"Ventana abierta"
Archidiócesis de Sevilla
Homilía del Arzobispo de Sevilla en el tercer domingo de Pascua
Es bien conocida la
escena que nos narra el evangelio de este domingo. Sucede en la misma tarde del
domingo de resurrección en el corto espacio de los once kilómetros que separan
Jerusalén de Emaús. Jesús se hace el encontradizo con dos discípulos que, deprimidos
tras la muerte del Maestro, retornan a su aldea. Jesús les descifra con las
Escrituras el significado de los acontecimientos que acaban de tener lugar en
Jerusalén. El evangelista nos da el nombre de uno de ellos, Cleofás, y Orígenes
nos dice que su acompañante era su propio hijo y que ambos eran parientes del
Señor.
Durante tres años han seguido a Jesús, deslumbrados por
la belleza de su doctrina, por el esplendor de sus milagros y por el atractivo
irresistible de su fuerza sobrehumana. Decepcionados y rotos por el drama del
Calvario, olvidan que Jesús anunció su propia resurrección al tercer día, y
vuelven a su aldea a la caída de la tarde para curar sus heridas refugiándose
en el trabajo cotidiano.
Pero Jesús no abandona a sus discípulos. En el caso de
los de Emaús, sale a su encuentro y camina con ellos. Lo descubren en la
Escritura que Jesús les explica iluminando sus mentes y caldeando sus
corazones. Lo redescubren, sobre todo, en la fracción del pan, en la Eucaristía
que Jesús consagra de nuevo, como hiciera por vez primera en la víspera de su
pasión. Entonces, se les abren los ojos y lo reconocen e inmediatamente vuelven
a Jerusalén, se reintegran en la comunidad, a la que narran lo que les ha
sucedido en el camino.
El evangelio de los de Emaús nos habla de la Escritura
y de la Eucaristía. Queridos hermanos y hermanas: os invito a crecer cada
día en conocimiento, amor y respeto por la Sagrada Escritura, que como nos dijo
el Concilio Vaticano II, debe ser la fuente primera de nuestra oración y meditación
y la inspiradora de nuestra existencia cristiana. La Sagrada Escritura contiene
la Palabra viva de Dios para nosotros, por ser un conjunto de libros inspirados por Dios.
En realidad, son libros humanísimos, y a la vez, divinos, que nos hablan y nos
revelan el sentido de la vida y de la muerte. Nos revelan, sobre todo, el amor
de Dios.
San Agustín escribió que, si todas las Biblias del
mundo desaparecieran y quedara sólo una copia, y de ella sólo fuera legible una
página, y de esta página una sola línea, si esta línea es la de la primera
carta de san Juan donde está escrito: «Dios es amor», toda la Biblia se habría
salvado, porque esas tres palabras son su mejor resumen. Así se explica que
haya personas sencillas, sin apenas cultura, que encuentran en la Biblia, sobre
todo en el Nuevo Testamento, respuestas verdaderas, consuelo, fortaleza, luz,
vida y esperanza.
Aprenden también a conocer y a amar a Jesucristo. Sólo
se ama aquello que bien se conoce. Sólo amaremos de verdad a Jesús y nos
entusiasmaremos en su seguimiento e imitación, si nos dejamos fascinar por su
vida, si de verdad le conocemos a través de la lectura asidua y diaria del
Evangelio. “Desconocer
la Escritura es desconocer a Cristo” nos dice san Jerónimo,
pues en él se encuentra “la
ciencia suprema de Cristo”, nos dice san Pablo (Fil. 3,8). San
Jerónimo nos dice además que la lectura de la Palabra de Dios debe hacerse en
un clima de piedad, de unción religiosa y de oración, en un clima de escucha de
quien nos habla a través de su Palabra y que espera nuestra respuesta en un
diálogo cálido y amoroso. Debe hacerse también con espíritu de conversión.
En la mesa familiar que es la Iglesia, ella parte y
comparte con nosotros el Pan de la Eucaristía, en la que se forja y modela
nuestra existencia cristiana y nuestra fraternidad. Sin ella no podemos vivir,
como proclamaban los mártires de Cartago en el año 304. ¿Cómo podríamos vivir
sin el pan celestial que nos brinda la Eucaristía, se pregunta san Ignacio de
Antioquia camino del martirio? Sin ella nos faltarían las fuerzas para luchar
contra el mal, para luchar contra el pecado, para dar testimonio de Jesucristo,
para confesarle delante de los hombres, para perdonar, amar y servir. En el
sacramento de su cuerpo y de su sangre el Señor robustece nuestra fe y alienta
nuestra esperanza en la vida eterna, fruto de la Pascua, en la que viviremos
dichosos con Cristo y con los Santos, en comunión de gozo y de vida con la
Santísima Trinidad.
La Eucaristía, alimento que restaura nuestras fuerzas,
nos ayuda a vivir la vida nueva inaugurada por la resurrección de Jesucristo,
una vida de piedad sincera vivida en la cercanías del Señor; una vida alejada
del pecado, de la impureza, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica,
honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la justicia, la
misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la generosidad; una vida, en
fin, asentada en la alegría y en el gozo de sabernos en las manos de nuestro
Padre Dios y, por ello, libres ya del temor a la muerte.
A Jesucristo, presente en su palabra y en el pan
eucarístico le pedimos que cese la epidemia que nos aflige. Encomendamos
también en este domingo a todas las víctimas de la epidemia que nos cerca y sus
familias y el rogamos que conceda el descanso eterno a los fallecidos, el
consuelo y la paz a sus familias, la salud a los enfermos y al personal
que les cuida. Así sea.
+
Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo
de Sevilla
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