"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SÉPTIMA
SEMANA DEL T.O. (2)
“El que no está contra nosotros está a favor
nuestro”.
El egoísmo, el protagonismo, la mezquindad, se
repiten a lo largo de la historia, y los que pretendemos seguir al Señor no
somos la excepción. Y la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy
(Mc 9,38-40), es un vivo ejemplo de ello. Nada menos que Juan, “el discípulo
amado”, le dice a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu
nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”. “No es de
los nuestros…” ¿Podemos pensar en una frase más egoísta, más excluyente, más
discriminatoria, más “clasista”, más divisoria que esa? ¿Dónde quedó aquello de
“en esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se
tengan los unos a los otros” (Jn 13,35)?
Hoy día no es diferente. ¿Cuántas veces vemos
esas divisiones, esas distinciones, entre los diversos grupos o movimientos
dentro de una misma parroquia, e inclusive dentro de un mismo grupo o
movimiento? ¿Cuántos celos entre feligreses porque alguien que “acaba de
llegar” puede y hace algo igual o mejor que los que lo han venido haciendo
hasta ahora, y pretendemos excluirlo porque “no es de los nuestros”? ¡Cuánto
resentimiento, cuánto “chisme” porque el párroco, o el diácono, o el director
del movimiento le encomendó a otro feligrés alguna tarea o función que “es
mía”!
La respuesta de Jesús a Juan (y a nosotros) no
se hace esperar: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre
no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor
nuestro”. Si estamos actuando en nombre de Jesús, ¿cómo podemos estar en contra
de que otros lo hagan? ¿Acaso pretendemos tener el monopolio de la persona y el
nombre de Jesús?
A veces se nos olvida que el Espíritu reparte
sus carismas según lo estima necesario para el funcionamiento de la Iglesia, que
no es otra cosa que el pueblo santo de Dios reunido en su nombre. ¿Quiénes
somos nosotros para dictar a quién o quiénes el Espíritu reparte sus carismas?
¡Ojalá todos tuvieran el carisma de profetizar,
o de hablar en lenguas, o de interpretarlas, o de enseñar, o de la oración, o
de hacer milagros, o de tantos otros múltiples carismas que el Espíritu pueda
estimar necesarios para el buen funcionamiento del Cuerpo místico de Cristo!
Pidamos al Señor que derrame su Espíritu sobre
toda su Santa Iglesia, y alegrémonos cuando veamos a nuestros hermanos
desarrollar los carismas que ese Espíritu ha dado a cada cual y ponerlos al
servicio del Pueblo de Dios.
Sin adelantar juicios que en este espacio
limitado no podemos abordar, este pasaje también debe llevarnos a reflexionar
sobre el papel de aquellas otras confesiones cristianas que con pleno
convencimiento y de buena fe predican, en nombre de Jesús, el mensaje de la
Buena Noticia del Reino. ¿Se lo vamos a impedir porque no son “de los nuestros?
“…para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también
sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).
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