"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA
TERCERA SEMANA DEL T.O. (1)
Vista actual de la ciudad de Jerusalén que
sirve de retablo al altar de la Capilla de Dominus Flevit, lugar en el cual la tradición dice que Jesús
lloró al ver la ciudad.
Para comprender la lectura evangélica que nos
ofrece la liturgia para hoy (Lc 19,41-44), es necesario situarla en su
contexto. Jesús está en el tramo final de su subida a Jerusalén, donde ha de
culminar su misión y enfrentar su misterio pascual. Luego del episodio de
Zaqueo y la parábola de los talentos, hace su entrada en la ciudad santa
montando en un pollino, en medio de vítores y cantos de alabanza a Dios (Lc
19,29-40). Esa misma multitud que ahora le aclama, dentro de pocos días va a
pedir con mayor algarabía su crucifixión. ¡Van a asesinarlo!
De ahí que el pasaje que leemos hoy nos diga
que: “al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ‘¡Si al
menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está
escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de
trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro,
y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi
venida’.”
Jesús lloró… una manifestación de su humanidad.
Su llanto refleja su sentido de impotencia. Trató de convertir Jerusalén, pero
esta se mostró sorda ante su mensaje salvador. “[La Palabra] vino a su casa, y
los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Su mensaje de paz fue rechazado, y ese
rechazo les acarreará desgracia. Por eso llora, pensando que le tuvieron entre
ellos y dejaron pasar la oportunidad de sus vidas. Jesús, que es Dios, respeta
el libre albedrío, pero al mismo tiempo ve lo que va a suceder y no puede
contener su tristeza.
Trato de imaginar la escena. Jesús ve a
Jerusalén desde la distancia. Contempla la magnificencia de esa gran ciudad
amurallada con la estructura imponente del Templo sobresaliendo. Y la ve en
ruinas… “¡Si al menos [sus habitantes] comprendiera[n] en este día lo que
conduce a la paz!”
Esa “sordera” y “ceguera” espiritual que
caracterizó a los de Jerusalén en tiempos de Jesús la estamos viviendo en
nuestro tiempo. Tan solo tenemos que leer un periódico, o ver un telediario.
Jesús está en medio de nosotros y no lo reconocemos (Cfr. Mt 25,31-46) o, peor aún, preferimos
ignorarlo para no comprometernos. Hagamos un examen de conciencia colectivo. Si
Jesús se detuviera hoy a contemplar nuestra comunidad parroquial, nuestro
barrio, nuestra ciudad, nuestro país, desde la distancia, ¿lloraría también?
“Llegará un día en que tus enemigos te rodearán
de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos
dentro, y no dejarán piedra sobre piedra”. Esas palabras de Jesús se
convertirían en realidad cuando el ejército romano destruyó la ciudad de
Jerusalén en el año 70 d.C. para aplacar la revuelta judía, reduciendo el
Templo a escombros.
Dentro de pocos días iniciaremos un nuevo año
litúrgico con ese tiempo fuerte del Adviento. Tiempo que nos invita a la
conversión, a estar vigilantes, a prepararnos para la llegada de Dios, de ese
Dios que viene constantemente a nuestras vidas y por no estar vigilantes no lo
reconocemos. En nuestras manos está correr o no la misma suerte que Jerusalén.
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