"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SÉPTIMA
SEMANA DEL T.O. (2)
Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este
precepto. Al principio de la creación Dios “los creó hombre y mujer”.
La liturgia de hoy nos presenta a los fariseos
una vez más poniendo a prueba a Jesús, para ver si “resbala” para poder
acusarlo de predicar contrario a la Ley de Moisés o, al menos, desprestigiarlo
(Mc 10,1-12). El asunto que le plantean tiene tanta o más vigencia hoy que en
aquél momento.
La pregunta es una cargada: “¿Le es lícito a un
hombre divorciarse de su mujer?” Jesús no pierde tiempo y, sabiendo lo que le
van a contestar, les devuelve la pregunta: “¿Qué os ha mandado Moisés?” La
respuesta no se hace esperar: “Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer
un acta de repudio”. Jesús lo sabe, en su tiempo el divorcio era legal en ciertas
circunstancias. Jesús, un verdadero maestro del debate, los desarma con su
respuesta: “Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al
principio de la creación Dios ‘los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola
carne’. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido,
que no lo separe el hombre”.
Jesús deja establecida la diferencia entre un
precepto y un mandamiento. La ley del Deuteronomio no es un mandamiento; es un
precepto, un “permiso” que Moisés se vio prácticamente obligado a concederles
“por vuestra terquedad”. Pero ese precepto no alteró de modo alguno la ley
fundamental del matrimonio, que permaneció intacta. Jesús va a las mismas raíces
de la ley, a la creación, a la ley del matrimonio contenida en la Palabra de
Dios (Gn 1,27; 2,24): “macho y hembra los creó”… “Por eso abandonará el hombre
a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”.
Cualquier desviación de esa ley no es mandamiento de Dios, es precepto de
hombre, y no puede prevalecer en contra de aquél.
Todo está en la voluntad expresa de Dios al
crear al hombre y a la mujer con diferentes sexos para que se complementaran,
para que pudieran unirse y formar “una sola carne”, para cumplir el mandato de:
“Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”. Esa es la base
del matrimonio establecido por Dios. Y su indisolubilidad la encontramos, tanto
en el hecho de que en lo adelante ya no serán dos, sino que “serán los dos una
sola carne”, como en la radicalidad del voto, que implica romper con todos los
lazos familiares sagrados para los judíos: “Por eso abandonará el hombre a su
padre y a su madre”. No hay términos medios; no hay marcha atrás. “Lo que Dios
ha unido, que no lo separe el hombre”.
Hoy día vivimos en una sociedad sujeta a las
“modas”, al relativismo moral, al culto al placer, a la búsqueda constante de
la satisfacción personal, la que se ha elevado a nivel de “derecho”. Es la
cultura del “yo”; “y ‘como Dios es amor’, Él tiene que reconocer mi derecho a
buscar mi propia ‘felicidad’”, aunque ello implique negar unos principios y
mandamientos fundamentales de la Ley de Dios. En otras palabras, pretendemos
imponerle a Dios nuestras propias pautas de lo que es lícito y lo que no lo es.
Estamos dispuestos a quemar el Decálogo, y hasta al mismo Dios, en aras de
nuestra “felicidad”. Pretendemos redefinir el matrimonio y, de paso, hacerlo
sujeto a la voluntad de los contrayentes.
¿Hasta dónde vamos a llegar? Señor, ten piedad
de nosotros…
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