"Ventana abierta"
P. Leonardo Molina García. S.J.
La Virgen María para Jean-Paul Sartre
Sartre decide no mostrar a la Virgen,
a José y al Niño en escena. No los hace personajes de su obra. El espectador nunca los verá. Pero describe el
portal a través del narrador de la siguiente manera:
«Voy a aprovechar este respiro para
mostraros a Cristo en el establo; porque será el único momento en que lo
veréis: no aparece en la obra; como tampoco José ni la Virgen
María, Pero ,como hoy es Navidad, tenéis derecho a que se os enseñe el Portal
de Belén.
Aquí lo tenéis.
He aquí a la Virgen, y aquí san José y aquí el Niño Jesús (…).
La Virgen está pálida y mira al Niño.
Lo que habría que pintar es su cara
sería un gesto de asombro, lleno
de ansiedad, que no ha aparecido más que una vez
en su rostro humano.
Y es que Cristo es su hijo, carne de su
carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo ha llevado en su seno, y
ella le dará el pecho. Y su leche. Se convertirá en la sangre de Dios. De vez
en cuando,
la tentación es tan fuerte que, se olvida de que, Él es Dios. Le estrecha, entre sus
brazos y le dice “mi pequeño”. Pero, en otros momentos, se queda sin
habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios
mudo ante este Niño que infunde respeto.
Porque todas las madres se han visto así
alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y
se sienten corno exiliadas ante esa vida nueva que han hecho con su vida, pero
en la que habitan pensamientos ajenos:
Mas ningún niño ha sido arrancado tan
cruel y rápidamente de su madre como éste, pues Él es Dios y sobrepasa por
todas partes lo que ella puede imaginar.
Y es una dura prueba para una madre tener
vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros
momentos, rápidos y fugaces, en los que siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios.
Le mira y piensa: Este
Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí.
Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se
parece a mí, Es Dios y se parece a mí:
Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola.
Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito, que sonríe y que respira, un Dios al que se
puede tocar; y que vive.
Es en uno de esos momentos como pintaría yo a María si fuera pintor, y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella acerca el dedo para tocar la dulce y suave piel de este niño‑ Dios, cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe».
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