"Ventana abierta"
Iglesia Nivariense Digital
«Dios es
aliado nuestro, no del virus»
«Dios participa en
nuestro dolor para vencerlo», y en medio de tanto sufrimiento causado por esta pandemia,
«es aliado nuestro, no del virus». Son las palabras del Padre Raniero
Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia, en la homilía de la celebración
de la Pasión del Señor, presidida por el Papa Francisco en la Basílica de San
Pedro.
El fraile capuchino lanzó un mensaje
contundente: «No hagamos que
tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes
sanitarios haya sido en vano. Construyamos una vida más fraterna, más humana y
más cristiana».
Compartimos la
homilía completa.
Ciudad del Vaticano
La tarde del 10 de abril, Viernes Santo, día en el que la Iglesia recuerda la
crucifixión y la muerte de Jesús, el Papa Francisco presidió la celebración de
la Pasión del Señor en una solemne Basílica de San Pedro vacía, sin la presencia
física de los fieles a causa de la pandemia del coronavirus que ha forzado el
aislamiento de millones de personas en todo el mundo.
El encargado de pronunciar la homilía fue el
padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia. A continuación,
compartimos el texto integral.
San Gregorio Magno decía que la Escritura cum
legentibus crescit, crece con quienes la leen1. Expresa significados siempre
nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla.
Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún,
con un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de
captar la respuesta que la palabra de Dios le da.
Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás
cometido en la tierra.
Podemos mirarlo desde dos perspectivas
diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus
efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos
confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: «Yo soy inocente de
la sangre de este hombre» (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus
efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de
Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos
de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5, 1-5)
Pero hay un efecto que la situación en acto nos
ayuda a captar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del
dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es
un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios
la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que
alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa.
Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del
dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que
hay una perla en el fondo de él.
Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió
por todos. «Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a
todos a mí» (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos!
«Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su
cama de hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos,
especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas
a la humanidad en Cristo». Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha
convertido también, a su manera, en una especie de «sacramento universal de
salvación» para el género humano.
¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la
situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las
causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte
escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más
atenta nos ayuda a captar. La pandemia del Coronavirus nos ha despertado
bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la
humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un
conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir
«del exilio de la conciencia». Ha bastado el más pequeño e informe elemento de
la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia
militar y la tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad
no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen»
(Sal 49,21). ¡Qué verdad es!
Mientras pintaba al fresco la catedral de San
Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se
sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo
mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los
andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo
habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el
color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto
hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.
Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra
tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos.
Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien
ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización
tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! «Tengo proyectos de paz, no
de aflicción», nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos
fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos
y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos
más pecadores que otros?
¡No! El que lloró un día por la muerte de
Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios
«sufre», como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos
avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios
participa en nuestro dolor para vencerlo. «Dios —escribe san Agustín—, siendo
supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus
obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal
mismo el bien».
¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su
Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad
humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al
de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos
y las pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una
especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral
del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según
sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con
antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la
casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama «sabiduría de Dios».
El otro fruto positivo de la presente crisis
sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los
pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco
litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la
verdad del grito de un nuestro poeta: «¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada
demasiado es el misterio» 5. Nos hemos olvidado de los muros a construir. El
virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las
distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás
cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no
debemos desaprovechar esta ocasión.
No hagamos que tanto dolor, tantos muertos,
tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano.
Esta es la «recesión» que más debemos temer.
De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).
Es el momento de realizar algo de esta profecía
de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a
la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes,
porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los
ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y
urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la
lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que
venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico
en humanidad.
La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero
que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone
en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso
palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en
nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces
para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para
conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes
a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto
de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el
mérito del beneficio recibido 6. Es él quien nos impulsa a hacerlo: «Pedid y
recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).
Cuando, en el desierto, los judíos eran
mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un
estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha
apropiado de este símbolo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto —le
dijo a Nicodemo— así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que
todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15).
También nosotros, en este momento, somos
mordidos por una «serpiente» venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue
«levantado» por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género
humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida
eterna.
«Después de tres días resucitaré», predijo
Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos
sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No
para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús.
Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!
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