"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1)
A Jesús y a los Doce les acompañaban un grupo de mujeres, entre las que se encontraba María Magdalena, a quien la Orden de Predicadores venera como su protectora, “que le ayudaban con sus bienes”.
Como primera lectura,
la liturgia para hoy continúa brindándonos la primera carta a Timoteo
(6,2c-12), que hemos estado leyendo desde el pasado viernes. En aquella ocasión
dijimos que Pablo había dejado a Timoteo a cargo de la comunidad de Éfeso
cuando partió para Macedonia. En esta carta, una de las tres “cartas
pastorales” de Pablo, este instruye a su discípulo sobre la sana administración
y manejo de su comunidad eclesial.
En el pasaje de hoy le advierte sobre la importancia de mantener la sana
doctrina de Jesús que él mismo le ha instruido (“Si alguno enseña otra cosa
distinta, sin atenerse a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la
doctrina que armoniza con la piedad, es un orgulloso y un ignorante, que padece
la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir atendiendo sólo a las
palabras”), y le previene contra la tentación de lucrarse de su gestión,
advirtiéndole de las consecuencias de esa conducta: “los que buscan riquezas
caen en tentaciones, trampas y mil afanes absurdos y nocivos, que hunden a los
hombres en la perdición y la ruina. Porque la codicia es la raíz de todos los
males, y muchos, arrastrados por ella, se han apartado de la fe y se han
acarreado muchos sufrimientos”.
Tal parece que Pablo estuviese describiendo el ambiente religioso de
nuestro tiempo, en donde hay una secta para cada gusto y unos “pastores” que se
lucran de su predicación, convirtiendo su “iglesia” en un negocio personal,
predicando lo que sus feligreses quieren escuchar. Y es que la sociedad y la
civilización han evolucionado, pero la naturaleza humana y la corrupción han
permanecido constantes. No estamos generalizando, pues hay hombres de Dios que viven
el ideal evangélico, teniendo claro que “la piedad es una ganancia, cuando uno
se contenta con poco. Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él.
Teniendo qué comer y qué vestir nos basta”.
Del mismo modo que el apego al dinero y los bienes materiales se
convierten para nosotros en obstáculo para seguir a Jesús, para aquellos
encargados de predicar su Palabra tienen el efecto de tergiversar el mensaje de
Jesús y deformar su doctrina. O se concentran en llevar el mensaje, o en
recaudar dinero. No se puede servir a dos señores a la vez (Mt 6,24).
La lectura evangélica de hoy (Lc 8,1-3) nos muestra cómo Jesús “iba
caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio
del Reino de Dios”. Esa era su única preocupación (Lc 4,43), y toda su vida
giró en torno a esa misión. Nació pobre y así mismo murió. Le bastaba con tener
qué comer y qué vestir, pues el verdadero misionero depende de la Divina
Providencia (Cfr.
Mt 6,26).
Así, vemos cómo a Jesús y a los Doce les acompañaban un grupo de mujeres,
entre las que se encontraba María Magdalena, a quien la Orden de Predicadores
venera como su protectora, “que le ayudaban con sus bienes”.
Al igual que aquellas mujeres, todos los cristianos tenemos la obligación de contribuir, en la medida de nuestros medios, al sostenimiento de nuestra Iglesia, para que nuestros pastores puedan concentrarse en su misión de enseñar. Pero, ¡ojo!, que esa Palabra sea cónsona con el mensaje de Cristo.
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