Por Dios, ¡nadie en soledad!,
Introducción
Tras la celebración pneumatológica de Pentecostés, la liturgia nos propone adentrarnos en el misterio de la Trinidad divina, esa formulación sencilla que unimos a la cruz en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Misterio que ha dado para escribir lo que no podría contarse ni decirse a lo largo de la historia de la Iglesia y de la Teología, que ha llevado a discusiones, herejías y divisiones de primer orden, que nos ha ofrecido conceptos y términos de una riqueza tremenda como el de “persona, relación, comunión…”, a la vez que a algunos crípticos e indescifrables pretendiendo decir lo que de ningún modo se podía expresar, sino solo sentir tanto en la relación entre ellos –Tres personas distintas en una sola naturaleza, de las que se puede decir lo mismo de uno que de otro y al mismo tiempo- como en la comunicación con la humanidad y el orden que pretendemos darle entre ellos, ya sea en torno al patriarcalismo o en la discusión de la “y” entre el Hijo y el Espíritu. Un galimatías lleno de riquezas que puede quedarnos fríos en la fe de la vida y del cada día, ahí donde la Trinidad se nos revela “histórica y económicamente” como nos dicen los teólogos actuales muchos más acordes con el existencialismo y el personalismo, cunas de un humanismo lleno de entrañas de compasión y de amor. Hoy necesitamos entrar en la contemplación de este misterio desde la vida, sabiendo que en la vida es como Dios nos ha ido revelando quién es él, así le respondió a Moisés cuando este le pidió que le diera su seña de identidad para poder decirle al pueblo quién era ese Dios: “Yo soy el que soy… actúo…”, o sea, por mis obrar me conoceréis. Y así ha sido.
El misterio de la Trinidad
Recuerdo como Ricardo –nuestro querido teólogo y párroco del Perpetuo- siempre hace referencia a una cita del sexto concilio de Toledo, en el que hablando sobre el credo cristiano y haciendo referencia a la Trinidad, se decía “creemos en un solo Dios, pero no en un Dios solitario”. Un modo sencillo y existencial de entender el concepto teológico. Dios se nos ha revelado como el Dios que ni es solitario ni quiere la soledad. Así lo ha ido descubriendo Israel a lo largo de los siglos y así lo hemos desarrollado los cristianos en una comprensión teológica de la historia, como historia de la salvación en la que Dios ha actuado y se ha dado a conocer como comunidad entrañable en el absoluto de lo divino.
El Hijo
Y en esa relación de amor ha llegado al extremo como nos dice el evangelio de Juan hoy: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo único”. Ahí hemos conocido al Hijo, en ese hombre obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, para que nosotros tuviéramos vida. En la humanidad de Jesús de Nazaret hemos descubierto al hijo que nos descubre al Padre: “nadie conoce al Padre, sino el Hijo y todo aquél a quien El se lo quiera dar a conocer”. Sí, ha sido Jesús quien nos ha mostrado el corazón del Padre: “Todo lo que hago se lo he visto hacer a mi Padre…su voluntad es mi alimento…os digo lo que le he escuchado…quien me ha visto a mí ha visto al Padre”. Él es la imagen de Dios invisible –nos dice Pablo- y Él quiere vivir en nosotros y darnos sus sentimientos de Hijo del Padre, para que no sintamos amados como El: “como el Padre me ama así os he amado yo”, “El padre está en mí y yo en él”. Este Jesús es el de la buena noticia: “nunca os dejaré solos, siempre, todos los días estaré con vosotros”. Y el que invita y desea esta unidad para nosotros, la de la Trinidad: “Que sean uno, como Tú y yo somos uno, para que el mundo crea”. Para esta experiencia de absolutez y de amor nos ha prometido su Espíritu. Hemos conocido realmente al Hijo porque nos ha dado al Padre.
El Espíritu Santo
Del Espíritu no deberíamos hablar, sólo sentir. Es el Don de Cristo, quien lo tiene le pertenece. ¿Se puede definir lo que es amar, enamorarse, ser hijo, ser padre, amigo, hermano? no, sólo el que ama y lo es, lo sabe. El Espíritu de Cristo es el que potencia en nosotros los sentimientos de Cristo, el que nos descubre habitados por el amor del Padre y del Hijo, empujándonos en un horizonte de futuro y de sentido que nada ni nadie nos podrá quitar jamás: “nadie nos podrá separar jamás del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús…porque el que tiene el Espíritu de Cristo le pertenece”. El Espíritu es la fuerza de la relación amorosa que nos identifica y nos une, sacándonos de toda soledad. Por eso Jesús lo tenía claro, “os conviene que yo me vaya…cuando me vaya os enviaré mi Espíritu…y vosotros haréis cosas mayores que yo…”. Es en el Espíritu donde el Padre y el Hijo se dan totalmente sin reservas: “El Espíritu está sobre mí…Este es mi hijo amado, el predilecto…Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Recibir el Espíritu es entrar en estar relación amorosa de la que tanto nos han hablado nuestros místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Es desde esta clave de amor como pedimos con el himno: “Ven espíritu divino…entra hasta el fondo del alma divina luz y enriquécenos…”. El Padre y el Hijo nos han dado el Espíritu de su amor.
El absoluto
En el misterio de la historia y de la economía de la salvación hemos ido descubriendo la personalidad de nuestro Dios Padre, Hijo y Espíritu, y en ellos hemos descubierto el horizonte absoluto de la naturaleza divina, en su unidad amorosa. Un horizonte de vida y de esperanza en el que se resuelve el enigma de lo humano y la cuestión de nuestro sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario