"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2)
“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a
sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a
sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida
la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.
Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O
qué podrá dar uno para recobrarla?”. Con esa sentencia comienza la lectura
evangélica que nos regala la liturgia para hoy (Mc 8,34–9,1).
Jesús no se cansa de repetirlo. Él nos ofrece
la vida eterna, la felicidad eterna en presencia del Dios uno y trino,
arropados de ese Amor infinito que solo Él puede prodigarnos, sin
interrupciones, sin distracciones. Disfrutar de la “visión beatífica” de que
nos habla santo Tomás de Aquino. ¿A quién le amarga un dulce?, dice el refrán.
Pero ese dulce viene acompañado de lo que yo llamo la “letra chica”, que dice:
“Carga con tu cruz y sígueme”. Uf, ¡qué difícil! Ahí es donde muchos se
desaniman. Entonces resuenan las palabras de Jesús a los Doce cuando muchos de
muchos discípulos comenzaron a abandonarlo porque encontraban “muy duro” su
mensaje: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).
En una ocasión escuché una homilía en la que el
predicador comparaba la cruz que Cristo nos invita a cargar para nuestra
salvación con el efecto secundario de un medicamento capaz de curarnos de una
enfermedad. Se me ocurre tomar como ejemplo la quimioterapia, que es capaz de
curar un cáncer o, al menos, prolongar considerablemente la vida del paciente,
pero cuyos efectos secundarios son incómodos, desagradables, y hasta dolorosos.
Así, podríamos decir que la cruz es el “efecto secundario” del seguimiento de
Jesús.
Si somos capaces de soportar los efectos
secundarios desagradables de un tratamiento médico para prolongar la vida
terrenal, que de todos modos es temporal y va a terminar como quiera, ¿por qué
se nos hace tan difícil aceptar la cruz que Cristo nos invita a cargar para
alcanzar la vida eterna?
Lo mismo ocurre con los atletas, quienes sufren
privaciones, se someten a estrictas disciplinas, y llevan su cuerpo a límites
cada vez más extremos, a costa de dolor físico y agotamiento mental, con la
esperanza (nunca la certeza) de ganar una carrera, o un partido, o cualquier
otro evento deportivo. “Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona
corruptible!; nosotros en cambio, por una incorruptible” (1 Cor 9,25). ¿Cuánto
más estaremos dispuestos a soportar con tal de alcanzar la “corona de gloria
que no se marchita” que Cristo nos tiene prometida? Cfr. 1 Pe 5,4.
El Señor tiene una cruz para cada uno de
nosotros. Cuando enfrentado con tu cruz el Señor te pregunte si tú también
quieres marcharte, ¿qué le vas a contestar? Recordemos la contestación de Simón
Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y
nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).
Recuerda, el Señor te invita a seguirle. El
precio es alto, pero la recompensa es eterna.
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