"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez
(Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2)
“Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir”.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia. Mañana comienza ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo
de preparación. Y para este día la liturgia nos presenta el final del último
discurso de Jesús antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso
escatológico” que hemos venido contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el
final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada
cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que enfrentar
nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin
permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las palabras de
vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los
excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no
caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos
los hombres en toda la tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima “como la trampa
de un cazador”. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr.
2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Fil, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos y
santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos vivir las palabras de la primera lectura de hoy (Ap 22,1-7), uno de mis pasajes favoritos de la Biblia: “Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos”. Yo quiero estar allí. ¿Y tú?
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