"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA
TERCERA SEMANA DEL T.O. (1)
Los libros de los Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están contenidos en la Biblia protestante.
La lectura evangélica
que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 19,1-10) es la historia de Zaqueo,
aquél publicano que tuvo un encuentro personal con Jesús que cambió su vida
para siempre. Como ya hemos reflexionado sobre esa lectura en más de una ocasión, hoy centraremos nuestra reflexión en la primera
lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (6,18-31). Los libros de los
Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están
contenidos en la Biblia protestante. Y es una verdadera lástima, pues contienen
una parte importantísima de la historia del pueblo de Israel, sin la cual la
narración bíblica queda trunca.
Estos libros nos narran la historia de la victoria espiritual de la
familia de un asmoneo llamado Judas “Makabi” durante el período comprendido
desde el advenimiento del rey Antíoco IV Epifanes hasta la muerte de Simón
Macabeo. Además, nos presenta la creencia en la resurrección de los muertos, el
purgatorio, el sufragio por los difuntos, y la perseverancia y verticalidad en
la fe.
El pasaje de hoy nos presenta a un anciano llamado Eleazar, a quien
querían obligar a comer carnes prohibidas en cumplimiento de un decreto real.
Ante la negativa de este, “le abrían la boca a la fuerza para que comiera carne
de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió
la carne y avanzó voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son
constantes en rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida”.
Hasta ahí la historia ya nos presenta un modelo del testimonio genuino,
del “mártir” (en ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra mártir quiere
decir “testigo”). Pero la verdadera riqueza de este pasaje reside en lo que
ocurre después. Los que presidían aquél sacrificio ilegal, que eran viejos
amigos de Eleazar, le propusieron sustituir la carne prohibida por carne
permitida, “haciendo como que comía la carne del sacrificio ordenado por el
rey, para que así se librara de la muerte”.
“Haciendo como que…” Un gesto exterior, un ritualismo vacío sin creer en
lo que pretendía hacer, un engaño. Se trataba del ritualismo formal de los
fariseos que Jesús tanto criticaría años más tarde. Eliazar era incapaz de
semejante hipocresía. Por el contrario, era una persona que conformaba toda su
vida, todo su ser a la voluntad de Dios. “¡Enviadme al sepulcro! Que no es
digno de mi edad ese engaño. Van a creer muchos jóvenes que Eleazar, a los
noventa años, ha apostatado, y, si miento por un poco de vida que me queda, se
van a extraviar con mi mal ejemplo. Eso sería manchar e infamar mi vejez. Y,
aunque de momento me librase del castigo de los hombres, no escaparía de la
mano del Omnipotente, ni vivo ni muerto”.
¡Cuántas veces pretendemos, “hacemos como que…”, cumplimos con los mandamientos, con el único propósito de quedar bien ante los demás, ante el sacerdote, ante los demás feligreses! Como a los fariseos, se nos olvida que no se trata de ser “fiel” a los mandamientos, sino de serle fiel a Dios, y que ante Él no podemos “hacer como que…”. O fríos o calientes, porque a los tibios Él los “vomitará de su boca” (Ap 3,16).
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