"Ventana abierta"
Muy interesante
¿Víctima o testigo del Coronavirus?
Enviado por P. Leonardo Molina García
Escrito P. Seve Lázaro, sj
Me piden que escriba unas letras sobre
cómo estoy viviendo este tiempo de aislamiento. El haber sido tocado por esto
del Coronavirus y haber visto sus garras primero en casa y luego en el
hospital, sin hacerme sentir diferente a nadie, me convierte un poco en víctima
y otro poco en testigo, como muchos otros. Creo que el aprendizaje está en ir
del primero al segundo.
Víctima, como tanta y tanta gente que a mi
alrededor lo padece y lo sufre. Con
esa incertidumbre de ver los síntomas aparecer y darme cuenta de que nada me
calma, de que nada alivian esos remedios de paracetamol, ibuprofeno, nolotil, y
tantos otros calmantes. ¡Qué desesperación llegué a sentir con esa maldita
fiebre que no se me iba!
Víctima, porque me sentí
esquizofrénicamente desinformado de lo que realmente me pasaba. Pues los números oficiales de teléfono a
los que llamaba, nunca me cogían, o los médicos me lo negaban todo en los pasos
previos al ingreso, quédate en casa, me decían, será una gripe, será un cuadro
viral, bueno, te vamos a hacer unas pruebas y te vuelves a casa… Cuando por
otro lado, los medios me inundaban de información con los síntomas, y día a día
en mi domicilio comprobaba que eran los que yo tenía. ¡Llegué a no entender
nada!
Víctima también de verme de repente
marcado y señalado, como alguien al que hay que aislar inmediatamente y del que
hay que prevenirse, del
que hay que avisar urgentemente que lo tengo, para que todos aquellos con los
que estuve en contacto se pusieran rápidamente en cuarentena. Lo que me hizo
ver el rostro más amargo de esta pandemia: estoy contagiado y condenado a estar
solo, apartado. Todavía resuena en mi cabeza el grito de una enfermera
diciéndole a otra que se disponía a entrar en mi habitación: ¡En la 325 no
entres por nada del mundo! Cuántas habitaciones y domicilios tienen esa marca y
se les habla y mete la comida desde la puerta, o se les llama por teléfono una
miserable vez al día desde los centros médicos, para poco a poco dejarles
morir, como a Pepi, la sacristana de nuestra parroquia.
Pero esta vivencia de víctima, que tal vez
es la primera, tiene que ir dejando paso a otra, la de testigo, y ésta, al
menos en mi caso, está siendo la vivencia más profunda y más fecunda, en lo que
puedo alcanzar a ver.
Testigo de ver como la debilidad me roza,
se instala en mi vida o me llega a invadir: es
muy duro vivirse ahí, durante minutos, horas, días que se hacen eternos… Pero a
la vez es muy fecundo, porque toco el humus y la tierra de eso que soy
realmente, un ser terrenal, finito, fragmentado…Muy lejos de ese endiosamiento
y centro en el que me gusta vivir, y por el que me afano cada día desde mi
pericia personal o profesional. Qué bueno que este dichoso virus nos esté a
todos haciéndonos sentir débiles, a los especialistas, a los políticos, a los
profesionales de la salud, a los familiares, y cómo no, a los enfermos. Qué
oportunidad está siendo para aprender a adorar y dar gracias por el misterio de
fragilidad y vulnerabilidad que envuelve esta aventura de mi vida.
Testigo de ver como tantas y tantas personas
desde diferentes puestos hacen todo lo que pueden. Se cuenta como Van Eyck y algunos otros
pintores flamencos firmaban sus cuadros con una misma frase que decía: «como
mejor puedo». Y esa es la firma que todos estamos poniendo en esta cuarentena.
Me gustaría estar mejor de lo que muchas veces me descubro, vivir mejor este
difícil momento, sentirme más útil desde lo que voy haciendo o querría hacer…
Todos estamos lejos o muy por debajo de eso por lo que tanto se nos mide en las
empresas y trabajos: nuestro rendimiento profesional. Pero quién nos ha metido
eso en la cabeza. Lo que la vida me pide en ésta y en cualquier otra
circunstancia es que haga «como mejor pueda». Y me ha sido y es tan hermoso
verlo en los cuidados de la gente de la comunidad en la que vivo y que tan
cariñosamente me atienden en el aislamiento; como en Raúl, el médico que
durante esos cinco días que estuve en casa me llamaba por la mañana, por la
tarde y por la noche, como en todo el equipo del hospital de Asisa en Moncloa
donde estuve ingresado cinco días, como en toda esa corriente de mensajes de
ánimo y oración que he recibido y recibo por el teléfono, como en la sociedad
entera que lo único que puede hacer es quedarse en casa y aplaudir
agradecidamente todos los días a las 20 h. Qué gran aprendizaje éste de todos
sentirnos más torpes, menos eficaces, haciendo solo “como mejor podemos”.
Testigo, finalmente, de lo incondicional. No tengo dudas de que esta pandemia me
está obligando en todos estos días a mirar de frente a ese acontecimiento al
que siempre intento esquivar: la muerte. Lo veo en las cifras que cada día se
van multiplicando y que ya no son cifras, sino rostros e historias de personas
que quiero, cercanas a la familia, al barrio en el que vivo, al trabajo, a la
parroquia de la que formo parte, a todos los ámbitos de la sociedad… En mis
días de hospitalización, las cuatro noches me despertaban los gritos del
paciente de la habitación de al lado, al cual con oxígeno y todo le venían
ataques de tos que intentaban ahogarle… y yo al lado rezaba. Mi madre, que
también me llamaba cada día dos veces, el martes 17 me contaba cómo el domingo
15, cuando los puse por el Whassap familiar que me llevaban al hospital, dice
que le dijo a mi hermano con el que vive que la acompañara a la iglesia a
rezar. Yo, sin dejarla terminar, le pregunté: ¿no le habrás pedido a Dios que
me cure sí o sí? Y ella, con su fe de 84 largos años me dijo, “no hijo,
cómo se te ocurre que voy a pedirle eso a Dios, si no somos nada”. Solo le
dije que te curaras “si conviene”. “Y lo que luego le supliqué todo el
tiempo es que donde tú fueras, que me llevara allí, contigo. Que solo junto a
ti querría estar, fuera donde fuera”. En esa hora, solo acerté a
llorar. Pero estos días volviendo a ella, siento que ahí empezó mi mejoría.
Allí dentro de mí, donde hasta entonces solo existían el virus y la soledad que
le acompañaba, de repente sentí que más adentro incluso, y saltándose todos los
protocolos, se había metido el amor incondicional de mi madre.
Qué bueno, que esta pandemia nos esté
poniendo cerca de lo incondicional de la vida que es la muerte, pero que es
también el amor. Y que cuando acertamos a expresarlo, como mi madre conmigo,
estoy seguro que se revelará más fuerte y entrará más adentro que el mismo
virus, hasta arrancarnos de él. Así que no dejemos de gastar en teléfono para
gritar a todos los que se sienten solos y enfermos que no lo están, que hay
algo más fuerte que es el amor que les tenemos.
Seve Lázaro, sj
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