"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA
Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del
Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que
Jesús nos encomendó.
La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta
de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto
el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel
protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como
el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor,
nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su
grandeza.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15),
Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él:
nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa
verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el
extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida
eterna.
Y podemos participar de esa vida eterna gracias
al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del
Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el
Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creo en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al
Padre de igual modo; y ese amor que los une es el Espíritu de la Verdad que se
derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.
Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del
Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que
Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones,
porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la
virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará
defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).
Jesús nos asegura, además, que lo que el
Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que
oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará,
porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el
Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha
manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre
(Jn 14,7).
No se trata de que el Espíritu nos revele
nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de
Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad
revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos
conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).
Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre
nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y
la Santa Tradición) guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar
a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.
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