"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (1)
“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y
ojalá estuviera ya ardiendo!”. Estoy seguro que con esa frase tan impactante,
con la que comienza la lectura evangélica de hoy (Lc 12,49-53), Jesús logró
captar la atención de sus discípulos. “He venido a prender fuego en el mundo”…
¿Qué quiso decir Jesús con esa frase tan radical?
El fuego es un símbolo recurrente en el
lenguaje bíblico, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y siempre se
asocia con la presencia de Dios, o con Dios mismo, o como símbolo de la
purificación que solo Dios puede proveer, o como el “juicio” de Dios. Así, por
ejemplo, lo encontramos en la zarza ardiendo que Moisés encuentra en el Horeb
cuando Dios le encomienda la misión de liberar al pueblo judío de la esclavitud
en Egipto (Ex 3,1-6); también en el fuego (Ex 19,18) que acompañó la entrega
del decálogo en el Sinaí, y en los holocaustos ofrecidos en el Templo, donde
los animales sacrificados eran pasados por el fuego que simbolizaba el juicio
final que purificará todas las cosas.
Las alusiones en el Nuevo Testamento son
también numerosas. Así, a manera de ejemplo, se nos habla del fuego que ha de
quemar la cizaña (Mt 13,40), las lenguas “como de fuego” que descendieron sobre
los presentes en Pentecostés (Hc 2,3-4), el fuego que Jesús rehusó hacer llover
del cielo sobre los samaritanos que se negaron a darles posada (Lc 9,54), y
cómo les “ardía el corazón” a los discípulos de Emaús (Lc 24,32).
El mismo fuego que hacía arder el corazón de
los de Emaús arropa y hace arder el corazón de todo el que se abre a la
Palabra de Dios y la pone en práctica; es el fuego del Espíritu Santo que le
impulsa a evangelizar, a compartir la Buena Noticia del Reino. Pero el mensaje
de Jesús tiene lo que yo llamo la “letra chica”. Jesús exige radicalidad en el
seguimiento (Mt 16,24-25), no admite términos medios (Cfr.Ap 3,15-16). Por eso no podemos mirar atrás
una vez ponemos “la mano en el arado” (Lc 9,62).
El mensaje de Jesús siempre fue motivo de
controversia. Desde la presentación en el Templo, el anciano Simeón, “movido
por el Espíritu Santo”, había profetizado que el niño sería “signo de
contradicción”. Jesús está consciente de ello: “¿Pensáis que he venido a traer
al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará
dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra
el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la
madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
Lo grandioso, y terrible, del mensaje de Jesús es
que “desnuda” a los que lo reciben y los enfrenta con su podredumbre. De ahí el
rechazo, la burla y la persecución que sufrió Él y todos los que decidimos
seguirle y proclamar su Palabra. Nadie dijo que esto era fácil. Por eso muchos
le abandonaron (Cfr.
Jn 6,66) y le siguen abandonando. Pero los que creemos en Él y le creemos,
sabemos que vale la pena, pues sabemos que Él tiene “palabras de vida eterna”
(6,68). Anda, ¡atrévete!
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