía
de la simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de san
Agustín, ni la de san Bernardo, ni la de san Benito. El Señor me dijo que
quería hacer de mí un nuevo loco en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por
otra sabiduría que ésta» (LP 18).
Durante toda su vida, pues, rechaza reducir la locura del santo Evangelio
a nuestro rasero. Quiere acogerlo y vivirlo, con Fe, «pura y simplemente y sin
glosa» (Test 38-39). No se opone a los estudios de los teólogos y exegetas «que
nos comunican espíritu y vida», ¡pero teme que el hombre se crea convertido al
Evangelio simplemente porque posee «ideas», saber! Según Francisco, nuestros
actos nos convierten más que nuestros pensamientos devotos (cf. 2 Cel 194-195;
Adm 7). Invita a sus hermanos a no diluir las exigencias radicales de Cristo
con comentarios casuísticos o interpretaciones farragosas que nos impiden con
frecuencia decidirnos verdaderamente por Cristo y terminan por sofocar el
impulso del Espíritu.
Francisco seduce porque es coherente. Deseó ardientemente vivir lo que
creía y decía. Luchará a lo largo de toda la vida, en sí mismo y en sus
hermanos, contra cualquier forma de hipocresía, que quiere actuar para
«aparecer» (cf. 2 Cel 130-135). Siente horror a la mentira y las componendas.
Para él, la simplicidad de un hombre que vive la verdad en sus actos cotidianos
es más contagiosa que mil discursos. «El que obra la verdad -y no el que sólo
la piensa- va a la luz» (Jn 3,21).
Por ello se admira siempre que descubre la «pura y santa simplicidad» en
la vida de sus Hermanos. Fray Juan el Simple le causa admiración (2 Cel 190).
La pura y santa simplicidad debe favorecer la unidad entre sus Hermanos
letrados y sus Hermanos ignorantes (2 Cel 191-192), pues todos ellos tienen un
único maestro de Sabiduría: «El ministro general de la Religión, que es el
Espíritu Santo» (2 Cel 193).
Así la «santa pura simplicidad» de Francisco fue y sigue siendo -mucho más
que sus escritos- la verdadera escuela viva de sus Hermanos.
IV. Cuando el último lugar...
es una opción voluntaria
«Y nadie sea llamado
prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el
uno al otro» (1 R 6,3).
Francisco quiso explícitamente dar el nombre de «hermanos menores» a todos
sus hermanos. La palabra «minoridad» [la palabra del texto original «minorité»
significa tanto minoridadcomo minoría] evoca hoy
en día un grupo restringido que con frecuencia se ve obligado a defenderse para
conservar su identidad frente a una «mayoría» que amenaza con aplastarlo.
Francisco toma este término, a la vez, de las mismas palabras de Cristo: «Pero
no así entre vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el menor
(minor)» (Lc 22,26) y de la terminología de la sociedad de su tiempo, en el que
los «minores» eran la capa social más baja y, a menudo, despreciada.
Esta voluntad deliberada de estar entre los menores y disponibles a todos,
es una característica esencial de Francisco y de sus primeros hermanos. ¡El
Hermano Menor es aquel que, en seguimiento de Cristo, quiere «lavar los pies a
sus hermanos»! Ser servidor de todos los hombres. Francisco emplea más de 50
veces la palabra «servidor» y 20 veces el verbo «servir». Su contemplación de
Cristo -¡Dios que viene a servir!- lo convenció de que el servicio fraterno y
desinteresado es la revolución fundamental del Evangelio. ¡Hacer pasar a la humanidad
del instinto de dominación a la voluntad de servir! Eso es lo que invierte
nuestras jerarquías humanas. Francisco está fascinado por la humildad de Dios,
que quiso lavar los pies a sus criaturas. Quiere vivir esta revelación
profética en todos sus gestos. De ahí su obstinado rechazo de cualquier forma
de poder y de dominación sobre los demás. «Ninguno de los hermanos tenga
potestad o dominio, y menos entre ellos... más bien, por la caridad del
espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Esta es la
verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,9.14-15). La
autoridad necesaria para el funcionamiento de cualquier grupo humano debe ser
un servicio y nada más (cf. Adm 4 y 20,3).
La vida toda de Francisco y sus Hermanos ilustra perfectamente este
carisma franciscano al servicio de la Iglesia y de los hombres (Test 19). Así,
cuando el cardenal de Ostia le propone escoger para obispos y prelados a
algunos de sus hermanos, Francisco responde con firmeza: «Mis hermanos se llaman
menores precisamente para que no aspiren a hacerse mayores. La vocación les
enseña a estar en el llano y a seguir las huellas de la humildad de Cristo...
Si queréis que den fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y conservadlos en el
estado de su vocación» (2 Cel 148; cf. 2 Cel 18 y 71; LM 6,5). No hay ningún
masoquismo en Francisco, sino la llamada poderosa del Espíritu de Cristo,
servidor, que se «entrega» libremente por amor a sus hermanos (cf. LP 58 y
101). Es una misión que Francisco recibió del mismo Dios.
En la sinfonía de la Iglesia servidora y pobre, los Hermanos Menores deben
dar esta nota especial. Francisco quiere ser ejemplo vivo de esa vocación, que
es un «honor» recibido del «Sumo Rey», pues «siendo Señor de todos, quiso
hacerse por nosotros servidor de todos, y, siendo rico y glorioso en su
majestad, vino a ser pobre y despreciado en nuestra humanidad» (LP 97c).
V. Cuando la pobreza evangélica...
se hace camino de la nueva libertad
«Yo el hermano
Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo
Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin»
(UltVol 1).
¿Cuál es el fundamento de la pobreza evangélica de Francisco? No es
preciso hacerse demasiadas preguntas: evidentemente, su pobreza es fruto de la
Fe y de la contemplación. Francisco penetró en el «camino de la pobreza» el día
que quiso seguir «las pisadas de Cristo». Para él, es una manera certísima de
vivir el santo Evangelio, de revivir el misterio del Hijo del hombre.
De hecho, las motivaciones esenciales que personalmente da respecto a su
decidida voluntad de vivir pobre, se enraízan siempre en su propósito amoroso
de conformarse con Cristo. Responde Francisco al obispo, contrariado cuando le
vio traer unos pedazos de pan negro para la comida a la que le había invitado:
«El Señor se complace con la pobreza, sobre todo con la que se practica en la
mendicidad voluntaria. Y yo tengo por dignidad real y nobleza muy alta seguir a
aquel Señor que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros» (2 Cel 73).
Y repite con frecuencia a sus hermanos, que tenían vergüenza de ir a
mendigar: «Amadísimos hermanos, el Hijo de Dios, que se hizo pobre en este
mundo por nosotros, era de condición más noble que la nuestra. Por amor a Él
hemos elegido el camino de la pobreza: no tenemos que sentirnos avergonzados de
ir por limosna. No se conforma que los que han de heredar el Reino se
avergüencen ni una sola vez de lo que son arras de la herencia del cielo» (2
Cel 74).
Su amor preferente por los pobres tenía idéntica motivación: «Toda
indigencia, toda penuria que veía, lo arrebataba hacia Cristo, centrándolo
plenamente en Él. En todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando
desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83).
Y reprende con aspereza a un hermano que hablaba mal de un pobre porque
tal vez era rico en deseo: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del
Señor y de su madre pobre» (2 Cel 85).
Francisco no teoriza. Contempla, fascinado, un rostro revelador del
corazón de Dios: Jesús. Lo «ve» nacer como un pobre ignorado. Lo «ve» vivir
como un pobre, peregrino y forastero. Lo «ve» morir como un pobre, despreciado
y rechazado. Es algo que siempre le chocará. Una buena nueva en actos. Nunca
podrá minimizar, «habituarse» a ese misterio de la encarnación redentora. Ese
es el origen de su deseo de pobreza: el despojamiento del Altísimo que se
anonada y viene «por nosotros» a caminar los caminos del hombre. Es una palabra
de amor que lo conmueve. «El Amor no es conocido, el Amor no es amado»,
repetirá con frecuencia, conmovido hasta derramar lágrimas al contemplar esta
forma que el Amor de Dios asume para manifestarse a los hombres. Cristo, pobre,
sin ambiciones de poder, sin una «piedra donde reposar la cabeza», que será
despojado de sus vestidos para morir casi desnudo sobre una cruz, obsesiona su
memoria, su oración y su misión apostólica.
La pobreza franciscana no es, pues, en primer lugar, una decisión con
miras a una misión, ni el deseo de unirse a una clase social concreta, ni una
opción ideológica para impugnar un tipo de sociedad, ni siquiera un acto de
ascetismo. Es, ante todo, una fascinación, un seguimiento radical de Cristo.
Encarnación viviente de la humildad de Dios. Un rostro desconcertante del amor
de Dios. El Altísimo ha querido asumir nuestra condición de hombre mortal y
frágil. El camino de Cristo es lo que revela a Francisco la grandeza de la
Altísima pobreza. No puede concebir a Jesús, el Hijo único, rico de otra cosa
que no sea su Padre. El Padre es su Bien, su riqueza y su alegría. Lo lleva en
su corazón, en su oración, en sus labios. Está enteramente consagrado «a las
cosas de su Padre».
Para Francisco, la pobreza no es, en primer lugar, una renuncia o una estrategia.
La pobreza es el mismo misterio del Hijo. Y es, por tanto, según Francisco, el
camino privilegiado del Hijo, que da acceso a los tesoros de los hijos del
Reino. Se convierte en la virtud evangélica por excelencia, real. La actitud
evangélica fundamental, la del Hijo Jesús ante su Padre. Francisco defenderá
celosamente este tesoro real: «Nadie ha ansiado tanto el oro como él la
pobreza; nadie ha puesto tantos cuidados en guardar su tesoro como él esta
margarita evangélica» (2 Cel 55).
Ser pobre en seguimiento de Cristo es, ciertamente, un don del Espíritu,
unido a la Fe y al Amor. El Amor es el alma de la pobreza franciscana. Un amor
desatinado que siente la imperiosa necesidad de identificarse con aquel a quien
ama: Cristo. Cuanto más el hermano se une a la persona de Cristo, tanto más se
desprende de lo que no es Él. Su pobreza brota del Amor y lleva al Amor.
Francisco enraíza también su actitud en otra intuición evangélica, tomada
igualmente de la misma vida de Cristo: el Padre es todo Bien, de quien proceden
todos los bienes y a quien todos los bienes deben volver. Como Jesús, quiere
estar por entero en las manos del Padre, ser Hijo que lo recibe todo. Su
pobreza es gozosa. Su pobreza canta. Maravillado, acogió un tesoro inestimable
que, sin despreciarlos, relativiza todos los demás bienes. Ahora bien, sólo el
hombre de deseo -por tanto, de corazón pobre- puede desear las riquezas del
Padre, reveladas en Jesús. Un corazón adormecido, o prisionero de cualquier
otro bien, corre siempre el riesgo de encerrarse. Francisco quiere permanecer
disponible al Tesoro de Dios. Su pobreza es un camino real. Tiene la misma
nobleza de Cristo en persona: «Esta es la excelencia de la altísima pobreza, la
que a vosotros, mis queridísimos hermanos, os ha constituido en herederos y
reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres en cosas y os ha sublimado en
virtudes. Sea esta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los
vivientes. Adheridos enteramente a ella, hermanos amadísimos, por el nombre de
nuestro Señor Jesucristo, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el cielo»
(2 R 6,4-6).
De ahí que Francisco haga de la pobreza la primera condición para
compartir su vida evangélica: «No admitía a la Orden sino a los que se
expropiaban de todo lo suyo y no se reservaban nada de nada» (2 Cel 80). A un
hombre que le pidió vivir con él, Francisco le dijo: «Si quieres asociarte a
los pobres de Dios, distribuye antes tus bienes entre los pobres del mundo» (2
Cel 81; cf. Test 14-17).
Se comprende también su apremiante y angustiosa llamada ante la evolución
inevitable de su gran familia (Test 24).
VI. Cuando la mendicidad...
se convierte en mimo simbólico del misterio del hombre
«Y, cuando sea
menester, vayan por limosna. Y no se avergüencen, y más bien recuerden que nuestro
Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como piedra
durísima y no se avergonzó; y fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él
como la Virgen bienaventurada y sus discípulos. Y cuando los hombres los
abochornan y no quieren darles limosna, den por ello gracias a Dios» (1 R
9,3-6).
Aunque Francisco invita a sus hermanos a recurrir a la mendicidad sólo en
el caso en que no se les dé el legítimo salario por su trabajo (1 R 7,7-8), no
puede menos de reconocerse que aprecia en gran manera vivir la situación poco
honrosa de «mendigo». Con frecuencia impulsa a ella a sus hermanos.
Entre esta práctica de Francisco y el ideal de nuestra civilización
moderna se da una contradicción total: ésta última se esfuerza por hacer todo
lo posible a fin de liberar al hombre de la dependencia, de la alienación y
hacerle responsable de su propio destino. Lo cual, por otra parte, coincide en
muchos puntos con el plan creador de Dios. El hombre es colaborador de Dios.
¡En esta perspectiva resulta difícil comprender cómo un hombre podría ser
mendigo de otro hombre, e incluso del mismo Dios!
Francisco plantea a muchos hermanos y hermanas comprometidos en nuestro
mundo dificultades en este ámbito. ¿Hay que eliminar el interrogante que su
comportamiento suscita y reducirlo a un mero fenómeno sociocultural superado?
¿Ha quedado caducado su lenguaje en este terreno? Por otra parte, hace ya mucho
tiempo que sus hermanos y hermanas no viven de la mendicidad. ¿Puede la familia
franciscana seguir inspirándose en Francisco en este ámbito?
No obstante, intentemos entablar un diálogo entre Francisco y nuestra
mentalidad actual. Es necesario, una vez más, discernir bien lo que pertenece
al ámbito sociocultural y las motivaciones profundas de Francisco. Tal vez
resulte entonces posible el aceptar ser puestos en tela de juicio por la
insólita práctica del Pobrecillo. Pues su comportamiento tiene mucho que ver
con su concepción de los bienes materiales, de la propiedad, las relaciones
entre las personas, la situación del hombre ante sí mismo y frente a Dios, la
organización de la sociedad.
Recordemos, en primer lugar, que ya en tiempo de Francisco la mendicidad
estaba bastante mal vista: «Cuando salían a pedir limosna por la ciudad, apenas
ninguno les daba nada; por el contrario, se mofaban de ellos, echándoles en
cara que habían dado sus bienes propios para consumir los ajenos... porque, en
aquellos tiempos, a nadie se le ocurría dejar sus propios bienes para luego
pedir limosna de puerta en puerta» (TC 35).
1. Su mendicidad tiene un
fundamento "crístico"
Cristo es el Señor, el heredero que ha recibido del Padre todos los
bienes. Todos los bienes, incluso los terrestres, le pertenecen. Ahora bien,
Cristo se hizo pobre para compartir esta herencia (bienes espirituales y temporales)
con todos los pobres. Desde ese momento, los pobres tienen, por tanto, derecho
a esta herencia. Negárselo es un robo. Esta visión de fe da a Francisco una
concepción original de la propiedad. No se da al pobre. Se comparte con él, e
incluso se le restituye lo que por derecho le pertenece (cf. 2 Cel 87-92). «Si
alguna vez le daban las cosas necesarias para la vida, no sólo las entregaba
generosamente a los pobres que le salían al paso, sino que incluso juzgaba que debían serles
devueltas, como si fueran de su propiedad» (LM 8,5).
Si sus Hermanos se han unido voluntariamente a los pobres, para vivir como
Cristo, tienen consiguientemente derecho a la herencia de los pobres, a la
«limosna», es decir, a compartir los bienes. «La limosna es la herencia y justicia
que se debe a los pobres, adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo»
(1 R 9,8). ¡Pero Francisco considera que no tiene ningún derecho a conservar
nada, sea lo que fuere, cuando lo necesita alguien más pobre que él! ¡Esto es
lo que interpela a nuestras sociedades actuales! ¡Eso es lo que abre
perspectivas socioeconómicas nuevas! La tierra es una única herencia colectiva,
puesta a disposición de todos los hombres, en función de sus necesidades.
¡Francisco es peligroso como el Evangelio! ¡Utópico como el Evangelio!
¡Nuestras actuales estructuras sociales, nacionales e internacionales, basadas
en el tener y no en las necesidades reales de las personas, son cuestionadas
por este «mendigo»!
2. Un comportamiento que quiere salvaguardar la prioridad de las
relaciones humanas
Con su comportamiento -una existencia límite, profética, que no es dada a
todos- Francisco recobra la prioridad de las relaciones humanas sobre los
bienes acumulados. Al obispo que se asombra por su opción de pobreza radical, Francisco
le responde sencillamente: «Señor, si tuviéramos algunas posesiones,
necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los
pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios y del prójimo;
por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo» (TC 35).
Para Francisco, los bienes -legítimos en sí- deben seguir siendo medios de
subsistencia y, sobre todo, de relaciones. La vida fraterna es reciprocidad de
servicios materiales y espirituales mutuamente solicitados y prestados. Así
debería ser a nivel de las familias, de las comunidades humanas, de las
relaciones entre los pueblos. Francisco sabe por su propia experiencia familiar
cómo los bienes apropiados, desviados, degradan y pervierten todas las
relaciones humanas hasta el odio y la violencia. Nuestra época está
verificándolo a nivel planetario. Si Francisco siente horror visceral al dinero
es porque el dinero se ha convertido en símbolo del dominio del hombre sobre
los bienes, de la capitalización en detrimento de las relaciones con los demás
hombres y con Dios. ¡Francisco interpela, pues, vigorosamente nuestra
concepción materialista del triunfo, que nos lleva incluso a valorar el desarrollo de
una nación por su producto nacional bruto! Está convencido de que lo que
constituye la grandeza del hombre no es su poder adquisitivo sino su capacidad
de relaciones, de amar y ser amado. La pretensión del hombre de poseer «como
propio» lo que ha recibido gratuitamente para compartirlo, es una «desviación»
de fondos que desnaturaliza su propio misterio.
3. Su mendicidad expresa
mímicamente... el misterio del hombre frente a Dios
Francisco tiene conciencia de recibirlo todo de Dios: la vida, el pan, el
Espíritu, los dones materiales y espirituales. Se sabe «mendigo de Dios». Y
como Dios es amor, esta actitud de verdad no es alienante sino liberadora. Su
mendicidad voluntaria le descubre el misterio del hombre y de sus relaciones
con el mundo creado. El hombre recibe todo y «se recibe a sí mismo» de Dios.
Por ello, quiere comer en las «manos de Dios».
Este misterio está completamente borrado en nuestros días por los
complejos circuitos que van desde el fruto de la tierra hasta su consumo por el
hombre. Todo está cerrado sobre el hombre mismo. El hombre olvida
necesariamente que todo es don. Francisco quiere, pues, vivir y significar
comunitariamente la auténtica condición humana. Ser uno mismo en el amor, que
es relación, acogida e intercambio. Además, no trampea con la verdad del hombre
y su finitud. A sus ojos, la famosa «autonomía de los valores temporales»
resultaría muy dudosa. ¡Si el hombre tiene consistencia sin Jesucristo y sin
Dios, se desembaraza más pronto o más tarde de este «excedente»!
Para Francisco, Dios no es una dimensión «sobreañadida», sino esencial de
la vida del hombre. No puede ser una opción facultativa. Él es o Él no es. Y si
Él es, Él es la identidad profunda del hombre. Francisco quiere manifestar con
toda su vida esta verdad de Fe. El hombre es un deseo infinito en una gran
pobreza de límites. La imposibilidad de conciliar estos dos aspectos explica
todas las perversiones sociales y económicas. Ahora bien, uno no puede escapar
de sí mismo. Pronto o tarde hay que aceptar vivir en sí, en la verdad. La
pobreza mendicante de Francisco es esta incompletez reconocida, asumida y
abierta al Bien plenificante que es Dios. Su pobreza no es exaltación de la
miseria, que debe combatirse con todos los medios, sino el signo de una carencia
absoluta.
Por lo demás, todos esos «pobres» -enfermos, minusválidos- que viven en
una situación de dependencia, nos invitan sin cesar a descifrar nuestro propio
misterio. Nos revelan algo fundamental sobre el hombre. Interpelan nuestra
llamada «felicidad». No en balde nuestras llamadas sociedades de consumo los
segregan y aíslan espontáneamente. Para Francisco, ellos son palabras de verdad
sobre el misterio del hombre, que no existe fuera de la relación de amor. Si
«el hombre viviente es la Gloria de Dios», la visión de Dios es «la vida del
hombre» (¡siempre se olvida el final de esta cita de san Ireneo!). Francisco lo
vive simplemente, rigurosamente.
VII. Cuando orar...
es también una manera de seguir a Cristo
Para Francisco,
también orar es una forma de seguir las pisadas de Jesucristo. Pues, para él,
Cristo es ante todo y sobre todo el Hijo que ha orado y ora al Padre. La
oración es Jesús vivo.
Y Francisco no puede concebir su oración fuera de la oración del Hijo
único, el único Adorador e intercesor que «basta» al Padre. «Y porque todos
nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos
suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu hijo amado, en quien has hallado
complacencia, que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has
hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito, como a ti y
a Él mismo le agrada» (1 R 23,5). La oración del hombre sólo es posible por
Jesús, con Jesús, y en Jesús. Por eso Francisco la acogerá siempre como un don
del Espíritu que adora e intercede en nosotros. Quiere estar abierto a las
«visitas del Señor», al «suave maná» gratuito que Él nos ofrece.
Por eso, esta disponibilidad interior al Espíritu será el corazón de su
forma de vida evangélica y el primer objetivo de la vida del hermano menor.
Nada nos urge tanto como hacer, con todo nuestro ser -corazón, voluntad,
inteligencia, cuerpo-, una «casa», una «morada» en la que el Espíritu habite,
susurre, adore, interceda, cante. Invitará a sus hermanos sin cesar a
subordinarlo todo -incluida la vida apostólica- a la vigilancia del corazón que
aleja constantemente todos los «cuidados y preocupaciones» que puedan
desviarnos de la Presencia del Señor (1 R 22,25-30; 2 R 10,8-9; 2 R 5).
Su ritmo de vida es significativo. Desde su conversión, el Espíritu le
confía una forma original de integrar la preocupación apostólica y la gratuidad
ante Dios, la ruptura y la comunión. Ni monje ni clérigo, integrará las
exigencias del «seguimiento de Cristo» en una alternancia nueva. Tan pronto
recorriendo los caminos para salvación de sus hermanos, como retirado en un
eremitorio, en una iglesia abandonada o en los bosques..., o en su celda, para
ocuparse sólo de Dios. La lista de estos tiempos de «soledad» es impresionante.
En sus biografías pueden advertirse dieciocho lugares de retiro, repartidos por
todo el territorio que surcó. Lo cual no le impedía en modo alguno recorrer
-hasta el límite de sus fuerzas- los caminos de Italia e incluso partir varias
veces hacia tierras lejanas. Era capaz de visitar en un mismo día, a pie o
sobre la grupa de un asno, cuatro o cinco pueblos.
Francisco tiene sed de Dios, como tiene sed de la salvación de sus
hermanos. Sed de silencio y sed de encuentros. Sabe, en medio de las gentes,
prepararse un santuario interior en el que «vela» en presencia de su Señor.
Aunque esta dimensión contemplativa de su vocación le produjo a veces
dificultades. Varias veces, a lo largo de su vida, se vio tentado a retirarse
totalmente a un eremitorio y sometió humildemente este debate interior a la
decisión de sus hermanos y hermanas (LM 12,1-2).
Esta dimensión de la vocación de Francisco y de sus hermanos es tan
evidente que compuso una Regla para la vida en los eremitorios a los que sus
hermanos podían -al menos temporalmente- retirarse para «dedicarse a Dios». Con
frecuencia emplea palabras severas contra los hermanos predicadores que ya no
saben dedicar tiempos gratuitos a la oración (2 Cel 164).
Orar es también revivir toda la gama de los sentimientos vividos por Jesús
en su oración. Francisco pasa a ratos de la alabanza a la súplica, del grito a
la exultación, de las lágrimas al júbilo. Pero es evidente que la acción de
gracias es su forma dominante de oración. Empleando las mismas palabras de
Cristo, no para de bendecir y alabar los beneficios y las perfecciones del
Altísimo. La «ben-dición» es la trama de su vida de alabanza. Pasará su vida
«bendiciendo» a su Señor, «diciendo bien» de su Señor (1 R 23; AlD). Desde su
conversión hasta su muerte, «alaba y glorifica a Dios». Insultado, incomprendido,
cubierto de lodo, «daba gracias a Dios» (1 Cel 11). Despojado de todo,
maltratado por los ladrones, «se puso a cantar con una voz más vibrante todavía
las alabanzas al Creador» (LM 2,4-5). Francisco tiene la capacidad de convertir
el santo Evangelio en un canto. En el transcurso de sus primeros años, durante
los cuales fue eremita-obrero de la construcción, sus primeras e ingenuas
exhortaciones por las calles de Asís, donde pide limosna de piedras y de
aceite, son ya cantos de alabanza y de alegría, una profusión del Espíritu (TC
21). «Si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces se
olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar
a Jesús» (1 Cel 115). Convierte sus viajes apostólicos en canto de alegría (TC
33; 2 Cel 127). Esta forma de orar lo acompañará hasta su muerte. Puesto que,
un año antes de morir, casi ciego, dolorido y enfermo en todo su cuerpo, en una
cabaña infestada de ratones, compone esa obra maestra de la oración de acción
de gracias: el «Cántico de las Criaturas». ¡Muere cantando! «¡Loado seas, mi
Señor, por nuestra hermana la muerte corporal!» (2 Cel 217).
Está convencido de que toda la historia de la creación y de la salvación
es un inmenso canto de amor. Todas las criaturas han sido creadas para
glorificar a su Creador. Adorar y dar gracias son actos fundamentales, vitales
para la salud psicológica y espiritual del hombre. Teilhard de Chardin
escribía: «La humanidad se verá pronto obligada a escoger entre el suicidio y
la adoración». Para Francisco la meta de la misión es «glorificar». Los
hermanos son enviados al mundo para suscitar adoradores. Francisco decía: «Tal
debería ser el comportamiento de los hermanos entre los hombres, que cualquiera
que los oyera o viera, diera gloria al Padre celestial y le alabara
devotamente» (TC 58). Esta actitud será el tema de un capítulo de su Regla,
titulado «Exhortación que pueden hacer todos los hermanos» (1 R 21). En un
mundo con frecuencia mezquino, absorbido por la preocupación de la eficacia,
los hermanos son testigos de la gratuidad del amor y de la acción de gracias.
Su alabanza es ya predicación. Una de sus misiones esenciales consiste en
invitar a los hombres a la alabanza.
¡Mantener a los hombres en la alabanza! ¡Francisco tiene incluso la utopía
profética de convertir la alabanza en una exigencia social para todas las
autoridades de los pueblos! (CtaA 7). En su opinión, las fraternidades
franciscanas deberían ser lugares privilegiados de aprendizaje de adoración,
donde todos los fieles pudieran hallar un espacio de gratuidad.
Sin embargo, no creamos demasiado aprisa que la oración de Francisco fue
sólo un perpetuo «canto de alegría» sobre un fondo constante de «gran calma».
No olvidemos que su oración es enteramente "crística", vivida según
los sentimientos de Cristo. Y Cristo no conoció sólo una oración de tranquila
intimidad con su Padre; la oración más detallada que nos han conservado los
evangelios es incluso un combate (agonía=combate).
Se comprenderá por tanto que la oración de Francisco asuma las formas, alegres
y dolorosas a la vez, del acontecimiento de la Salvación, siempre actual y
permanente, en el que el grano debe morir para poder dar fruto. Lo cual explica
las grandes pulsaciones de su oración, en la que se funden en un mismo canto
sentimientos violentamente opuestos; su alegría desemboca a veces en la pasión
de Aquel que ha reconciliado este mundo y le ha devuelto su belleza original:
«Algunas veces hacía también esto: la dulcísima melodía espiritual que le
bullía en el interior, la expresaba al exterior en francés, y la vena del
susurro divino que su oído percibía en lo secreto rompía en jubilosas canciones
en francés. A veces -yo lo vi con mis ojos- tomaba del suelo un palo y lo ponía
sobre el brazo izquierdo; tenía en la mano derecha una varita corva con una
cuerda de extremo a extremo, que movía sobre el palo como sobre una viola; y,
ejecutando a todo esto ademanes adecuados, cantaba al Señor en francés. Todos
estos transportes de alegría terminaban a menudo en lágrimas; el júbilo se
resolvía en compasión por la pasión de Cristo. De ahí que este santo prorrumpía
de continuo en suspiros, y al reiterarse los gemidos, olvidado de lo que de
este mundo traía entre manos, quedaba arrobado en las cosas del cielo» (2 Cel
127).
Desde su conversión, su oración en la soledad de las grutas de los
alrededores de Asís está tejida de alegría y de duda, de suavidad y de
lágrimas, de luz y de tinieblas. Es lo que sus biógrafos llaman los «combates
del Señor», los «combates de la fe». Cuando Francisco invita a sus hermanos a
«entregarse» a la oración, sabe de qué habla. La oración es una tarea (cf. 1
Cel 6 y 10). Francisco experimentó a lo largo de su ascensión hacia Dios tales
«oraciones de combate». Primeramente, porque el hombre no termina nunca de
crecer, de dejarse crear por Dios. En segundo lugar, porque la vida evangélica
-en la fe- es una génesis. Conocerá los asaltos de las tinieblas, de la duda,
del cansancio y del descorazonamiento (LM 10,3; LP 65, 118-119). «Durante su
estancia en el mismo lugar de Santa María, el bienaventurado Francisco fue
víctima, para bien de su alma, de una grave tentación de espíritu. Se
encontraba fuertemente turbado interior y exteriormente, en su alma y en su
cuerpo. Algunas veces hasta huía de la compañía de los hermanos, porque no
podía, a causa de aquella tentación, presentarse con su sonrisa habitual...
Frecuentemente se retiraba a orar a un bosque cercano a la iglesia. Allí podía
dar curso libre a su pena y derramar abundantes lágrimas en la presencia del
Señor... Durante más de dos años, día y noche, fue atormentado por aquella
tentación» (LP 63).
¿Hay que asombrarse por esta dimensión de la oración, en la que el hombre
es asociado a la oración redentora de Cristo? La oración se torna Pascua,
grito, muerte, agonía. Ninguna vida de oración puede escapar de esta dimensión
pascual. Es la hora de prueba de la fe, en la que hay que resistir en la noche.
Francisco conoció este itinerario obligado, en el cual el grano debe morir para
dar fruto. ¡Cómo podría el hombre, creado, limitado, acoger la infinitud de
Dios sin sentir estallar sus estrecheces! La oración es, con frecuencia, tiempo
de labranza, de sementera, en la que el Espíritu da lentamente forma de
eternidad a nuestro ser. En la oración, el Espíritu prepara al hombre para el
encuentro resplandeciente de la visión de Dios. Francisco no fue dispensado de
este itinerario.
VIII. Cuando la alegría anuncia...
la verdad y el triunfo del evangelio
«Y guárdense de
mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos; muéstrense, más bien,
gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1 R 7,16).
¡Muchas veces se describe a Francisco como a un «pobre que canta»! Tiene
el arte de reconciliar todas las paradojas del Evangelio. Sacude los tapices de
nuestras frías liturgias solemnes. Irrita, o divierte, o perturba nuestros
graves y serios coloquios sobre: «-¿Tiene la Iglesia futuro? -Creer hoy, ¿por
qué? -¿Puede transmitirse la fe a nuestros hijos...?» Francisco, por su parte,
convierte en fiesta el Credo que nosotros recitamos con voz a menudo monocorde.
Para él, el Dios de los cristianos es alegría y fuente de toda alegría: «¡Tú
eres el gozo, Tú eres nuestra esperanza y alegría!» (AlD 4). Abrirse a Dios en
la fe es abrirse a la alegría. Su cristianismo es una experiencia jubilosa de
la gratuidad de la salvación, en la que se sumerge su deseo, colmado y
radiante. Dios es Dios. Su amor misericordioso, su gratuidad se derrama en su
alma y llena sus manos vacías. Allende mi pecado, más allá de mi indigencia,
Dios es. Y eso embelesa a Francisco.
La alegría de los hermanos brota de la Buena Noticia de Cristo y conduce a
Cristo. La alegría evangélica es una fuente interior y un camino hacia Dios
(Adm 21). Seguir al Cristo de las Bienaventuranzas es acoger Su alegría: «Os he
dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn
15,11; cf. Rm 14,17). La alegría de los hermanos es una Buena Noticia que
manifiesta que el santo Evangelio «triunfa» en el corazón del hombre. No tiene
nada que ver con la «loca alegría», efímera, frágil, que se proporciona el
hombre. «El espíritu de alegría», la «santa alegría», es, para Francisco, un
don del Espíritu del Señor Resucitado (cf. Jn 20,20). La alegría de ser amado,
indultado, salvado gratuitamente es el arma privilegiada contra las fuerzas del
mal y la tristeza de las tinieblas. «Aseguraba el Santo que la alegría
espiritual es el remedio más seguro contra las mil acechanzas y astucias del
enemigo... Los demonios no pueden hacer daño al siervo de Cristo, a quien ven
rebosante de alegría santa... Por eso, el Santo procuraba vivir siempre con
júbilo del corazón, conservar la unción del espíritu y el óleo de la alegría.
Evitaba con sumo cuidado la pésima enfermedad de la flojera, de manera que, a
poco que sentía insinuársele en el alma, acudía rapidísimamente a la oración. Y
decía: "El siervo de Dios conturbado, como suele ser, por alguna cosa,
debe inmediatamente recurrir a la oración y permanecer ante el soberano Padre
hasta que le devuelva la alegría de su salvación"» (2 Cel 125). La alegría
será muchas veces, en Francisco, la victoria de la fe en el corazón de la noche
de la duda. Su «Cántico al hermano sol» es un canto pascual que brota de un
hombre agotado, ciego, pero que ha recobrado la convicción interior de que
Cristo le abre su Reino gratuito. ¡Revivir los actos salvadores de Cristo,
colaborar al acontecimiento permanente de la Salvación en la oración, la
liturgia, la predicación o las pruebas...! ¡Qué alegría produce todo eso! ¡Con
el corazón purificado, despojado, simplificado, en perfecta armonía con el
Proyecto de Dios, «su supremo consuelo» se cifra en cumplir «tu santa
voluntad»! (LM 14,2).
Ser alegre es una manera de amar a los hermanos. Es una invitación a
vivir, a esperar. La alegría es un acto fraterno. Mi hermano tiene necesidad de
mi alegría para vivir, de la misma manera que yo necesito de su alegría para
vivir. Que mis «hermanos estén siempre alegres en el Señor» (cf. Flp 4,4). Su
alegría personal y comunitaria es un acto profundamente misionero. «¿Qué son,
en efecto, los siervos de Dios -decía Francisco-, sino unos juglares que deben
mover los corazones para encaminarlos a las alegrías del espíritu?» (LP 83g).
Ojalá nuestras comunidades cristianas sean testigos de esta alegría que brota
del corazón de Dios y del hombre que se supera, crece y se perfecciona a través
de muchas luchas. Dios nos inventa cada día junto con nosotros mismos. Dios nos
invita a participar de su propia alegría: la alegría de crear.
Francisco tiene también una mirada admirativa -tan opuesta a la envidia
instintiva del hombre-, capaz de alegrarse por las cualidades de sus hermanos,
por su progreso humano y espiritual, por su propia dicha, por sus actos que
exhalan el «perfume de Jesucristo». Discierne en cada uno, con gran alegría, un
reflejo de Dios, un eco de su Palabra, una huella de sus dones.
Francisco y sus hermanos vivieron esta admirable paradoja: la pobreza
voluntaria -como la de Cristo, que abandonó libremente la gloria divina para
abajarse a la fragilidad humana- es manantial de alegría. Este singular
desposorio de la pobreza con la alegría, puede parecer chocante y escandaloso a
quienes experimentan su miseria como una degradación y una injusticia. No fue
ese el caso de Francisco y sus hermanos. Ellos experimentaron algo muy
distinto. Son testigos asombrados, alegres y maravillados de la verdad de la
palabra del Señor: «¡Bienaventurados los pobres!» Esta bienaventuranza -la del
Hijo- es accesible sólo al hombre que acoge la gratuidad de las insospechadas
riquezas del santo Evangelio como un niño, cuya mayor alegría consiste en
recibir todo de su padre: «No teniendo dónde cobijarse, fueron en busca de
algún techo. Hallaron una capilla muy pobre, casi abandonada... Levantaron allí
una cabañita, en la cual vivían juntos. A los ocho días se les presentó otro
ciudadano de Asís llamado Gil... Con gran fervor y reverencia, se arrodilló
ante el bienaventurado Francisco y le pidió que se dignase aceptarlo en su
compañía. Al oír y ver aquello el bienaventurado Francisco, se puso muy
contento y lo recibió con mucho gusto y alegría. Los cuatro sintieron una
inmensa satisfacción y gustaron un profundo gozo espiritual... De camino
alborozábanse no poco en el Señor. El varón de Dios expresaba su júbilo con voz
brillante y en francés, alabando y bendiciendo al Señor. Realmente rebosaban de
gozo igual que si hubiesen logrado el más rico de los tesoros» (AP 14-15).
Y entonces, la alegría, más fuerte que las adversidades, las burlas de las
gentes razonables y de los sabios de este mundo, las persecuciones morales y
físicas, envuelve a Francisco y a sus hermanos como una suave luz radiante, la
del Sol de Cristo viviente, cuyo reino comienza en la noche.
[Selecciones de
Franciscanismo, vol. XI, n. 31 (1982) 6-24]
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