"Ventana abierta"
Las
quejas del mercader
En un país muy lejano vivía un mercader lleno de celo por la causa de Dios. Tal era su celo, que había vendido todas sus propiedades y había comprado con el dinero de la venta, centenares de libros que le prometían enseñarle a trabajar en beneficio de esta causa. Los fue leyendo uno a uno y se llenó de ideas bellas que consiguió vertebrar en una poderosa síntesis doctrinal. Elaboró un plan de pastoral e intentó llevarlo a la práctica. En un parque público y, encima de una silla, se puso a hablar a la gente:
- Hermanos: ha llegado la hora de abandonar toda impostación dialéctica que nos dificulte el acceso al kerigma. No nos dejemos intimidar por la problemática del círculo hermenéutico: tenemos con nosotros al Paráclito como don escatológico, y él puede guiarnos hacia una exégesis verdaderamente eclesial y ecuménica...
-¿Cómo...? - dijo un jubilado poniéndose la mano en la oreja en forma de pantalla, porque estaba un poco sordo.
- ¿De qué habla? - se interesó una joven madre que mecía a su hijo en el cochecito.
- Debe ser de los Hare-Krishna, pero es extraño, porque no trae la pandereta... - comentó el guarda del parque que estaba acostumbrado a ver de todo.
Una mujer de media edad, que venía de comprar, lo miró con benevolencia:
- Parece un buen chico, - pensó -. Lástima que no se entienda lo que dice...
Y se alejó.
Se pararon dos chicos con zapatillas y bolsas de deporte:
- Mira - dijo uno - este va de religión.
- Pasando de todo colega - dijo el otro.
Y siguieron su camino.
El mercader lleno de celo por la causa de Dios estaba desanimado. Las cosas no estaban saliendo como estaban previstas en el plan de pastoral. De forma que acudió al Señor:
- La gente no compra nada - se quejó -. Cada cual va a lo suyo, y a nadie la interesan tus cosas, Dios mío...
- Hace tiempo que están convencidos de que las ideas no les sirven de nada - los disculpó el Señor -. Pero de verdad que están angustiados y con sed de agua viva...
El mercader le pareció que esta vez lo había entendido. Vendió los libros y
puso una herboristería. Ofreció tónicos de frutos espirituales, infusiones de
moral, germen de mando liofilizado y pan bobalicón integral.
La gente compraba, pero se hacía un lío con las mezclas de las hierbas y no
llegaban a saber muy bien para qué servía cada cosa. Por esto acudían
constantemente al mercader a pedir nuevas recetas. El mercader se impacientó y
volvió de nuevo a quejarse al Señor:
- La gente sigue sin entender, Señor, y yo no puedo pasarme la vida solucionando sus dudas...
- No han tenido muchas oportunidades de estudiar, ¿sabes? - le dijo el Señor -. Además, trabajan y tienen poco tiempo para ponerse a descifrar el lenguaje de tus recetas. Sí intentaras...
El mercader lleno de celo por la causa de Dios, dejó al Señor con la palabra a
la boca. De pronto había tenido una iluminación: ¡El lenguaje!
¿Como no se había dado cuenta antes? Traspasó la herboristería y decidió dar un
nuevo giro a su negocio. Mercaderes de Oriente le vendían varillas de incienso,
taburetes para meditar, tapices y cintas de relajación. Mercaderes de Occidente
le vendieron montajes audiovisuales, vídeos, cadenas de música, amplificadores,
una batería electrónica y un ordenador. Al mercader ya no le faltaba ningún
detalle por hacer triunfar en la causa de Dios. Montó una gran carpa en medio
del parque. La gente hacía largas colas para entrar, y las gradas de la carpa
estaban siempre llenas. Todos miraban con atención y escuchaban extasiados. A la
salida felicitaban al mercader y marchaban muy contentos, porque habían
participado en un espectáculo muy bonito.
Pero el mercader lleno de celo por la causa de Dios no acababa de estar
satisfecho. Se daba cuenta de que a su carpa no iban demasiados pecadores. Su
clientela era buena gente, gente de toda la vida; pero pecadores, lo que se dice pecadores, iban muy pocos.
Volvió de nuevo a quejarse al Señor, y el Señor le dijo:
- Tendrás que salir a buscarlos. Recuerda el trabajo que me costó a mí encontrar la oveja perdida que se había descarriado...
El mercader decidió de salir a buscar a los pecadores. Eran muchos más de los
que él se pensaba, y al fin consiguió sentarse a comer con ellos.
Sacó las cintas: se aburrían.
Sacó un montaje: bostezaron.
Puso en marcha la megafonía: hablaban entre ellos.
- Son unos pecadores bastantes empedernidos - pensó disgustado el mercader.
Y se volvió hacia su casa triste y muy desanimado.
En la plegaria de la noche se quejó al Señor:
- He hecho el que he podido, Dios mío; he seguido tu ejemplo y me he sentado a comer con ellos, pero me he cansado en vano y he consumido inútilmente mi tiempo y mis energías...
El Señor esperó pacientemente a que el mercader acabara su letanía de quejas, y cuando acabó, le dijo:
- Hijo mío, todos estos hermanos tuyos están enfermos, pero tú estabas tan
preocupado por mi causa que te has olvidado de preguntarles por sus heridas.
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