"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1)
“Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
La liturgia de hoy (Lc 15,1-10) nos presenta
como lectura evangélica las primeras dos de las llamadas parábolas de la
misericordia que ocupan el capítulo 15 de Lucas, la “oveja perdida” y la
“dracma perdida”. La introducción de la lectura (versículos uno al tres) nos
apunta a quiénes van dirigidas estas parábolas: a nosotros los pecadores.
El pasaje comienza con la crítica de los
escribas y fariseos contra Jesús, a quien acusaban de acoger y compartir la
mesa con los publicanos y pecadores (tema recurrente en los relatos
evangélicos). Para entender el alcance de esta actitud de los fariseos, tenemos
que comprender lo que significaba compartir la mesa para la mentalidad judía de
la época. Uno solo se sentaba a compartir la mesa con alguien afín, alguien que
gozara de la misma dignidad, alguien que fuera nuestro igual. Y los pecadores,
especialmente los pecadores públicos como los publicanos, eran tenidos por
indignos, despreciables, “excluidos” de la compañía de los “justos” obedientes
de la Ley. Por eso la actitud de Jesús les resultaba escandalosa.
La primera de las parábolas nos narra la
historia del hombre que tiene cien ovejas, se le pierde una, y deja las noventa
y nueve en el campo para ir tras la descarriada. Y cuando finalmente la
encuentra, se la carga sobre los hombros, se presenta lleno de la alegría a sus
amigos, y les dice: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había
perdido”. El mismo Jesús explica el sentido de la parábola: “Os digo que así
también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que
por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
El mensaje de Jesús es claro. Él vino para
redimir a los pecadores, Él es la Misericordia Divina encarnada. En un relato
similar de Mateo, Jesús dice a sus detractores (parafraseando a Os 6,6-7):
“Vayan y aprendan qué significa: ‘Yo quiero misericordia y no sacrificios’.
Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13).
La palabra misericordia viene del latín, y se
forma de miser (miserable o
desdichado), y cor (corazón).
Esta palabra de refiere a la capacidad de sentir compasión ante la desdicha de
los demás. Si examinamos los textos originales que utilizan el término en las
sagradas escrituras (e.g. el Salmo 50 – Miserere), la palabra hebrea utilizada es rahamîn, que se deriva de rehem, que quiere decir útero, lo que denota el amor
de la madre. Ese amor que todo lo perdona no importa la magnitud de la ofensa.
¿Qué madre no está siempre dispuesta a perdonar al hijo de sus entrañas?
San Juan Pablo II, en su carta encíclica Dives in
misericordia lo resumía
así: “Sobre ese trasfondo psicológico, rahamîn engendra una escala de sentimientos,
entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es
decir, la disposición a perdonar”.
Por eso la alegría desbordante de Dios cuando
un pecador se arrepiente, y mientras más grande el pecado, mayor será la
alegría. Y Él, como Madre amorosa no se cansa de esperar… Anda, ¡reconcíliate!,
verás qué rico se siente ese abrazo.
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