Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen.
Muchos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron,
y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron”. (Mt 13,10-17)
Pienso que aún no hemos valorado suficiente el poder ver.
La ceguera no esconde infinidad de cosas.
La ceguera nos encierra en nosotros mismos.
Lo verdaderamente importante es:
El poder ver a Jesús.
El poder ver a Dios.
El poder ver lo que Dios hace cada día por nosotros.
El poder ver lo que Jesús ha hecho por nosotros.
El poder ver a Dios en los hermanos.
El poder ver a Jesús en el necesitado.
Claro que sí, pero hay que verlo.
¿De qué sirve que Dios esté en todas partes, si no lo vemos?
Un Dios a quien “no vemos”,
es un Dios que para nosotros no existe.
¿Lo vemos realmente en todas partes?
¿Lo hemos visto durante esta pandemia?
¿Lo hemos visto en tantos contagiados que sufren?
¿Lo hemos visto en tantos que se expusieron
al contagio por atendernos?
¿Lo hemos visto en tantos que perdieron sus vidas,
sirviendo a los demás?
Malo es no poder ver, pero no es mejor,
el no tener oídos o perder el oído.
Cuando nos habla.
Cuando se quiere comunicar con nosotros.
Cuando nos llama y no tenemos “el teléfono descolgado”.
En el hermano necesitado,
que es también voz de Dios, que nos habla.
En el hermano que sufre,
que es también voz de Dios, que nos habla.
En el anciano encerrado en su soledad,
que también es voz de Dios, que nos habla.
Cuando se nos da en comunión,
que es voz de Dios que nos habla de su amor.
Cuando nos dice “tus pecados quedan perdonados”,
que es la voz de Dios anunciando su misericordia.
Lo que tantos otros no oyen.
Lo que para tantos es silencio.
Lo que para tantos no “existen esas palabras de Dios”.
“Ábreme los oídos para poder escuchar tu voz”.
También yo quiero decirte:
“Ojalá escuchemos hoy tu voz”.
“En la voz de los sin voz”.
“En la voz de la indiferencia”.
“En la voz de tantas insensibilidades”.
“En la voz de tu palabra”.
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