"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez
(Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) MEMORIA OBLIGATORIA DE SAN MARTÍN DE PORRES.
He tenido la
dicha de orar sobre la tumba de este gran santo en varias ocasiones.
Hoy la Iglesia en Puerto Rico celebra la
memoria de San Martín de Porres. Y el Evangelio que nos propone la liturgia (
Lc 14,15-24 ) es muy apropiado para celebrar la persona y la vida de tan
insigne santo de la Orden de Predicadores (Dominicos), que supo forjar su
santidad desde la humildad y la humillación, haciéndose de ese modo grande ante
los ojos de Dios. “Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se
humilla será enaltecido” (Lc 14,11).
San Martín de Porres, mulato bastardo, ingresó
en la Orden de los Dominicos aún a sabiendas de que por su raza y condición
social nunca se le permitiría ordenarse sacerdote, y ni tan siguiera ser fraile
lego. Al entrar en la Orden lo hizo como “aspirante conventual sin opción al
sacerdocio”, “donado”. Allí vivió una vida de obediencia, humildad,
espiritualidad y castidad que le ganaron el respeto de todos.
En el Evangelio de hoy Jesús continúa
enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, mostrando su preferencia
por los más humildes. En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación,
al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para
participar del “banquete” del Reino, y la respuesta que damos a la misma. La
respuesta de Martín de Porres fue radical.
Nos narra la parábola que un hombre daba un
gran banquete y envió a su criado a invitar a sus numerosos invitados. Pero
todos ponían diferentes excusas para no aceptar la invitación: negocios (“mis
bueyes”), familia (“mi esposa”), propiedades (“mi campo”). Entonces el dueño de
la casa dijo a su criado: “Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete
a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”. Como todavía quedaba
lugar en la mesa, el dueño instruyó nuevamente a su criado: “Sal por los
caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente
cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada
más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que
en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi
familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del
Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora,
porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier
otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi
Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá
cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si
algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús
expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos,
de llamarnos a su mesa (Cfr.
Ap 3,20). Por eso, cuando después de recibir a todos los marginados de la
sociedad queda sitio en la mesa, instruye a su emisario que busque nuevamente a
todos: “Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me
llene la casa”. Jesús quiere que TODOS nos salvemos.
Esa insistencia, esa vehemencia en la
invitación, debería ser también característica de la Iglesia, que es el cuerpo
místico de Cristo, y nos permite tener aquí en la tierra un atisbo, un
anticipo, de lo que ha de ser el banquete de bodas del Cordero. Y esa
invitación debería estar abierta a todos por igual, incluyendo a los pobres, a
los que sufren, a los que lloran (Cfr.
Mt 5,1-12).
Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan estar siempre presto a responder.
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