"Ventana abierta"
P. Leonardo Molina García. S.J.
DOMINGO DE PENTECOSTÉS
José Luis Sicre
Cuenta el libro de los Hechos de los
Apóstoles que Pablo encontró cierta vez en Éfeso un grupo de cristianos
desconocidos. Algo debió de resultarle raro porque les preguntó: “¿Recibisteis
el Espíritu Santo cuando comenzasteis a creer?” La respuesta fue rotunda: “Ni
siquiera hemos oído que hay un Espíritu Santo”. Si Pablo nos hiciera hoy la
misma pregunta, muchos cristianos deberían responder: “Sé desde niño que existe
el Espíritu Santo. Pero no sé para qué sirve, no influye nada en mi vida. A mí
me basta con Dios y con Jesús”. Esta respuesta sería sincera, pero equivocada.
Las palabras que acaba de pronunciar las ha dicho impulsado por el Espíritu
Santo. Tiene más influjo en su vida de lo que él imagina. Y esto lo sabemos
gracias a las discusiones y peleas entre los cristianos de Corinto.
La importancia del Espíritu (1 Corintios
12,3b-7.12-13)
Los corintios eran especialistas en crear
conflictos. Una suerte para nosotros, porque gracias a sus discusiones tenemos
las dos cartas que Pablo les escribió. La que originó la lectura de hoy no
queda clara, porque el texto, para no perder la costumbre, ha sido mutilado.
Quien se toma la pequeña molestia de leer el capítulo 12 de la Primera carta a
los Corintios, advierte cuál es el problema: algunos se consideran superiores a
los demás y no valoran lo que hacen los otros. Con una imagen moderna, es como
si un arquitecto despreciase, y considerase inútiles, al delineante que elabora
los planos, al informático que trabaja en el ordenador, al capataz que dirige
la obra y, sobre todo, a los obreros que se juegan a veces la vida en lo alto
del andamio.
La sección suprimida en la lectura
(versículos 8-11) describe la situación en Corinto. Unos se precian de hablar
muy bien en las asambleas; otros, de saber todo lo importante; algunos destacan
por su fe; otros consiguen realizar curaciones, y hay quien incluso hace
milagros; los más conflictivos son los que presumen de hablar con Dios en
lenguas extrañas, que nadie entiende, y los que se consideran capaces de
interpretar lo que dicen.
Pablo comienza por la base. Hay algo que
los une a todos ellos: la fe en Jesús, confesarlo como Señor, aunque el César
romano reivindique para sí este título. Y eso lo hacen gracias al Espíritu
Santo. Esta unidad no excluye diversidad de dones espirituales, actividades y
funciones. Pero en la diversidad deben ver la acción del Espíritu, de Jesús y
de Dios Padre. A continuación de esta fórmula casi trinitaria, insiste en que
es el Espíritu quien se manifiesta en esos dones, actividades y funciones, que
concede a cada uno con vistas al bien común.
Además, el Espíritu no solo entrega sus
dones, también une a los cristianos. Gracias al él, en la comunidad no hay
diferencias motivadas por el origen (judíos - griegos) ni por las clases
sociales (esclavos - libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también
elimina las diferencias basadas en el género (varones - mujeres). Hoy día somos
especialmente sensibles a la diferencia de género. No podemos imaginar lo que
suponía en el siglo I las diferencias entre un esclavo (por más cultura que
tuviese) y un ciudadano libre, ni entre un cristiano de origen judío (algunos
se consideraban lo mejor de lo mejor) y un cristiano de origen pagano, recién
bautizado (para algunos, un advenedizo). [Solo hay un tema en el que ha
fracasado el Espíritu: en unir a independentistas y nacionalistas].
En definitiva, todo lo que somos y tenemos
es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue
presente entre nosotros.
¿Cómo comenzó la historia? Dos versiones
muy distintas.
Si a un cristiano con mediana formación
religiosa le preguntan cómo y cuándo vino por vez primera el Espíritu Santo, lo
más probable es que haga referencia al día de Pentecostés. Y si tiene cierta
cultura artística, recordará el cuadro de El Greco, aunque quizá no haya
advertido que, junto a la Virgen, está María Magdalena, representando al resto
de la comunidad cristiana (ciento veinte personas según Lucas).
Pero hay otra versión muy distinta: la del
evangelio de Juan.
La versión de Lucas (Hechos de los
apóstoles 2,1-11)
Lucas es un entusiasta del Espíritu Santo.
Ha estudiado la difusión del cristianismo desde Jerusalén hasta Roma, pasando
por Siria, la actual Turquía y Grecia. Conoce los sacrificios y esfuerzos de
los misioneros, que se han expuesto a bandidos, animales feroces, viajes
interminables, naufragios, enemistades de los judíos y de los paganos, para
propagar el evangelio. ¿De dónde han sacado fuerza y luz? ¿Quién les ha
enseñado a expresarse en lenguas tan diversas? Para Lucas, la respuesta es
clara: todo eso es don del Espíritu.
Por eso, cuando escribe el libro de los
Hechos, desea inculcar que su venida no es solo una experiencia personal y
privada, sino de toda la comunidad. Algo que se prepara con un largo período
(¡cincuenta días!) de oración, y que acontecerá en un momento solemne, en la
segunda de las tres grandes fiestas judías: Pentecostés. Lo curioso es que esta
fiesta se celebra para dar gracias a Dios por la cosecha del trigo, inculcando
al mismo tiempo la obligación de compartir los frutos de la tierra con los más
débiles (esclavos, esclavas, levitas, emigrantes, huérfanos y viudas).
En este caso, quien empieza a compartir es
Dios, que envía el mayor regalo posible: su Espíritu. El relato de Lucas
contiene dos escenas (dentro y fuera de la casa), relacionadas por el ruido de
una especie de viento impetuoso.
Dentro de la casa, el ruido va acompañado
de la aparición de unas lenguas de fuego que se sitúan sobre cada uno de los
presentes. Sigue la venida del Espíritu y el don de hablar en distintas
lenguas. ¿Qué dicen? Lo sabremos al final.
Fuera de la casa, el ruido (o la voz de la
comunidad) hace que se congregue una multitud de judíos de todas partes del
mundo. Aunque Lucas no lo dice expresamente, se supone que la comunidad ha
salido de la casa y todos los oyen hablar en su propia lengua. Desde un punto
de vista histórico, la escena es irreal. ¿Cómo puede saber un elamita que un
parto o un medo está escuchando cada uno su idioma? Pero la escena simboliza
una realidad histórica: el evangelio se ha extendido por regiones tan distintas
como Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto,
Libia y Cirene, y sus habitantes han escuchado su proclamación en su propia
lengua. Este “milagro” lo han repetido miles de misioneros a lo largo de
siglos, también con la ayuda del Espíritu. Porque él no viene solo a cohesionar
a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame
«las maravillas de Dios».
La versión de Juan 20, 19-23
Muy distinta es la versión que ofrece el
cuarto evangelio. En este breve pasaje podemos distinguir cuatro momentos: el
saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece, el envío y el don del
Espíritu.
El saludo es el habitual entre los judíos:
“La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula,
porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de
paz.
Esa paz se la concede la presencia de
Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al
mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del
sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se
convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría.
Todo podría haber terminado aquí, con la
paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de apariciones
nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina el plan de
Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles.
El final lo constituye una acción
sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo
hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de
importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede
significar “viento” y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento)
infunde el Espíritu Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión
que acaban de encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán
en contacto con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas
habrá que distinguir entre quiénes pueden ser aceptadas en la comunidad
(perdonándoles los pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles
los pecados).
Resumen
Estas breves ideas dejan clara la
importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia.
El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el
misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia
fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla.
Hoy es buen momento para pensar en lo que hemos recibido del Espíritu y lo que
podemos pedirle que más necesitemos.
El don de lenguas
«Y empezaron a hablar en diferentes
lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema
consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o
de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que
se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que
«cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es
válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de
Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que
nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar
«lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).
El primero es fácil de racionalizar. Los
primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que
tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas
desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil,
sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que
parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del
Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho
esfuerzo.
El segundo fenómeno es más complejo. Lo
conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella
comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este
don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno
podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de
hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos
extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los
sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace
falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que
este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación
con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje
ininteligible que es interpretado por el “profeta”).
Sin embargo, no es claro que esta interpretación
tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos
actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial
me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin
ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como
indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene
algún no creyente, pensará que todos están locos.
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