"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.
Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración
del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios
sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).
Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a
los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, a Santiago y su hermano
Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte
Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por
unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él
Moisés y Elías, “conversando con Él”.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración
está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos
breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración
representó para aquellos discípulos.
Los discípulos ya han comprendido que Jesús es
el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las
consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda
su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles
una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta
experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos
manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que
afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.
Pedro quedó tan impactado por esa experiencia,
que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo
reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de
Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo,
el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.
El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías
en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas
(la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el
hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos
apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos
“Testamento” y “Alianza” son sinónimos); la plenitud de la Revelación.
Pero hay algo que siempre me ha llamado la
atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los
apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no
los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas,
varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.
Una posibilidad es que al quedar arropados de
la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los
personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos
lograron identificarlos.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos
discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la
“transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración
eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía,
los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en
nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado,
escuchadlo”.
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