"Ventana abierta"
Reflexión.
"Maestro que pueda ver..."
Mc. 14. 46-52.
Cuenta el evangelio que Jesús con sus discípulos y bastante gente iban caminando hacia Jerusalén donde lo iban a matar. Parece que era ya la última vez que Jesús pasaba por allí. Era su último viaje. Al salir de Jericó, en las afueras del pueblo, un ciego que estaba pidiendo limosna al borde del camino, al oír que por allí pasaba Jesús, empezó a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mi”. Dice el evangelio que los gritos de este hombre molestaban y muchos le regañaban para que se callara, pero que él gritaba más fuerte, hasta hacerse oír por Jesús. Seguro que muchas veces se habría hecho ilusiones de poder acercarse algún día a Jesús de Nazaret y decirle: ¡Señor, que vea!. Por eso, cuando Jesús lo llamó, soltó el manto y dio un salto para acercarse a Jesús. Estaba seguro de que algo bueno le iba a ocurrir. Era un ciego que deseaba ver. Así se lo dijo a Jesús y Jesús le curó diciendo: “Anda, tu fe te ha curado”. Y cuando recobró la vista, se fue con Jesús hacia Jerusalén. El evangelio dice que “lo seguía por el camino”. No se volvió a su casa a disfrutar de la vista recobrada. Se marchó con Jesús, convivió con él, conoció a los apóstoles y le conocieron a él. Seguramente que fue seguidor de Jesús durante bastante tiempo y le debieron conocer algunas generaciones de cristianos que dirían: “Este hombre fue ciego, pero Jesús le devolvió la vista”, y sería para todos una señal del amor compasivo de Dios. Todo esto explica que cuando se escribió el evangelio, todavía se recuerde su nombre en las comunidades cristianas, Bartimeo, y se sabe que esto ocurrió en las afueras de Jericó, cuando Jesús caminaba hacia Jerusalén en su último viaje.
Pero en los milagros de Jesús siempre hay como una segunda intención. Con este milagro el evangelio quiere decirnos que Jesús es la luz que se enciende en el corazón de las personas, que él nos abre los ojos a otras cosas que antes no veíamos, que él nos hace ver cosas hermosas que otros no pueden ver porque están ciegos. Seguramente que hay en la vida demasiados ciegos y demasiadas cegueras. Sabemos que nos puede cegar el egoísmo, el afán de dinero, la vida cómoda, la ambición de mandar o sobresalir, el deseo de placeres. Detrás de estas cegueras, que pueden parecer inofensivas, está no sólo nuestro propio fracaso, sino también el sufrimiento de otras muchas personas. Un mundo de ciegos es un mundo de sufrimientos porque permite derroches estúpidos cuando hay muchos millones de muertos por hambre y faltan escuelas y hospitales entre los pobres, o cuando el nacionalismo llega a enfrentar a las personas, o cuando se reprimen a tiros los gritos de los pobres, o cuando muchos seres humanos no saben para qué están en la vida, sin otro ideal que arrancar nuevos placeres, a veces, a costa de la propia salud. Es la ceguera de los satisfechos que no ven más allá de su mundo artificial y vacío. Pero hay otras cegueras. Frente a esto, el milagro nos habla de Jesús que nos dice: “Yo soy la luz del mundo. Yo soy el que abro los ojos para ver”. Quizás nosotros también estemos afectados por nuestras cegueras. No somos especiales. Pero deseamos ver. Jesús es la luz que se enciende en nuestra vida. Queremos sentir su luz sobre nosotros. El transformará nuestra vida y le seguiremos por el camino, como el ciego del evangelio, con el corazón contento, porque el Señor también está haciendo en nosotros el milagro de abrir nuestros ojos a su luz.
Parroquia de San Basilio el Grande. Madrid España
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