"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1)
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc
10,25-37), nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta
parábola se han escrito “ríos de tinta”. Además de la historia, edificante por
demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del
samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del
samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de
Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un
reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del
Reino”.
La parábola está precedida por una discusión
sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al
prójimo como a ti mismo”; mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta
escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus
hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este
último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo,
no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al
pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me
refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de
pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al
hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos
incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc.,
etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo
necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si
me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”
“En el atardecer de nuestra vida seremos
juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él;
¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer;
tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio
final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de
comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con
abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno,
como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para
pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la
capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar
nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada
uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que
no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de
mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el
levita de la parábola!
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