"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEXTA
SEMANA DE PASCUA
La liturgia pascual continúa narrándonos la
misión evangelizadora de Pablo. En el pasaje que contemplábamos ayer lo vimos
en Atenas predicado en el areópago. A pesar de que logró algunas conversiones
no tuvo el éxito esperado, y la lectura de hoy (Hc 18,1-8) nos lo muestra
abandonando Atenas y dirigiéndose a Corinto.
Allí se encontró con Aquila y su mujer
Priscila, con quienes se juntó. Contrario a lo que el Espíritu le dictaba,
Pablo insistía en continuar tratando de convertir a los judíos, tal vez motivado
por su formación como fariseo. El fracaso de Pablo con los judíos de Corinto
fue rotundo. Tan solo Crispo, el jefe de la sinagoga, se convirtió. Ante los
insultos y la férrea oposición de los judíos, Pablo se sacudió la ropa y les
dijo: “Vosotros sois responsables de lo que os ocurra, yo no tengo culpa. En
adelante me voy con los gentiles”. Y así lo hizo.
Pablo permaneció en Corinto por aproximadamente
un año y medio, en donde logró muchas conversiones entre los gentiles, que
conformaron una comunidad cristiana a la que luego escribiría dos cartas. Pablo
pasó muchos dolores de cabeza con esa comunidad, pero no se rindió; continuó
predicando hasta que la semilla plantada dio fruto.
A nosotros muchas veces nos ocurre lo mismo en
medio del mundo arropado por el secularismo en que nos ha tocado vivir. Vemos
que nuestra predicación no rinde los frutos que esperamos o, al menos, no tan
rápido como quisiéramos. Tal vez inclusive puede que sea otro quien coseche los
frutos. Pero así es la semilla del Reino, que se siembra y va creciendo bajo
tierra, fuera de nuestra vista, hasta que el día propicio germina y da fruto.
Es ahí donde entra en juego el Espíritu Santo que nos da el don de la paciencia
que nos hace madurar; madurez que nos aviva la esperanza (Rm 5,3) y nos permite
seguir adelante.
La lectura evangélica (Jn 16,16-20) continúa
narrando la sobremesa de la última cena y el discurso de despedida de Jesús,
quien sigue tratando de explicar a sus discípulos su muerte inminente y su
posterior resurrección, algo que no entenderán hasta que ocurra. Jesús intenta
explicarle estos misterios utilizando una especie de juego de palabras: “Dentro
de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver”. Como no
comprenden, trata de explicárselos de otra manera: “Pues sí, os aseguro que
lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros
estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”.
Los discípulos no entendían en aquel momento
que Jesús tenía que morir y luego resucitar, para con su muerte y resurrección
abrirnos las puertas a la vida eterna. Antes de la última cena se los había
dicho y tampoco lo habían comprendido: “Les aseguro que si el grano de trigo
que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn
12,24).
¡Cuántas veces en nuestras vidas no podemos “ver” a Jesús en medio de la oscuridad que nos rodea! ¡Cuántas veces sentimos ese vacío, esa ausencia! Pero cuando tenemos la certeza de que si perseveramos en la oración, “dentro de poco” volveremos a verlo y “nuestra tristeza se convertirá en alegría”, nos sentimos consolados. Para eso tenemos que creer en Jesús y creerle a Jesús. Porque para Él no hay desierto ni abismo que no pueda conquistar.
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