De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA
OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1)
Papa Francisco no aceptó los privilegios y
entró en la fila del café igual a los demás…
En la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y
doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al
“cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”.
Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por
encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más
que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada
que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar
no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de
nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam 16,7).
Así, critica también inmisericordemente a
aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las
sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en
posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos
no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el
derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes
discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que
asumamos nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el
derecho, que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario
seremos cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas,
que presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por
dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la
paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr. Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también
seremos juzgados. Es a lo que se refiere san Pablo en la primera lectura de hoy
(Rm 2,1-11) cuando nos dice: “Y tú, que juzgas a los que hacen eso, mientras tú
haces lo mismo, ¿te figuras que vas a escapar de la sentencia de Dios?”.
Ese es el problema del hipócrita; que le
presenta una cara al mundo mientras su corazón está lleno de mezquindad y
pecado. Podrá engañar a la gente, pero no a Dios “que ve en lo secreto”. Ese es
incapaz de recibir el beneficio del sacrificio de la Cruz, porque llega el
momento en que se cree que “es” el personaje que está interpretando.
En muchas ocasiones el papa Francisco nos ha
invitado a todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis
en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los
títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los
pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las mismas.
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