"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
MARTES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA
“Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu
familia”. Palabras pronunciadas por Pablo y Silas al carcelero, al despertarse
por la sacudida tan violenta que hizo temblar los cimientos de la cárcel en que
se encontraban presos.
La primera lectura de hoy (Hc 16,22-34) nos
presenta el final de la estadía de Pablo en Filipos, en donde fundaron una
comunidad de creyentes. La predicación había sido bien acogida, hasta que
ocurrió el evento que provocó la reacción tan violenta que nos narra el pasaje
que leemos hoy, en el cual la gente se amotinó contra Pablo y Silas, lo que
hizo que los magistrados dieran orden de que los desnudaran y apalearan, para luego
encarcelarlos. ¿Qué causó esa reacción?
La respuesta es sencilla: expulsaron un
espíritu adivino que poseía a una esclava, a quien sus amos explotaban
sacándole gran beneficio económico. Ese decir, todo iba bien hasta que
afectaron sus bolsillos. En lugar de alegrarse porque la mujer había sido
liberada de un espíritu, se enfurecieron por la pérdida económica que esa
liberación implicaba. ¡Cuántas veces vemos cómo las personas anteponen su
interés económico a los intereses del Reino! Tan solo tenemos que recordar el
pasaje del joven rico (Mt 19,16-23).
Una vez encarcelados, Pablo y Silas oraban
cantando himnos al Señor mientras los otros presos los escuchaban. Me pregunto
qué pensarían esos presos al sentir a esos “locos” cantando himnos, heridos por
la paliza y en medio de aquella mazmorra inmunda. Lo cierto es que, asistidos y
fortalecidos por el Espíritu Santo, estaban viviendo las palabras del
Evangelio: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se
los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces,
porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera
persiguieron a los profetas que los precedieron” (Mt 5,11-12).
Esa alegría, producto de sentirse acompañados
por el Paráclito en el cumplimiento del mandato de Jesús (Cfr. Mc 16,5), al punto que fueron liberados de
sus cadenas, fue la que hizo que el carcelero se contagiara, se arrojara a los
pies de Pablo y Silas, y les preguntara: “Señores, ¿qué tengo que hacer para
salvarme?”, provocando la contestación que citamos al comienzo de esta
reflexión.
El poder de la Palabra de Dios hizo morada en
aquél carcelero, quien se los llevó a su casa “a aquellas horas de la noche,
les lavó las heridas, y se bautizó en seguida con todos los suyos, los subió a
su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber
creído en Dios”. Esta escena nos evoca el episodio de Zaqueo, el jefe de
publicanos, a quien Jesús le dijo al recibirle en su casa en medio de un
ambiente festivo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9; Cfr. Lc 15,7).
La lectura evangélica de hoy (Jn 16,5-11) nos
apunta a la necesidad de que Jesús se fuera al Padre y enviara el Paráclito a
los discípulos. El Espíritu podía acompañarles a todos, todo el tiempo y en
todo lugar, sin que fuera necesaria la presencia física de Jesús.
Por eso tenemos que alabar y bendecir al Señor
en todo momento y en todo lugar, invocando el auxilio del Espíritu defensor,
especialmente en los momentos de tribulación, de prueba. Y entonces veremos
cómo se manifiesta la gloria de Dios en nuestras vidas, y cómo esa
manifestación “toca” a otros. Esa es la mejor predicación que podemos llevar a
cabo.
Ya “huele” a Pentecostés…
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