"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez
(Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2)
“Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede
ser discípulo mío”.
Desde el pasado viernes la liturgia nos ha
estado presentando como primera lectura la carta del apóstol san Pablo a los
Filipenses. Pablo escribe esta carta desde la cárcel en Roma, consciente de que
su muerte está cerca. Por eso concluye el pasaje de hoy (Fil 2,12-18) diciendo:
“Aun en el caso de que mi sangre haya de derramarse, rociando el sacrificio
litúrgico que es vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría; por
vuestra parte, estad alegres y asociaos a la mía” (vv. 17-18). Asimismo, Pablo
continuará instruyendo y fortaleciendo sus comunidades hasta su último aliento.
En la lectura de hoy, exhorta a los de la
comunidad de Filipos a seguir “actuando su salvación con temor y temblor”,
conscientes que es Dios mismo quien activa en ellos “el querer y la actividad
para realizar su designio de amor”. Les (nos) está diciendo que tenemos que
aprender a obedecer los designios de Dios en nuestras vidas, a servir, a ver a
Dios en la cotidianidad, en la rutina de nuestra vida. Todo es obra de Dios, y todo
nos conduce a Él. Santa Teresa de Jesús decía que Dios estaba entre los
pucheros, ¡y en más de una ocasión tuvo un arrebato místico mientras fregaba!
Si enfrentamos nuestra vida conscientes de es
Dios quien obra en nosotros ese “querer” y “actuar”, queriendo y haciendo Su
voluntad, que es para nuestro bien, podremos convertirnos en faros, “brillar
como lumbreras del mundo, mostrando una razón para vivir”. Hoy tenemos
que preguntarnos: Mi vida, ¿es una lumbrera que habla de Dios, que conduce a otros
hacia Dios? ¿Habla de Dios mi vida? Cuando los demás nos ven, ¿se preguntan qué
será ese brillo que emana de nosotros que les atrae al punto de querer que lo
compartamos con ellos?
Conocer, aceptar y actuar la voluntad de Dios
es motivo de alegría para el cristiano, la gran paradoja de encontrar la
verdadera libertad en la obediencia. Esa ha de ser nuestra meta, para, al igual
que Pablo, poder decir el “día de Cristo”: “no he corrido ni me he fatigado en
vano”. Esa aceptación de la voluntad de Dios y actuar acorde a la misma,
que está implícita en la radicalidad del seguimiento que se exige a todo
discípulo, se recoge en la lectura evangélica de hoy (Lc 14,25-33) cuando Jesús
le dice a los suyos: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su
madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso
a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no
puede ser discípulo mío”.
Cuando nos abandonamos a la voluntad de Dios,
nuestras peticiones se convierten en su voluntad y su voluntad coincide con
nuestras peticiones. Somos en Él, y Él es en nosotros.
Actuemos de conformidad…
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