"Ventana abierta"
LA NIÑA DE LOS FÓSFOROS
Érase una vez un día de diciembre muy, muy
frío. Había nevado durante toda la mañana y la tarde, y la noche comenzaba a
caer; era la última noche del año, la famosa noche conocida por el nombre de
San Silvestre.
Bajo la oscuridad de la noche y el penetrante frío, una pequeña niña caminaba descalza y apenas abrigada por las nevadas calles del pueblo. La pequeña había salido de su hogar con zapatillas, pero era tan pobre, que llevaba unos zapatos más grandes de su talla, y desgraciadamente, los perdió por el camino mientras cruzaba la calle rápidamente para no ser atropellada.
Para ganarse unas monedas, llevaba todo el día intentando vender fósforos sin éxito.
Agotada y con su cabello dorado cubierto de nieve, se acomodó junto a una casa y rodeó sus piernas con los brazos para resguardarse del frío.
“No puedo volver
así a casa, sin un centavo, papá se enfadará mucho conmigo y no podré cenar”.
“Además, en casa también hace mucho frío… ¿Y si enciendo un fósforo? ¿Se dará cuenta papá? ¡Mis manos se están entumeciendo!”.
Así que cogió un fósforo y entre las manos lo frotó con la caja. Inmediatamente, las chispas saltaron y se encendió una pequeña llama que se sentía muy calentita.
Por un momento, se sintió como si estuviera al lado de una pequeña chimenea.
En el momento en que la pequeña estiró sus piececitos, la llama se apagó, haciendo desaparecer cualquier ilusión que la pequeña estaba imaginando.
Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared se hizo tan transparente como una gasa.
La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó.
Todas las luces del nacimiento se elevaron. Y comprendió entonces, que las únicas luces que quedaban allí eran as de las estrellas y la luna. Mientras observaba tristemente, una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo, y al ir cayendo se convirtió en una estrella fugaz.
Y es que, eso solía contarle su dulce abuelita, la única persona que de verdad la amó alguna vez, pero ya había fallecido. Le contó que cada vez que una estrella caía era porque un alma regresaba al cielo.
“¿Y si enciendo otra? Hace demasiado frío” – Pensaba tristemente la pequeña.
Así que, nuevamente, pero esta vez sin dudarlo, la pequeña encendió un nuevo fósforo, y de repente, estaba delante de un precioso árbol de navidad, un árbol muy grande y hermosamente decorado.
Entre las ramas de aquel árbol estaban prendidas unas velas y también colgaban hermosas estampitas, muy parecidas a las que había en los cristales de las casas del pueblo. Cuando la pequeña alzó sus manos, el fósforo dejó de resplandecer.
De nuevo frotó otro fósforo y de golpe apareció entre la luz de la cerilla su amada abuelita. Lucía diferente, angelical, y radiante... su aspecto era deslumbrador.
“¡Abuelita, eres tú!” – Exclamó la niña
“No me dejes aquí, abuelita, llévame contigo. Sé que te irás también una vez se apague este fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Pero no me dejes aquí, por favor”.
La pequeña decidió entonces encender todas las cerillas que llevaba encima, apresurándose a encender los fósforos que le quedaban con el fin de no perder a su abuela, con el afán de que su abuela no desapareciera al igual que las demás cosas. Tantas cerillas encendidas resplandecían más que la luz del pleno día, brillando los fósforos con luz más clara. Y vio cuán hermosa y grande era su abuela. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa.
Esta extendió sus brazos tomando a la pequeña niña y, envueltas las dos en un gran resplandor por la luz de los cerillos, y henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre, ni miedo. Estaban llegando a la mansión de Dios Nuestro Señor. Habían llegado al fin al Reino de Dios.
Pero al día siguiente, en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente… Así encontraron a la pequeña, congelada, muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo.
La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo, dando a pensar a la gente que la dulce niña había intentado calentarse con ellos. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente.
Desgraciadamente, nadie supo jamás lo que había sucedido aquella noche. Nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
FIN
Aprendizaje, lección o moraleja del cuento de la niña de los fósforos o cerillos: La moraleja de la fábula o cuento de la cerillera es que la bondad y el amor pueden brillar incluso en las situaciones más frías y desesperadas. La pequeña niña, a pesar de su sufrimiento, encontró calor y felicidad en su último acto de generosidad hacia su abuela, mostrando que la compasión puede iluminar nuestras vidas más allá de la oscuridad.
*Hans Christian Andersen
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