"Ventana abierta"
XVI Domingo del tiempo ordinario
La buena semilla, el grano de
mostaza y la levadura
Fe y vida
Alfa y omega
El enemigo siembra la cizaña, de Tissot. Museo de Brooklyn (Nueva York)
Tres son las
parábolas que, continuando en la línea del Evangelio del domingo pasado,
concretan aún más detalles sobre el Reino de los cielos. Lo primero que llama
la atención son los puntos en común entre la semilla, el grano de mostaza y la
levadura. Estamos ante algo pequeño e incluso invisible, pero con una gran
fuerza interior. Como se ha visto en varias ocasiones, el modo escogido por
Dios para llevar a cabo su manifestación a los hombres ha puesto en primer
plano lo pequeño, lo escondido y lo humilde. Es cierto que a lo largo de la
Biblia hallamos también episodios en los que Dios se presenta con gran ímpetu y
fuerza, tal y como observamos de modo paradigmático en la narración de la
venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero pensar la acción de Dios
únicamente bajo la perspectiva de lo llamativo nos abocaría a considerar que
Dios solo actúa cuando es capaz de desencadenar grandes portentos de la
naturaleza o llevar a cabo espectaculares milagros. Y esto implicaría por
nuestra parte vivir siempre con la expectativa de ser testigos de alguna de
estas poco frecuentes acciones; pero, en el caso de que nuestra vida fuera
normal y corriente, sin acontecimientos grandiosos, correríamos el riesgo de
pensar que Dios se olvida de nosotros o, lo que es peor, que está ausente.
Lo no aparente
El pasaje evangélico de este domingo nos coloca con gran
realismo ante nuestra vida. La realidad de la vida y de la acción de Dios pasa
casi siempre por algo que no es aparente ni destaca especialmente. La propia
vida de Jesús nos lo muestra, aunque conozcamos algunos milagros o signos de su
paso por Galilea, la mayor parte de sus días transcurrieron con total
tranquilidad, pero tocando con intensidad el corazón de las personas que lo
conocían. Esto mismo ocurrió con la primera misión en la Iglesia. La
propagación del Evangelio se desarrolló muy paulatinamente y, salvo casos
excepcionales por una transmisión oral en la que también se reconoció una
fuerza que no procedía de los propios hombres, sino de la presencia y acción del
Espíritu Santo.
Por eso, aunque la historia haya visto distintos modos de
propagar la fe y se conozcan casos de conversiones en masa, nunca debemos
olvidar la perspectiva de estas parábolas.
La paciencia y la esperanza
El texto del Evangelio juega con dos recursos. En primer
lugar, el contraste: hay una gran desproporción entre los comienzos modestos
(semilla) del Reino y el resultado final de la acción de Dios. En segundo
lugar, el tiempo: no somos capaces de controlar el tiempo ni los ritmos de las
personas. Este segundo punto tiene gran relevancia, puesto que constituye el
núcleo de la parábola del trigo y la cizaña, enseñándonos que no podemos ser
impacientes. Sabemos que en la vida nos encontramos con problemas que, a ser
posible, deben ser cortados de raíz cuanto antes. Sin embargo, con las personas
no ocurre así. No existen buenos o malos en sentido absoluto, sino que,
mientras estamos en la Tierra, todo aparece mezclado, tanto en la sociedad como
en nuestra propia vida. Esto lleva consigo que no podemos querer controlar los
tiempos de la historia. La «cosecha» y el discernimiento se harán al final de
los tiempos. Tampoco se puede buscar la eliminación del adversario ni la
búsqueda artificial de enemigos, que tanto daño ha generado durante siglos.
Cuando con gran ímpetu los criados de la parábola preguntan al amo: «¿Quieres
que vayamos a arrancarla [la cizaña]?», reciben la indicación de dejar crecer
junto al trigo hasta la siega. En las personas esto significa también reconocer
la posibilidad del cambio, de la conversión. La propia Escritura afirma :«Yo no
me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y
viva» (Ez 33, 11).
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia de Madrid
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