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6 jun. 2015
BOSQUEJO BIOGRÁFICO DE SOR ÁNGELA - CAPÍTULO 02
CAPITULO II
[1]. La familia de Sor Ángela.-
[2]. Primeros años de su vida. – [3]. Su ingreso en el taller.- [4]. Conoce al
Padre Torres.
[1. La familia de Sor Ángela]
Escasísimas en verdad, son las noticias que
hemos podido adquirir relativas a la infancia de nuestra Madre, y ello es
debido en parte, a que el abrumador trabajo que supone el género de vida de las
Hermanas de la Cruz, impidió a éstas tomar notas y apuntes durante el tiempo en
que vivían las personas que de pequeña la conocieron y trataron. Por esta
razón, sólo podemos consignar los recuerdos que oralmente nos han transmitido
algunas Hermanas de las más antiguas.
De su padre se sabe que era cardador de lanas.
Vino a Sevilla desde Grazalema, de donde era natural, y aquí casó con una joven
costurera, concediéndoles el cielo catorce hijos, de los cuales, solamente seis
llegaron con vida a la mayor edad; tres de ellos varones: José, Antonio y
Francisco; y tres hijas: Joaquina, nuestra biografiada, -a la que aunque su
nombre de pila era María de los Angeles, siempre llamaron Angelita- y Dolores.
El padre era hombre bueno, de recta conciencia,
bien cimentado en religión y aficionado a leer libros devotos. Ya en la edad
madura fue cocinero de los Padres Trinitarios, en el convento de la Santísima
Trinidad , ocupado hoy por los Salesianos; y en aquella época, Joaquina y su
madre lavaban y cosían la ropa del citado convento.
Siendo aún muy niñas las dos pequeñas, no
sabemos en qué año, murió el padre, y pasado el tiempo que las leyes exigían,
Angelita, acompañada de su hermana mayor, Joaquina, recogió los restos y los
trasladaron desde el cementerio a la iglesia de la Trinidad, depositándolos en
una capilla lateral derecha, donde aún se conserva la lápida que pusieron,
aunque está ininteligible por haber sido repetidas veces blanqueada. Este favor
les fue concedido, en gracia del cariño filial que invocó para conseguir buen
resultado en sus gestiones, los años que en aquel convento había prestado
el padre sus servicios.
La madre, como ya hemos dicho, era sevillana,
con la gracia y las virtudes propias de esta tierra: bondadosísimo corazón,
inteligencia recta, imaginación viva, limpia hasta la pulcritud, gran disposición
para el trabajo, mucho talento práctico y lo que vale más que todo esto,
buenísima cristiana. Era muy devota del misterio de la Asunción de la Santísima
Virgen, de la cual tenía una imagen, y otra de nuestra Señora de los Dolores,
que aún se conserva en el Instituto. En una habitación de la casa ponían un
altar, donde celebraban el mes de Mayo, rezaban el Santo Rosario y satisfacía
la familia su devoción.
No obstante sus escasos recursos, procuraba
facilitar por todos los medios, que fuesen bautizados cuanto antes los niños
pobres del barrio, siendo madrina de muchos. Por el cariño especial que
profesaba a Nuestra Señora, la Virgen de los Reyes, ponía este nombre a las
niñas, y a los niños, José, lo cual evidencia la especial devoción que también
tenía al Santo Patriarca.
[Así recordaban las Hermanas a la
madre de Sor Ángela]
Aún la recuerdan muy bien las Hermanas más
Antiguas, sobre todo una, que siendo a su tiempo niña interna del Instituto,
pasó temporada con ella, debido a que habiendo contraído unas fiebres que no
lograba desterrar, el médico ordenó que cambiara de ambiente, y Sor Ángela
determinó mandarla con su madre, pensando, que como su casa resultaba entonces
casi en las afueras de la población, equivaldría esta medida a una temporada de
campo.
Dicen, que era bajita de estatura, gruesa, con
el cabello ondulado, las facciones grandes, y un conjunto de rostro muy
agraciado. Vestía a la manera que los pobres desahogados de su tiempo, y
llevaba sus trajes de percal muy limpios, planchados y almidonados, como
entonces se estilaban.
Usaba también uno de esos pañolones llamados por aquí
«de sandía», que dejando libre el escote le cubría la espalda, hombros y el
talle. A propósito de esto cuentan, que en una ocasión, ya fundado el
Instituto, pareciéndole a nuestra Madre que la suya tenía muy escotado el
pañuelo, fue a ponerle disimuladamente un alfiler cerrándoselo, y que ésta le
dijo graciosamente: «Mira, hija, tú sé todo lo buena y santa que quieras; pero
no me ahogues, que con esto no ofendo a Dios».
También recuerdan que en el patio había una
frondosa parra sembrada por Angelita (con la particularidad de que lo que la
niña plantó fue un sarmiento seco que parecía imposible pudiese prosperar), lo
limpio y ordenado que estaba todo en la casa, y la blancura de sus paredes.
En aquel ambiente aprendió Sor Ángela esos
hábitos de orden y de limpieza pulcra y esmerada que después imprimió en su
Compañía; pero sobrena¬turalizando la intención que la impulsaba, escribió
estas palabras: «Quiero que en nuestras casas esté todo muy limpio, mas no por
halagar mi inclinación natural, sino porque son casas de Dios».
Murió la madre el año mil ochocientos ochenta y
dos, a los siete de fundado el Instituto, y el día de la Virgen de los Reyes,
de que tan devota fue en vida. Las primeras Hermanas la llamaban «abuelita»,
diciendo con andaluza gracia, que si la hija era Madre de todas, la madre sería
abuela de las mismas. La asistieron y acompañaron en su última enfermedad y
muerte, y conservan con mucho cariño su recuerdo. Ella también las quería, e
iba con frecuencia a verlas cuando habitaban en la calle Lerena.
Nuestra Madre fue a verla cuando murió, mandada
por el P. Álvarez, que era entonces Director del Instituto, y recuerdan con
gran edificación que estuvo en la casa cortos momentos, que habló breves
palabras con su hermano Antonio, y se fue, dejando a otras Hermanas acompañando
el cadáver.
[Los hermanos de Sor Ángela]
Nada que merezca consignarse sabemos de los
hermanos: José, según creen, murió en Buenos Aires. Antonio contrajo matrimonio,
y tenía una tienda de cuadros en la calle Cerrajería (hoy Pi y Margall).
Nuestra Madre fue a verlo en su última enfermedad y a disponerlo para recibir
los Santos Sacramentos. Este decía que su hermana Angelita se había empeñado
desde chica en ser algo grande y que lo había conseguido. Francisco, el menor
de los hermanos, tuvo tres hijos llamados: Antonio, José María y Conchita,
únicos sobrinos carnales de nuestra Madre que viven a la fecha en que estamos
escribiendo.
De las hermanas, ella tenía predilección por
Joaquina, que habiendo casado y enviudado muy joven, vivía tan recogida y
devota que parecía una religiosa. Las Hermanas del Instituto recuerdan ese su
extraordinario recogimiento, que la hacía sentarse en un rincón desde donde no
se veía a nadie que pasara, cuando años más tarde venía por la casa, ya en la
calle de los Alcázares. Su hijo Anselmo, que como los demás ya ha muerto, tuvo
una hija que es hoy Hermana de la Cruz.
Dolores nació en Viernes Santo, y según contaba
nuestra Madre, hasta Resurrección no tomó el pecho. Decía con gracia: «Eso
quieren achacármelo a mí, pero yo sé bien que fue mi hermana Dolores». Era la
de facciones más finas y correctas; vivió mucho tiempo con su hermano Antonio y
fue siempre muy buena, aunque sin ese exterior tan modesto de Joaquina. Cuando
iba a su casa los domingos, llevaba sus trajes muy limpios y almidonados, y
Angelita la esperaba con ansia para dar un paseo por el barrio; la llevaba a
visitar los enfermos pobres y ella la acompañaba por darle gusto; pero
confesaba luego a sus hermanos que no le agradaba esta ocupación tanto como a
Angelita.
[2. Primeros años de su vida]
Los primeros años de la excepcional niña se
desenvolvieron en la casita que en el primer capítulo tuvimos el gusto de describir,
y en el cristiano ambiente de sencillez y paz, que a través de los recuerdos
familiares que anteceden se puede fácilmente adivinar.
Ella contaba que la bautizaron ante la imagen
de la Santísima Virgen de la Salud que se veneraba en su querida parroquia de
Santa Lucía, y que no obstante ser titular de ella la Virgen de la Rosa, la
imagen de la de la Salud, era preferida de todos los fieles; ésta sacaban en
las procesiones y ante ella rezaban el Santo Rosario todas las noches.
Cuando la ola de la revolución suprimió esta
parroquia, agregóse a la de San Julián, trasladándose a ella el archivo,
imágenes y pila del baptisterio donde Sor Ángela fue bautizada. Al fundar el
Instituto, pensó ella en su amada Virgen de la Salud, que tras las oportunas gestiones
le fue concedida, como detallaremos en su lugar; circunstancia que llenó de
júbilo a nuestra Madre y a todas las Hermanas, las cuales rivalizaron en el
amor a la preciosa y evocativa imagen. Fue elegida por patrona del Instituto y
es desde entonces extraordinario el culto y devoción que se le tiene.
En el incendio de la parroquia de San Julián,
acaecido el 9 de abril del pasado año 1932, a poco de morir la sierva de Dios,
quedó carbonizada la imagen de la «Santa Lucía», procedente de la extinguida iglesia
de su nombre, que era muy bella y de mérito artístico. La pila bautismal está
actualmente, dentro de los incendiados muros que fueron templo de S. Julián.
Convienen todos en la singular predilección que
le tenían sus padres, sin que esto excitara la emulación entre sus hermanos
que, también la preferían por ese encanto secreto de la virtud, que se impone
naturalmente y sin violencia.
[Algunos recuerdos de su
infancia]
Contaba su hermano Francisco que cierto día en
que el padre llevó a la casa un nido de pajaritos, estaban todos mirándolos, y
él, que en aquella ocasión se creía con derecho preferente al nido, por creerlo
cosa propia de niños, temiendo que Angelita lo pidiera, en cuyo caso perdía la
esperanza de poseerlo, le dijo al oído con gráfica vivacidad: «Angelita: como
pidas el nido te ahogo». Manifestando con estas palabras que su encendido
deseo no se resignaba aquel día a ceder, y la seguridad de no conseguirlo si a
ella se le antojaba. Pero Angelita le cedió gustosa el derecho, riendo con
todas sus ganas la ocurrencia del chiquillo.
Decía ella recordar que celebraban sus padres
mucho todo lo que hacía, y en relación con esto, que cierto día en que había
lavado unas prendas, su madre la colmó de elogios, y en cambio no dijo nada a
su hermana Joaquina que había lavado mucho más. Pero aquí hablaba su humildad,
pues su madre dijo siempre que las alabanzas que le prodigaba eran merecidas,
porque se esforzaba y hacía trabajos superiores a sus fuerzas.
Cosa en que convienen también cuantos de niña
la conocieron fue su inclinación a la piedad. Su familia cuidaba de un altar en
la tan mencionada iglesia de Santa Lucia y la frecuentaban bastante; la niña aprovechaba
todas estas ocasiones para satisfacer su inclinación. Y y su hermana Joaquina
contaba, que desde la edad de cuatro años, siempre que se perdía la encontraban
de rodillas en la iglesia, ante su querida Virgen de la Salud, hablando con su
«Madre», como ella graciosamente decía.
También contaba que aún sin tener uso de razón
conocía y hacía la reverencia ante el altar donde estuviese el Santísimo
Sacramento, y que cuando la llevaban a Misa, antes que a la Virgen buscaba el
Sagrario, donde rezaba con mucha devoción.
Y son palabras de ella, dichas con gracia un
día a las Hermanas, que confirman lo que antecede: «Yo todo el tiempo que podía
estaba en la iglesia, echándome bendiciones de altar en altar como hacen las
chiquillas».
Una ancianita que frecuentaba su casa refirió a
una de nuestras Hermanas que siendo pequeñilla, de unos tres años, ya andaba
aprendiendo el catecismo, y que un día en que el padre pedía a la madre dinero,
(entonces circulaban unas monedas llamadas de a cuarto) al oír la niña hablar
de «el cuarto» soltó rápidamente: «El cuarto honrar padre y madre».
Como su padre era tan piadoso, iba a todos los
sermones de la parroquia y a los de los Padres Capuchinos y se levantaba
siempre al Rosario de la Aurora. Angelita lo acompañaba a todo y decía recordar
que en el Rosario no iba más niña que ella y que le hacían mucha gracia la
devoción y las voces temblorosas con que cantaban los ancianos.
Nada sabemos de sus primeras confesiones, ni
qué Padre oiría las primicias de sus confidencias espirituales; tampoco hay
recuerdo detallado de su primera Comunión, para la cual se cree la preparó un
padre Capuchino; mas, en uno de sus cuadernitos inéditos queda un testimonio,
aunque breve, seguro; pues dice, escrito de su puño y letra: «Hice mi primera
Comunión de unos ocho años con recogimiento ». Estas palabras afirman la
preparación, reverencia y profundo respeto con que recibió el Pan de los
Ángeles.
[De conciencia delicada]
Consignaremos otro hecho que retrata muy al
vivo la fisonomía espiritual y la formación de la conciencia de nuestra
Angelita.
Cierto día en que estaba peinándose en su habitación, próxima a la
ventana, oyó las voces de un carrero, que con acompañamiento de gritos y
blasfemias, golpeaba a las mulas y quería sacar el carro de un bache donde se
le había atascado. Al oírlo ella se puso a llorar con gran desconsuelo por la
ofensa que hacían a Nuestro Señor, y tal era su aflicción que acercándose su
hermana Joaquina le dijo por consolarla: «¿Por qué te apuras? No ha dicho lo
que tú crees. El hombre ha dicho: Dios quiera que salga pronto». Y entonces,
con impulso rápido y decidido, con un increíble rendimiento de su juicio que
entendió oír algo tan distinto, sin recoger siquiera el suelto cabello, sale
corriendo a la plaza, se arrodilla delante del carrero y le dice humildemente:
«Perdóneme el mal juicio que de usted he hecho». Y quedándose el hombre cortado
y estupefacto ante la extraña actitud y palabras de la niña, hubo de salir
Joaquina, que explicó al carrero lo ocurrido dentro de la casa, motivando el
arranque y escena que presenciaron.
La mandadera del Beaterío de la Santísima
Trinidad , frontera a la casa de nuestra heroína, se llamaba también Angelita;
tuvo mucha intimidad con la familia por vivir en la casa de junto, y en cierta
ocasión hasta utilizaron una habitación de la de ellos para taller de bordados
que puso una de sus hijas. Contaba que todo el vecindario de la plaza se fijaba
en la extraordinaria devoción y dulzura de aquella niña, que en su habitación
hacían las dos familias juntas el Mes de María y que ponían el altar con muchas
flores y muy devoto.
[De escasa cultura]
De la instrucción que recibiera se sabe que
asistió algún tiempo a un colegio, mas no consta con certeza la calle donde
estaba situado, ni quién fuese la maestra. Ella contó un día a sus hijas,
que siendo muy niña la pusieron sus padres en un colegio, que como todos los de
aquel tiempo, estaba tan mal retribuido económicamente, que la familia se
ayudaba haciendo caramelos para venderlos luego. Las chiquillas los compraban,
y un día se le ocurrió a Angelita decirles: «No compréis caramelos, que antes
de venderlos los chupan». Pero sintiendo enseguida el remordimiento de aquella
falta y alcanzándosele el perjuicio que pudiera ocasionar, trató de repararla
enseguida, desdiciéndose y yendo a contarlo y pedirle perdón a la maestra. En
esta falta que ella cometió siendo muy niña, revela dos rasgos de su espíritu:
la delicada rectitud de conciencia, y la valentía para acusarse sin excusas ni
atenuantes.
En unos apuntes de conferencias que dio a sus
hijas, las Hermanas que se preparaban para hacer votos perpetuos, en noviembre
de 1923, encontramos otra alusión al citado colegio. Dice así:
«Cuando yo era chica iba a un colegio, y la
maestra tenía una criada a la que tuvo que despedir. Lo dijo a las niñas, y
éstas empezaron a formar corrillos: «Oye, ¿tú qué le vas a decir de la criada?
Pues yo le voy a decir esto. —Yo esto, —Y yo esto. Y así, en un momento tenían
mil cosas que decir de la pobre criada. No sean Sus Caridades como las
chiquillas de aquel colegio; tienen que ser ángeles de paz».
Nada más hemos hallado relativo a aquel centro
de enseñanza donde Sor Ángela recibiera su primera educación. Suponemos
fundadamente que asistiría muy poco tiempo, porque la necesidad de ayudar en su
casa la reclamaba; y además por lo poco que aprendió, teniendo ella
naturalmente un espíritu inteligente y despierto. Leía con muy buen sentido, y
las meditaciones con una unción y gracia especial; pero la pronunciación era
suave y floja, sin subrayar las finales, sin esmerarse en las articulaciones,
como en general habla el pueblo de Sevilla. Escribía con incorrecciones
ortográficas, sin apenas usar signos de puntuación, y su letra, sin carácter
determinado, era endeblilla y poco concluida.
De lo que antecede deducimos que apenas
aprendió gramática, un poco de aritmética y más de Catecismo. Pero he aquí la
obra de Dios. Con esta mínima base de instrucción humana y los esfuerzos
personales que después hiciera, habla con tal conocimiento de los misterios
divinos, de todas y cada una de las cuestiones que integran nuestra sacrosanta
Religión, como si tuviera profundos estudios teológicos. Despacha numerosa correspondencia
durante toda su vida. Escribe a sus hijas cartas anuales, que son un modelo de
didáctica epistolar por su claridad y sencillez y un prodigio de doctrina sobre
la perfección religiosa, en general, y de su Instituto en particular.
Deja avisos, pensamientos, apuntes de pláticas
y meditaciones, cuyo contenido pasma y admira. Habría para varios tomos si se
hiciera una edición ordenada de sus admirables escritos, y esto sin contar los
numerosos millares de cartas escritas a sus hijas, desde las primeras
fundaciones hasta su muerte, que abarcan un período de más de cincuenta y
cuatro años.
[La caridad, característica
infusa en su alma desde la adolescencia]
Mas, hemos hecho una digresión; tiempo habrá de
insistir sobre la extraordinaria fecundidad de su ciencia verdaderamente
infusa.
Volvamos a nuestra historia. Ya hemos notado la
precoz devoción de la niñita que goza en pasar horas en la iglesia, que reza
ante el Santísimo y que llama a la Santísima Virgen su madre. Derivación de
estas primicias de sus fervores, fue otra virtud característica de su alma y
que apunta también desde su más tierna edad: su encendida caridad con los
pobres y desvalidos. Para socorrerlos guardaba las monedas que recibía y que
naturalmente debiera gastar en dulces y golosinas; repartía su merienda y las
cosillas que más le gustaban entre los niños pobres del barrio y se valía de
piadosos artificios para hacerlo sin que sus hermanos lo notasen. Por tan
suaves caminos iba preparando el Señor a esta alma, para realizar en ella y
mediante ella los altos fines de su providencia.
[3. Su ingreso en el taller]
Llegada nuestra Angelita a la edad competente
para poder aprender un oficio, como a su condición humilde convenía, trató su
madre de buscarle un taller donde se lo enseñasen, mas como buena cristiana,
temía por la influencia que el ejemplo de jóvenes frívolas pudiese ejercer
sobre su angelical hija; pues aunque no había en las fábricas y talleres de
entonces el ambiente de corrupción e inmoralidad que por desgracia hoy reina,
era mucho el desvelo maternal, deseoso de que el contacto con el mundo no
entibiase la fe y la caridad de su Angelita.
Nuestro Señor acudió en ayuda de las cristianas
inquietudes de la madre, deparándole una colocación que llenaba por completo
sus deseos. Fue en un taller de zapatería, que existía en la antigua calle del
Huevo (hoy Feijóo) donde se calzaban la mayoría de los canónigos y sacerdotes
de Sevilla. Los dueños eran muy buenos cristianos y la maestra, sobre todo,
llamada Antonia Maldonado, tenía claro talento y un gran espíritu religioso,
prodigando a sus obreras cuidados verdaderamente maternales. No consentía que
en su taller se murmurase lo más mínimo, ni toleraba que se diesen bromas
inconvenientes; y atendiendo al bien de sus operarios más que a sus intereses
comerciales, sacrificaba estos, siempre que la caridad lo demandaba. Por todo
lo cual, la joven Angelita encontró allí una como prolongación del hogar
doméstico, y en lugar de peligros para su alma, estímulos e incentivos para la
perfección con que soñaba.
[Habla de ella su maestra
de taller]
De esta época se conservan algunos hechos y
detalles, referidos por la maestra a nuestras Hermanas, que andando el tiempo y
ya fundado el Instituto fueron a velarla y asistirla, años después. Contóles
que todos los viernes daba Angelita su comida a los pobres y al llegar la hora
de comer pedía de limosna a las compañeras y a la maestra, poniéndose de
rodillas, unos mendruguitos por amor de Dios. Dábanle ellas más de lo pedido y
la maestra la reprendía cariñosamente: «Angelita; yo te doy todo lo que
quieras; pero, ¿por qué haces esto?» A pesar de lo cual se repetía cada viernes
la escena.
También notó que los mismos días usaba un
cilicio en forma de corona que disimulaba cuidadosamente bajo el cabello; pero
una vez, al darse un golpe inadvertidamente se hizo sangre, cayéndole unas
gotas que no pudo ocultar a las compañeras de trabajo.
Otro día en que estaba lloviendo y la joven
dudaba en irse, por no disgustar a su madre que siempre se preocupaba de su
poca salud, se decidió a salir, y como al llegar a su casa la madre le riñera
por el temor de que le hiciese daño la mojada, le dice con mucha naturalidad:
«¿Pero está lloviendo?» Y todos comprobaron con admiración que iba
completamente seca. No le había caído encima ni una gota de agua, sin que la
lluvia hubiera cesado en todo el trayecto. Cuando la maestra lo supo, se
confirmó en la opinión que de nuestra joven tenía.
Del mismo tiempo y referido por su madre a las
primeras Hermanas, tenemos este detalle de su mortificación. Esmerándose en
prepararle la comida, a causa de lo endeblita que era, cuando ella notaba que
algo le gustaba mucho, por ser más delicado y sabroso, le echaba una poquita de
ceniza para quitarle el sabor. Y descubriéndola un día su madre le dijo:
«Angelita: tú haces toda la penitencia que quieras; pero no me estropees con
porquerías la comida».
Su hermana Joaquina contó que ayunaba todos los
sábados; que usaba varios cilicios, uno de ellos grande a manera de
escapulario, y también dijo que ponía una tabla sobre la cama y una piedra
blanca por almohada, ocultándola cuidadosamente entre las ropas; y aunque se la
escondían, la buscaba y usaba otra vez. Mucho tiempo dicen que estuvo la piedra
en la casa, pero cuando las Hermanas quisieron recogerla, para conservarla como
precioso recuerdo, había ya desaparecido.
A esta época deben también referirse las
palabras siguientes, que dijo un día a las Hermanas:
«Una de las primeras veces que fui a una
función de la Orden Tercera en la calle de Cervantes, predicaron un sermón
sobre nuestro seráfico Padre San Francisco, y al oír que el santo parecía no
posar los pies en el suelo, sentí gran deseo de vivir desprendida de todo y
pisar la tierra sin pisarla».
Y según contó a una amiga suya, había sentido
un desprendimiento tan grande de las cosas de la tierra, que pensando si
tendría alguna cosa de la cual deshacerse, le dio a su hermana Dolores un
pañolito de talle que a ella le gustaba mucho.
[Hermana Pilar, su compañera de
taller]
Se conservan también algunos datos referidos
por nuestra Hermana Pilar, que trabajó y fue aprendiza de Angelita en el mismo
taller de aparar y luego ingresó en la Compañía que fundara. Decía que todas
las operarías se disputaban el honor de estar junto a Angelita y que se ponían
a su lado por semanas, porque a todas encantaba su extraordinaria dulzura y
paciencia. Que le dejaban lo más trabajoso y difícil, en la seguridad de que se
esmeraba; y aunque emplease más tiempo que las demás, lo hacía con mayor
perfección.
Un día que la Hermana Pilar estaba impaciente,
porque teniendo un genio muy vivo y gustándole hacerlo todo con rapidez, el
trabajo que le dieron era pesado y no le salía, Angelita se puso a guiarla y le
dijo:
«Mira, Gloria; (este era su nombre de pila) no
seas tan viva, ten paciencia y sé muy buena, que el Señor quiere algo grande de
ti; siempre que tengas un apuro ven y yo te guiaré lo que sea.»
También contaba, que Angelita llevaba una
mantilla nueva y que la suya estaba deteriorada y descolorida. Conociendo el
carácter condescendiente de aquélla, le dijo un día: «¿Quieres que me ponga hoy
tu mantilla y tú te pones la mía?» A lo que accedió gustosa, ofreciéndosela
para cada vez que la quisiera y teniéndola cambiada una semana, hasta que la
descambiaron por no conformarse la familia a trueque tan desigual.
Pero el hecho más notable presenciado por la
Hermana Pilar fue el siguiente: Contaba que los dueños del taller tenían la
cristiana costumbre de rezar por las tardes el Santo Rosario en unión de todos
los operarios de la casa, para lo cual subían a una habitación, a modo de
oratorio que tenía en el piso superior. Una de aquellas tardes durante el
piadoso ejercicio llamó a todos la atención una especie de grito o exclamación
admirativa que hizo Angelita, y fijándose en ella observaron que estaba como
arrobada y elevada del suelo. La maestra, inteligente y discreta, dispuso que
todos bajasen en silencio, y a eso de una hora bajó ella, que tomó su trabajo
con toda naturalidad y con su acostumbrado recogimiento, diciendo sencillamente
como explicación: «¡Me dejaron Vdes. dormida»! Pero naturalmente, a todos llenó
de sorpresa y admiración hecho tan extraordinario.
[Angelita enseña el oficio de
aparadora]
Próximamente por este tiempo la llamaron las
religiosas del convento de Santa Isabel , a ver si quería enseñar el trabajo de
aparar a las jóvenes allí acogidas; pues necesitando la Superiora recursos para
sostenerlas, pensó en que aprendieran este oficio, que por no haber entonces
máquinas para hacerlos y estilándose botas de satén que usaban todas las
señoras, pagaban muy bien a las que lo hacían con primor a mano. La Madre
Luisa, de aquel convento, contó a nuestras Hermanas que Angelita hizo cuanto
estuvo de su parte para enseñarlas bien sin interés alguno, dejando a todas
edificadas de su amable trato y de la bondad de su persona, tan chiquita de
cuerpo y tan grande de espíritu.
Terminaremos estos recuerdos de sus primeros
años de taller con el siguiente detalle contado por ella misma.
Dijo que las oficialas eran todas muy
espirituales, y tan mortificadas que algunas no alzaban la vista para ver a
nadie ni nada que entrara en la tienda. En los primeros días de ingresar
llevaron una casulla bordada, y ella enseguida la miró, como la cosa más
natural del mundo, pero observó con sorpresa que las otras no alzaron la vista
siquiera. Y terminaba afirmando, que como al principio desdecía ella tanto de
las demás, hasta la miraron con cierto despego. Mas esta afirmación de su
humildad contrasta notablemente con los hechos relatados y con la estimación
que la maestra hizo de su joven operaria, vislumbrando en ella, desde el primer
momento, algo superior y extraordinario, que hacía mirarla con entusiasmo
mezclado de respeto.
[4. Conoce al Padre Torres]
Confesaba la maestra con el famoso Padre
Torres, sacerdote ejemplar, que a la sazón revelaba sus raras dotes de
sabiduría y virtud, como discretísimo director de almas. Deseó que conociese a
la joven Ángela, instándole a que acudiese a su confesonario; mas como ella
vacilase porque, a pesar del atractivo y los inmensos deseos que sentía de
ponerse bajo su dirección, temía fundadamente que las muchas ocupaciones del
siervo de Dios le impidiesen tomarla a su cuidado, se ofreció la misma maestra
a presentársela, con lo cual entra en la escena de nuestra historia el Padre
Torres: personaje y asunto que piden capítulo especial y aparte.
BOSQUEJO BIOGRÁFICO DE SOR ÁNGELA - CAPÍTULO 03
CAPITULO III
[1]. Quién era el Padre Torres.- [2]. Datos biográficos del mismo, hasta la época en que hacemos su presentación.
[1. Quién era el Padre Torres]
En el momento histórico de nuestro relato, era el Padre Torres un varón eminentísimo en ciencia y en santidad que, no obstante el agobio de penosa enfermedad crónica que padecía, trabajaba con celo infatigable por la gloria de Dios y la salvación de las almas; iluminando inteligencias y moldeando corazones con su vasta y erudita sabiduría, con sus prudentes y sabios consejos y sobre todo, con el ejemplo de sus virtudes, verdaderamente heroicas.
Su fama como director de almas santas fue tal que le llamaban «el Santero», porque parecía hacer extensiva su santidad a cuantos se confiaban a su dirección; obteniendo modelos de cristianas virtudes en los diversos estados y géneros de vida que con su influencia encauzara.
Mas, como la obra cumbre del Padre Torres fue, por permisión divina, la dirección del alma de Sor Ángela y conjuntamente, la fundación del Instituto que Nuestro Señor a ella inspirara, nos parece de este lugar hacer una ligera reseña biográfica de los años anteriores de su vida, para después presentarlo unido, primero a la Fundadora y luego a toda la Compañía de Hermanas de la Cruz.
[Infancia y juventud]
Nació en la villa de San Sebastián de la Gomera (isla del mismo nombre), en Canarias, el día 25 de Agosto de 1811; y fue bautizado en la Parroquia de la Asunción de la expresada villa, el 31 del mismo mes y año, recibiendo el nombre de José Francisco, Luis de los Dolores.
Sus padres, Francisco de Torres Bauta y María Padilla Cabeza, lo mismo que sus abuelos, eran naturales del archipiélago canario; el padre y abuela paterna, de Guía, en Tenerife, y el abuelo, de Adexe, en la misma isla; la línea materna, toda procedente de la isla de Gomera. A su nacimiento habían fallecido todos los abuelos, excepción hecha del materno D. José Padilla, Ayudante retirado que residía en la isla de Hierro.
Administróle el santo Bautismo el presbítero D. José Álvarez Mora, Juez Apostólico, comisario del Tribunal de la Santa Cruzada. Fue su padrino Don Antonio de Armas Manrique, vecino de Vallehermoso; y testigos, entre otros, D. José María Ferrer y el Rvdo. P, Guardián Fray José Cabeza[1].
Sus primeros años los pasó en unión de sus buenos padres y hermanos, (dos varones y una hembra), dando muestras desde que empezó a alborear en él la razón, de lo que un día llegaría a ser, por su claro talento y su amor a la piedad.
Llevábalo su padre con frecuencia a una pequeña hacienda de su propiedad, en cuya labranza él mismo se ejercitaba; y, notando el niño que su padre marcaba con tres cruces los sembrados, preguntóle la causa, averiguando por este medio, que distribuía en tres partes iguales los productos de sus siembras; una parte al culto divino, otra dedicada a las limosnas para los pobres, y la tercera para el sostenimiento de su familia. Esta gráfica lección de padre tan cristiano, se grabó de tal manera en su corazón que influyó decisivamente en su vida futura.
De su madre conservaba tiernos recuerdos mezclados con los albores de su vocación:
«Mi madre –decía-, era una santa, y todo su empeño, que lo fuésemos también sus hijos. Aunque a todos quería mucho, tenía predilección por mí y me comía a besos cuando decían que yo era el más feo de mis hermanos, diciendo que la gente no veía, al decir esas cosas. [Pobrecilla] Yo le pagaba no separándome de su lado ni para jugar con los otros niños. Un día me preguntó a qué carrera quería dedicarme, o qué oficio me gustaría aprender, y yo sin saber explicarme ni casi hablar contesté: Yo, el oficio de los que no se condenan. Callaron mis padres ante esa contestación y yo insistí: «Mamá ¿los sacerdotes se condenan? No hijo mío –repuso-, los verdaderos sacerdotes son santos y no se condenan. Pues, entonces yo quiero ser sacerdote».
Desde entonces su madre le puso en una habitación un altarito y todo su gusto era oficiar en él; pero habiéndole dicho que para ser sacerdote había que estudiar mucho, se encendió su deseo de aprender para llegar a serlo de verdad. Pusiéronlo en un colegio donde aprendió las primeras letras dando muestras de un despejado ingenio, feliz memoria y gran amor al estudio.
[Un hecho prodigioso]
Allí le ocurrió un hecho extraordinario, que si no constituyó un verdadero milagro, revela al menos una especialísima providencia de Dios sobre él[2]. Teniendo unos cinco o seis años se cayó en un pozo muy profundo que había en el corral de la escuela; no tenía brocal y estaba al paso para ir a los excusados. Los chicos mayores tenían la costumbre de pasar dando un salto por encima, (sin necesidad de ello, por quedar espacio más que suficiente para pasar por el lado); él quiso imitar la travesura, y como no tenía la fuerza ni agilidad necesaria por ser tan chico, cayó en el pozo sin que nadie lo viera y se sumergió hasta clavar la cabeza en el fondo cenagoso, tragando bastante agua y cieno, de lo cual juzgaba haber comenzado su padecimiento del estómago. Él no se dio cuenta cómo salió a flor del agua y pudo subir agarrándose a las paredes del pozo, a tiempo que el maestro habiéndolo echado de menos salió al corral y le ayudó a salir.
De este hecho tuvieron noticia sus hijas las Hermanas de la Cruz, e importunándole con preguntas, obtuvieron nuevos detalles; repitióles lo ya dicho, pero agregando que fue el demonio quien lo tiró al pozo: que no tuvo miedo alguno, que salió subiendo por las piedras en silencio, porque no podía llamar, y que una vez fuera le tiró otra vez Satanás. Esta segunda vez, fue cuando no se dio cuenta de cómo pudo salir a flor de agua, teniendo la cabeza clavada en el cieno; y cuando al salir el maestro a buscarlo, le ayudó a salir, sólo con darle la mano; llamando inmediatamente a su madre para que se lo llevara y vistiese, porque, como es natural, estaba todo mojado y con la ropa chorreando. Singular suceso, que evidencia a un tiempo mismo la particular protección que le dispensaba el cielo y la implacable rabia que le tenía Satanás.
En la escuela le llamaban «el niño santo», por su humildad, dulzura y paciencia. Y sus adelantos en los estudios eran la admiración de todos, empezando con mucho aplauso sus lecciones de latín.
[2. Datos biográficos del mismo, hasta la época en que hacemos su presentación]
[Un pobre joven que se había empeñado en estudiar sin poder»]
Por este tiempo cayó gravemente enfermo el padre, impresionando de tal modo la pena a su esposa, que ambos murieron en el mismo día, dejando a los cuatro niños en triste y doble orfandad. Dolorosísima fue esta prueba al sensible corazón del pobre niño, pero resignado en las manos de Dios, rezó mucho por sus almas y confió en su Padre Celestial.
Una parienta acogió a los huérfanos; mas nuestro niño, por interior impulso de vivir oculto y desconocido, abandona casa y familia y huye a la ciudad de La Laguna[3] para continuar allí sus estudios, teniendo que implorar algunos días la caridad pública para poder sustentarse.
El prelado de aquella Diócesis lo encontró en uno de sus paseos, y llamándole la atención su aspecto recogido y triste, preguntó a su paje si lo conocía; y al explicarle éste «que era un pobre joven que se había empeñado en estudiar sin poder», manda detener el coche; lo llama, le habla, y admirado de su edificante porte y respuestas le ordena ir a su palacio a comer, donde quedó aún más edificado y sorprendido. Los compañeros le llamaban por aquel tiempo, «el abuelo» y «el viejo» porque no alzaba la mirada, ni se apartaba un punto de sus oraciones y estudios.
Según consta de una interesante nota manuscrita de su puño y letra[4], encontrada entre sus libros, aprendió el latín privadamente, aprobándolo en la Universidad de La Laguna en 1829; matriculóse en Humanidades, que aprobó en Julio de 1830, y luego en el primer año de Filosofía; pero, habiendo sido clausurada aquella Universidad, estudió privadamente por dos años Lógica y Matemáticas. Y habiéndose nombrado un tribunal examinador compuesto de profesores de aquella extinguida Universidad, presentóse a examen, obteniendo la aprobación en Marzo de 1833.
En vista de las dificultades para seguir los estudios y movido por interno impulso, embarcóse en Santa Cruz de Tenerife el día 3 de septiembre del mismo año, con dirección a Se villa, arribando a Cádiz el día 24; pero a causa de los estragos que hacia el cólera morbo, siguió el viaje hasta Valencia, donde desembarcó el 1 de noviembre. Matriculóse en aquella Universidad, como pobre, en el segundo año de Filosofía, que aprobó en mayo de 1834. Y habiendo cesado el rigor de la epidemia en Andalucía, embarcó para Sevilla, adonde llegó después de penosa navegación que le puso a punto de naufragar frente a las costas de Málaga.
Ya en Sevilla, presentó las cartas de recomendación que traía, al Catedrático D. Manuel María del Mármol, hospedándose en el convento de Religiosos Terceros de Nuestra Señora de Consolación; y a los pocos días fue admitido en calidad de paje, por su paisano el Emmo. Sr. Arzobispo de Heráclea D. Cristóbal Bencomo, confesor que fue del rey D. Fernando VII y a la sazón canónigo y dignidad de Arcediano de Carmona, en el Cabildo Metropolitano.
Con tan poderoso auxilio se matriculó en el tercer año de Filosofía, aprobándolo en junio de 1835, y favorecido por el Sr. Bencomo, con uno de los patrimonios eclesiásticos por él fundados para sustento de los jóvenes aspirantes al sacerdocio, pudo cumplir sus deseos de seguir tan sublime estado, confirmado con la particular providencia de Dios, que no le dejó duda de ser divino su llamamiento.
No vacilando ya acerca de la voluntad del Señor, solicitó dimisorias del Exmo. Sr. Cardenal D. Francisco Cienfuegos y Jovellanos, que ya tenía noticias de su mucha virtud y saber. En las témporas de S. Mateo, fue examinado y aprobado en la Sala Sinodal. Y no pudiendo celebrar las Ordenes, el Sr. Cienfuegos, por las turbulencias políticas de aquellos días, le concedió dimisorias para el Obispo de Cádiz, Ilmo. Sr. Dr. Fray Domingo de Silos Moreno, que le confirió las cuatro Ordenes menores y el subdiaconado el 19 de septiembre del mismo año, en la capilla del Sagrario de aquella Santa Iglesia Catedral. En diciembre del mismo año recibió del Sr. Cienfuegos la ordenación de diácono.
Para las témporas de febrero de 1836 solicitó ser ordenado de Presbítero[5], no pudiendo diferirlo, según contaba el mismo Padre Torres, porque se temía que el Gobierno mandara suspender las Ordenes y que el Sr, Cardenal falleciese o fuese desterrado; como en efecto sucedió pocos días después, en que lo condujeron a Alicante.
[Su primera Misa]
Aprobado en sus exámenes y después de meditarlo en fervorosos Ejercicios espirituales, recibió la investidura sacerdotal el 27 de febrero de 1836, celebrando su primera Santa Misa con gran fervor y consuelo de su alma, el 8 de marzo del mismo año, fiesta de San Juan de Dios y primer día de la octava de Santo Tomás de Aquino, de los que fue como un traslado nuestro santo sacerdote, por su encendida caridad y por su extraordinaria ciencia.
Su primer cuidado fue ampliar los estudios, merced al beneficio de que disfrutaba, especialmente los de Teología, matriculándose en octubre del mismo año 36, en la clase de «Lugares Teológicos» que con admirable dominio desempeñaba el Dr. D. José María Soto. Y entre los varios actos con que se reveló el aprovechado discípulo, descolló una disertación latina de una hora sobre la «Infalibilidad del Romano Pontífice», que fue premiada por el profesor con la mejor nota al tiempo de los exámenes. Así lo declara en sus apuntes íntimos, si bien agregando estas palabras su profunda humildad: «Obtuve la nota de sobresaliente, más bien quizá por el favor que me dispensaron los catedráticos, que por mi saber».
[Catedrático de Teología en el Seminario]
Concluido el séptimo año de Teología, que aprobó en junio de 1842, también con nota de sobresaliente, hizo un viaje a Granada por huir del bullicio de la Universidad, que no se acomodaba a su espíritu; pero Nuestro Señor se complacía en darlo a conocer, tanto como él se empeñaba en ocultarse.
El 19 de octubre del mismo año fue nombrado Catedrático en propiedad, de Sagrada Teología del Seminario Conciliar, fundado en Sanlúcar de Barrameda[6], bajo la advocación de San Francisco Javier, con bienes del piadoso sevillano D. Francisco de P. Rodríguez. Expidióle el título el Gobernador eclesiástico a nombre del Eminentísimo Sr. Cardenal Arzobispo[7], que continuaba en el destierro, donde falleció; y el 4 de noviembre tomó posesión del cargo, dotado con cuatrocientos ducados anuales, el cual desempeñó varios años.
Desde que siendo pequeño oyó decir a su piadosa madre que para ser sacerdote tenía que estudiar mucho y conocer en la oración si se hallaba con fuerzas para imitar la vida de Nuestro Señor Jesucristo, fundador de este estado celestial; debiendo estar dispuesto a seguirle en la pobreza, persecuciones, afrentas, pasión y crucifixión, se grabaron con tal fuerza en su alma estas lecciones, que se dedicó al estudio con un ardor y atención excepcionales, adquiriendo una cultura vastísima, no solo en las ciencias teológicas, de que más adelante diera notables pruebas en Roma, sino en casi todas las disciplimas del humano saber; de tal manera, que hombre de tanta erudición como su amigo el Sr. D. Cayetano Fernández, decía que nunca acudía a él en vano por datos que le fueran precisos; encontrándolo siempre como un libro registrado y abierto por la página que le hacía falta. Y con respecto a la oración, esta era el descanso de sus estudios; resultando de ese ejercicio, el ser su vida una viva copia de todas las virtudes de su Divino Modelo.
Vuelto a Sevilla fijó su residencia en la calle Hiniesta, celebrando diariamente la Santa Misa en el convento de religiosas de Santa Paula[8], y no obstante su deseo de vivir oscurecido, su talento y santidad de vida lo daban a conocer como varón evangélico, manifestándose a sus numerosos dirigidos como un hombre de constante oración, mortificación y unión con Dios. Penetrado de su nada y de que en el aborrecimiento y renuncia del yo estaba el adelanto de las almas; tan amable con todos como intransigente consigo mismo, más de una vez le oyeron exclamar ante el Sagrario, creyéndose solo: «Señor: aquí está este jumento; este miserable pecador», y permanecía largo rato anonadado ante la presencia de su Dios.
[Mortificado y penitente]
«Todo se aprende -era una de sus máximas frecuentes- en la oración y mortificación». De esta su mortificación diremos, que dominaba su fuerte natural con austeras privaciones, cilicios y disciplinas[9]; su alimento se reducía a unas delgadas tostaditas con una pequeña taza de té por la mañana y unas cucharadas de arroz cocido en agua por la noche; el puchero no se ponía en su casa más que por prescripción facultativa, y para eso el caldo había de ser de vegetales. Su cama se componía de un pobre jergón sobre unos banquillos, pero las tres horas que ordinariamente dedicaba al sueño, pasábalas la mayoría de las veces sobre un viejo sofá de tablas que tenía en su habitación.
Sus muebles, cuando después vivió en la calle de la Bolsa, se reducían a seis sillas para sus visitantes, y para él una mesa y una silla rota, que cambió por un usado sillón su amigo don Isidro Ortiz Urruela; mesa y sillón que como reliquias se conservan en nuestra Casa Matriz de Hermanas de la Cruz.
Su caridad fue inagotable: daba a los pobres cuanto tenía, y cuando agotaba sus recursos pedía a los demás para darles. Una sola sotana remendada tenía las más de las veces, y ocasión hubo en que se despojó en obsequio de los pobres de su pobrísima ropa interior.
[Profesor en el Seminario]
El Prelado de la diócesis, deseando encomendar las enseñanzas del Seminario Hispalense -que tras penosas gestiones y porfiada lucha sostenida en aquel agitado período político, que tantas amarguras hizo devorar al Ilustre Arzobispo Cienfuegos[10], se había establecido en la capital, en octubre de 1848- a profesores distinguidos en ciencia y virtudes, nombróle el 15 de septiembre de 1857 Catedrático de Patrología[11], Disciplina e Historia eclesiásticas, cuyas asignaturas explicó hasta su muerte con universal aplauso, conquistándose el afecto y admiración de sus numerosos discípulos.
Desde marzo de 1861 era confesor ordinario de las Hermanas de la Caridad del Hospicio, y extraordinario de las del Hospital Central. Y en 1862 dirigió a la Comunidad de las primeras un sermón, que más fue canto a la caridad de Dios, conmoviendo extraordinariamente al auditorio por la exaltación y sinceridad de sus encendidos acentos.
Hacia esta época debió conocer a la humilde obrerita aparadora, que Dios tenía elegida por instrumento para altos fines de su providencia amorosa, y desde entonces Nuestro Señor asocia sus almas, fijando a cada una su propio campo de acción en la realización de los divinos planes. Esto se deduce de las siguientes palabras escritas por Sor Ángela en uno de sus minúsculos cuadernitos inéditos:
«Empecé a confesar con nuestro P. Torres cuando tenía de diez y seis a diez y ocho años», pero tiene tachadas las palabras «a diez y ocho» y repite a continuación, «eran diez y seis»[12].
Y como ella nació en 1846; de aquí el que debieron conocerse en el año 62. Desde esta época hasta la fundación del Instituto restan trece años, durante los cuales el Padre dirigió aquella grande alma, preparándola, disponiéndola, y haciéndola apta para que por su medio se realizaran los altos designios de Dios.
NOTAS:
[1] En el archivo de la Casa Madre del Instituto se conserva la siguiente partida de bautismo:
«D. Tomás Fernández Hurtado de Mendoza, Benef.do entero propio curato Rector de la Igla. Parroquial Matriz de N. S. de la Asunción de la Villa Capital de la Isla de S. Sebastián de la Gomera, Pro.a de Canarias, certifico y hago fe a todos los que la presente vieren, cómo en el libro séptimo de los bautismos que se hacen en dicha Parroq.a, y se conserva en su Archivo, al folio ciento dos vuelto se halla la del tenor siguiente.—En la Iglesia Parroq.l Matriz de Nra. Sra. de la Asunción de esta Villa e Isla de S. Sebastián de la Gomera a treinta y uno de Agosto de mil ochocientos y once: Yo, D. José Alvarez Mora, Juez App.co Comisario del Tribunal de la Sta. Cruzada y Benef.do Ser.dor de dicha Parroquia, bauticé solemnemente y ungí con el Santo Oleo y Crisma a un niño que dicen nació el día veinte y cinco de dicho mes, al cual puse el nombre cíe José Fran.co Luis de los Dolores, hijo legítimo de Fran.co cíe Torres Bauta, y de María Padilla Cabeza, aquel natural del Lugar de Guía en la Isla de Tenerife, y ésta de esta Villa, en donde son vecinos: Abuelos Paternos, Andrés de Torres, difunto, natural ele la Villa de Adexe en dicha Isla de Tenerife, y Ana de Bauta, difunta, natural del expresado Lugar de Guía: Maternos el Ayudante retirado D. José Padilla, natural de esta Villa y vecino de la Isla del Hierro, y María de las Mercedes Cabeza y Padrón, difunta, natural de esta referida Villa: Fue su Padrino D. Antonio de Armas Manrique, vecino de Valleher-moso, a quien advertí el parentesco espiritual y su obligación: Testigos, D. José María Ferrer Presbítero, el R. P. Guardián Fr. José Cabeza y otros. En fe de verdad lo firmé.—José Alvarez Mora.—Conviene con su original al que me remito y a solicitud de parte interesada doy la presente en la expresada Villa a veinte y cinco de Mayo de mil ochocientos treinta y cinco.—Tomás Fernández Hurtado de Mendoza.»
[2]Un documento que se conserva en el archivo de la Casa Madre del Instituto dice: «Para que la muerte no sepulte conmigo unos hechos que conviene o convendrá acreditar en su día, declaro bajo mi firma y poniendo a Dios por testigo de la verdad: Que cuando yo, recién ordenado de presbítero, tuve la dicha de vivir como cosa de un año en esta ciudad, en compañía del ejemplarísimo sacerdote señor don José de Torres Padilla, en la plaza de los Solares (hoy Almirante Espinosa), n.4 (hoy 7), observé en el trato íntimo y familiar que tuve en este tiempo con él la vida de un varón de Dios [...]. Uno de los hechos más portentosos de su vida, que me refirió en cierta ocasión, revela, si no un milagro, a lo menos una especialísima providencia de Dios sobre él. Teniendo unos cinco o seis años se cayó en un pozo muy profundo que había en la escuela donde aprendió las primeras letras; en un corral grande de la casa estaba este pozo sin brocal y era paso para ir a los excusados; los chicos mayores tenían la costumbre de pasar dando un salto por encima, sin necesidad, por haber sitio suficiente para pasar sin esto, y él quiso imitar esta travesura, o, hallándose solo en aquel sitio y como no tenía aún agilidad y fuerza para ello, por ser tan chico, cayó en el pozo sin que nadie lo viera y se sumergió hasta clavar la cabeza en el fondo cenagoso del mismo y tragó bastante agua y cieno, de lo que juzgaba que comenzó su padecimiento del estómago. El no se daba cuenta cómo salió a flor de agua y pudo subir agarrándose a las paredes del pozo, a tiempo que el maestro, habiéndolo echado de menos, salió al corral y lo ayudo a salir.— Sevilla 16 de julio de 1892.—José Mª de León (presbítero)».
[3] Algún tiempo después salió fugitivo de la casa de una parienta que le había recogido con sus hermanos, y los trataba con mucho cariño y comodidades. Llegó a la Laguna de Tenerife y allí mendigaba para continuar sus estudios, y en ellos y en la oración gastaba el día y una parte de la noche», UNA RELIGIOSA, Sor Bárbara de Santo Domingo… (Salamanca 1922) p.47-48.
[4] En el Archivo de la Casa Madre del Instituto se conservan cuatro folios autógrafos del P. Torres Padilla con el título de «Apuntaciones sobre mi carrera literaria y eclesiástica» donde anota brevemente el curso de sus estudios eclesiásticos. En estas notas refiere: «En la ciudad de La Laguna de Tenerife estudié el idioma latino privadamente en el tiempo de dos años, poco más o menos. En el año de 1829, habiendo sido examinado y aprobado en el idioma latino en el claustro de la Universidad de San Fernando de La Laguna, fui matriculado en la misma en la clase de humanidades en 18 de octubre de 1829, hasta 18 de junio de 1830, en cuya enseñanza estudié poetas latinos, retórica y poética, de lo que fui examinado y aprobado en dicho día 18 de junio por los tres señores catedráticos examinadores», Escritos íntimos, p. 20 nota 17.
[5] «Para las próximas témporas de febrero de 1836, solicité del mismo señor (cardenal Cienfuegos) el sagrado presbiterado, no pudiendo diferirlo más tiempo con motivo de que se temía que el gobierno mandase suspender las órdenes de presbiterado y que el señor cardenal fallecería o saldría desterrado (como, efectivamente, salió pocos días después de la ordenación); y después de examinado, aprobado y ejercitado cspi-ritualmente, recibí dicho sagrado orden del presbiterado en 27 de febrero de 1836, y empecé a celebrar el santo sacrificio el 8 de marzo siguiente», J. torres padilla, Apuntaciones sobre mi carrera literaria y eclesiástica [inédito], Archivo de la Casa Madre de las HH. de la Cruz, Sevilla.
[6] «En 19 de octubre de este año fui nombrado por el señor Gobernador Eclesiástico del Arzobispado, a nombre del señor Cardenal Arzobispo de Sevilla, Catedrático propietario de Sagrada Teología del Seminario Conciliar de San Francisco Javier de Sanlúcar de Barrameda, y pasé a dicha ciudad a desempeñar este cargo el 4 de noviembre de 1842, con la dotación de cuatrocientos ducados anuales», J. torres padilla, Apuntaciones sobre Mi carrera literaria y eclesiástica [inédito], Archivo de la Casa Madre de las HH. de la Cruz, Sevilla.
[7] D. Francisco Cienfuegos y Jovellanos. Véase la nota 4 .
[8] «El Monasterio de Santa Paula de Sevilla navega, como un gran vergel cargado de cinco siglos de arte y de historia. Graganza y Aragón se unieron para levantar la iglesia del cenobio, que fundó doña Ana Fernández de Santillán. Montañés y Alonso Cano cincelaron después sus imágenes, con Felipe de Rivas. Extraordinarios maestros de lo blanco dispusieron los artesonados en el XV y en el XVII. Columnitas de mármol, de puro estilo nazarita, y blancas columnatas del más fuerte acento, compitieron para ornamentar sus claustros (el mudéjar y el renacentista) con frisos de cerámica de desbordante dibujo y colorido. Cervantes situó frente a sus puertas a la española inglesa de sus novelas ejemplares e hizo mención de alguna de las cantoras del convento “extremada en la voz”. Grandes Prelados y varones de Dios se acercaron a sus rejas; predicó ante ellas, sin duda, el beato fray Diego de Cádiz; también San Antonio María Claret. Su prebisterio vio arrobado largamente, en un día de júbilo, al cardenal Spínola. En esta iglesia, celebraba diariamente la santa Misa el padre Torres Padilla; en su incómodo confesonario, que aún se conserva, comenzó a forjarse humildemente la futura fundadora de las Hermanas de la Cruz, hasta que el padre Torres, en 1868 se trasladó a Santa Inés. El 2 de agosto de 1875 acudieron a Santa Paula Sor Ángela y sus tres compañeras para la inauguración oficial de la Compañía de Hermanas de la Cruz. Un nuevo instituto, con el heroísmo como regla de la vida diaria, nacía junto al sagrario de Santa Paula. Por la tarde, en el Compás, no lejos de su artística portada, les predicó el padre, animándolas a conservar las primicias del espíritu». Cf. Escrito íntimos, p. 209 nota 37; Introducción biográfic, a capítulo III, p.21 y capítulo XX nota 6 de la p.130.
[9] Madre hace alusión a la austeridad del Padre Torres en una carta: circular «[…] era tan mortificado que, a fuerza de privaciones, había dominado tanto su naturaleza, que algunas veces parecía estaba muerta por la insensibilidad que demostraba a todo lo que podía halagarla. Y donde demostraba más su espíritu de mortificación, siendo extraordinario y se puede decir más que extraordinario, era en los alimentos. De todo se privaba, no por la enfermedad sino por la mortificación», Cartas circulares, p.46 .
[10] D. Francisco Cienfuegos y Jovellanos. Véase la nota 4 de este volúmen.
[11] El nombramiento para dicha cátedra se conserva en ACMI, y dice: «Nos el DOCTOR DON LUIS LÓPEZ VlGIL, DIGNIDAD DE MAESTRESCUELA DE LA SANTA METROPOLITANA Y PATRIARCAL IGLESIA DE SEVILLA, GOBERNADOR, PROVISOR Y VICARIO GENERAL POR EL ilmo. cabildo de la misma sede vacante.—Por cuanto nos consta de la instrucción, idoneidad y prudencia del Pbro. Don José de Torres Padilla, y que desempeñará bien y fielmente cuanto por Nos le fuere encomendado: por las presentes le elegimos y nombramos Catedrático en propiedad de Historia y disciplina Ecca. y Patrología del Seminario Conciliar de San Isidoro y San Francisco Javier de esta ciudad. Y le encargamos ejerza dicho empleo procurando el adelantamiento de todos los discípulos que a su clase asistiesen, arreglándose al método de estudios que rigiese en dicho Seminario. Y mandamos al Rector, Catedráticos y demás personas sujetas a nuestra jurisdicción que le tengan por tal Catedrático y le acudan con la renta y asistencia que a los de su clase se acostumbra, guardándole las preeminencias y prerrogativas que como a tal Catedrático le corresponden.—Dado en el Palacio Arzobispal de Sevilla a quince de Septiembre de mil ochocientos cincuenta y siete.—F. Dr. Luis Lopez Vigil», Escritosíntimos , p. 20ss., nota21.
[12] Escritos íntimos, p.589.]
BOSQUEJO BIOGRÁFICO DE SOR ÁNGELA- CAPÍTULO 04
CAPITULO IV
[1.] Extraordinaria influencia
que ejerce en el alma de la joven Ángela, la dirección del Padre Torres.- [2.]
Rasgos de su caridad.- [3.] Divina vocación.- [4.] Noviciado en las Hermanas de
la Caridad .- [5.] Su vuelta al mundo.- [6.] El Padre Torres en Roma.
[1. Extraordinaria influencia que
ejerce en el alma de la joven Ángela, la dirección del Padre Torres]
La maestra del taller donde trabajaba la joven
Angelita, conociendo bien el magnánimo corazón del Padre Torres; sabiendo que
en su estimación los pobres y humildes eran preferidos a los ricos y soberbios,
y que no perdonaba trabajos ni sacrificios cuando de por medio estaba la gloria
de Dios y el bien del prójimo, se ofreció como ya hemos dicho, a presentarla al
Padre; lo que se llevó a efecto con gran consuelo del alma de nuestra piadosa
joven.
Por su parte, el P. Torres conoció al punto el
valor de aquella alma que el Señor ponía en su camino y se aplicó a dirigirla
con el entusiasmo propio de su ardiente celo sacerdotal.
Como recuerdo de este tiempo contó ella a sus
hijas, que la primera vez que se confesó con el Padre, le preguntó éste:
«¿A qué enemigo del alma tienes que temerle
más?, y que ella contestó muy rápida: “Al demonio”. Mas el Padre le dijo:
No;... al mundo...: ese es el más formidable enemigo. “Al mundo” le repitió con
voz muy fuerte».
Y la Hermana Pilar, ya nombrada como aprendiza
de Angelita en el mismo taller, decía, refiriéndose también a estos tiempos,
que su oficiala pedía siempre los ojales y trabajos más entretenidos, y que por
lo mismo rehusaban las demás. Ella se impacientaba diciéndole: «No pida usted
ojales, que ganamos muy poco dinero y a mi madre le hace mucha falta». «-Y tú
¿qué quieres ser?», le decía Angelita con dulzura. -«Yo no quiero nada, sino
ganarle a mi madre mucho dinero». Angelita, al verla tan deseosa de ganar, se
propuso conquistarla para que agenciara ganancias celestiales, consiguiendo del
despejado entendimiento de aquélla una victoria completa.
La invitó a que la acompañase un día que ella
iba a confesar con el Padre Torres, y excusándose con que no tenía velo, le
prestó ella uno; la presentó al Padre y éste quedó agradablemente impresionado
de la vivacidad y disposición de la muchacha, aumentando su favorable impresión
al confesarla y apreciar mejor la sencillez y bondad de su alma. Desde este
día, no quería separarse nunca de Angelita: la acompañaba a todas partes y
sintió mucho su ingreso en las Hermanas de la Caridad. Este hecho pone de
relieve su celo por la salvación y santificación de las almas.
[2. Rasgos de su caridad]
El Padre Torres dirigía a nuestra Angelita con
exquisita prudencia, moderando los excesos de su fervor y su sed de
mortificación y penitencia; pero en lo relativo a las obras de caridad y celo,
le dejaba libertad de acción y la impulsaba a su ejercicio, proporcionándole él
mismo abundantes limosnas, para que pudiera extender su influencia a mayor
número de enfermos y desvalidos.
Visitábalos, y con el ejemplo de sus virtudes y
el atractivo de una caridad dulce y paciente, ejercía tal ascendiente sobre sus
pobres favorecidos, que les ganaba el corazón, y ya en este terreno desplegaba
las armas de su principal objeto, que era atender a las necesidades
espirituales por medio de la ayuda material; llegar a las almas, mediante el
socorro de los cuerpos. Hablábales del amor paternal de Dios, de cómo desea la
salvación de todas sus criaturas, de su predilección por los pobres. Y aquellas
almas, hundidas en los abismos de la impiedad o del vicio, que quizá no habían
gozado nunca de los inefables consuelos que proporciona nuestra santa fe, se
rendían a cuanto deseaba la joven Ángela, siendo muy numerosas las que debieron
la salvación a su abnegado y ardiente celo.
[«Llevó las delicadezas de su caridad al
extremo»]
Impulsada por sus nobles sentimientos,
fomentados por el P. Torres y ayudada de su maestra, que le dejaba todo el
tiempo necesario para sus caritativas empresas, llevó las delicadezas de su
caridad al extremo de realizar en favor de los pobres actos verdaderamente
heroicos. Entre ellos, el más notable de que se conserva recuerdo, quizás sea
el realizado en favor de una pobre enferma, que a causa de no haberle extraído
a tiempo la leche corrompida, sufría vivísimos dolores, producidos por una
grande y repugnante llaga que se le formó en el pecho. No teniendo alivio con
los diversos remedios aplicados por los médicos, juzgaron éstos indispensable
hacerle una dolorosa operación, a cuya noticia fue tal la desolación y angustia
de la pobre mujer que no hallaba consuelo.
Mucho se esforzó nuestra joven por animar su
espíritu con prudentes y caritativas reflexiones; pero viendo que todo era
inútil, compadecida de aquel sufrimiento moral, más que de la enfermedad misma,
tuvo uno de esos arranques que solo la caridad puede inspirar y que admiramos
en la vida de algunos santos: Acercóse a la enferma con pretexto de lavarle y
curarle la repugnante llaga, y terminada esta operación, aplicó a ella
intrépidamente sus labios, y haciendo succión extrajo gran parte de la
pestilente y corrompida materia que contenía.
Estupefacta la pobre mujer, aunque notando un
sorprendente alivio, se opuso vivamente a que la joven repitiese su heroísmo,
temiendo perjudicar a su piadosa bienhechora, mas triunfando la porfiada y
generosa abnegación de ésta, dejóla terminar su obra. Nuestro Señor bendijo el
santo arranque y generoso procedimiento curativo, de tal modo que la enferma
recobró la salud en brevísimo plazo y los médicos no supieron qué admirar más;
si la rápida curación de la paciente, o la sublime caridad de la muchachita.
La mujer, no haciendo caso de las vivas
instancias que Ángela le hizo para que el suceso quedase oculto, publicólo sin
reserva, lo que dio margen a la general admiración y fue ocasión además de
acaloradas discusiones: Unos aplaudían la heroica acción sin reserva; otros la
tachaban de imprudente temeridad, que podía haber costado la vida a la
fervorosa joven, juzgando más razonable que la enferma se hubiera sometido a la
operación indicada por los médicos. Claro está que mirada la cuestión
humanamente tenían razón los que así pensaban. Y que los temores de contagio no
eran infundados lo demostró la experiencia, pues a nuestra Ángela se le llenó
la boca de pequeñas llagas, constituyendo una enfermedad bastante penosa, que a
veces le impedía tomar alimento, y que le duró la mayor parte de su vida .
Pero, ¿y los fines sobrenaturales que ella perseguía? Sufrir por su Dios,
darle gloria, ganarle almas.
Los conocidos de la joven, al tener noticia de
lo ocurrido, acudieron en recurso de queja al P. Torres, para que con su
autoridad reprimiese estos excesos; pero el santo sacerdote, sin dar
importancia al hecho, se limitó a decir sencillamente: «Ya le he dicho que hizo
mal; debió tomar precauciones para que no le perjudicase su caritativo celo. Ya
lo tendrá en cuenta si se le presenta otro caso análogo».
Digna respuesta del
que, próximamente a la misma edad (unos diez y ocho años) acabó de estropear su
delicado estómago por vencer la repugnancia que le costaba tomar los alimentos
preparados por la tan aficionada al rapé cuanto desaseada vieja que le servía,
en aquellos sus tiempos heroicos de estudiante, en la Universidad de La Laguna.
También él obró entonces sobrenaturalmente y sin prudencia humana; sufrió por
Dios y se mortificó en silencio.
[3. Divina vocación]
Ocupaba nuestra virtuosa joven el día entre la
oración, el trabajo en el taller y sus ejercicios de caridad, en los cuales
sentía su alma inundada de celestiales alegrías.
Pronto comenzó ella a notar un particular
disgusto por todo lo terreno y un algo dulce y misterioso en su alma que ella
no sabía definir, pero que a veces creía ser señales de llamamiento divino al
estado religioso.
Dio cuenta al Padre Torres de sus sentires y sus anhelos;
díjole que deseaba consagrarse a Nuestro Señor, si lo que sentía era
verdaderamente vocación religiosa y que le parecía más apropósito para ella
solicitar ingreso como lega, porque esperaba encontrar en esta forma mayores
medios de santificación; mas era también porque en su humildad se creía inhábil
para otra cosa.
El P. Torres, sin aprobar del todo su proyecto,
dióle no obstante una recomendación para las Carmelitas Teresas, que a la
sazón necesitaban una lega. Era entonces el mes de Septiembre de 1865, según se
deduce de una carta de Sor Ángela a unas amigas, que residían en Marchena .
Es
el documento autógrafo más antiguo que se conserva en el archivo de la Casa
Matriz, por lo cual vamos a copiarlo casi íntegro. Dice así:
«Sevilla, 24 de Septiembre de 1865.
Apreciables amigas: Me alegraré se hallen
buenas y también toda su familia. Nosotras, gracias a Dios estamos buenas, pero
con algún disgusto por estar amenazada esta ciudad del cólera, ya no hay tanto;
Dios nuestro Señor nos ha mirado con misericordia.
Le suplico a ustedes pidan a Dios me conceda,
si me conviene, que entre en el convento; estoy en vísperas de entrar, pero
como soy endeble y para legas se necesitan fuertes, no sé si me lo conseguirá
Dios. Sea lo que Dios quiera; de allí les escribiré si tengo lugar.
Recibid los afectos de estas sus amigas que las
aprecian y desean servirlas; y reciban los míos, que les deseo su eterno bien.-
Ángela Guerrero».
Una de las amigas a quienes se dirige en esta
carta, se llamaba Dolores Clamajírand, la cual prosiguió hasta su muerte la
buena amistad que a nuestra Madre la unía. Estimábanse mucho ambas familias y
la de Marchena pasó casi un año en Sevilla, habitando en la misma casa de
Angelita, durante el cual tuvieron ocasión de apreciar las excepcionales
virtudes que la adornaban.
Una sobrina carnal de la citada amiga, nos ha
contado haberle oído referir innumerables veces a su tía, que Angelita asistía
por entonces al taller y que los domingos tenía permiso para hacer escapularios,
los cuales confeccionaba con mucho primor, y con el producto de este trabajo,
hacía limosnas a los pobres enfermos que visitaba. También dice que iban juntas
los domingos por la tarde a oír las conferencias espirituales que daba el P.
Tejero y que fueron a ver las cofradías de aquella Semana Santa,
disfrutando grandemente por el camino, escuchando a Angelita, que con un fervor
y gracia particular le hablaba de Nuestro Señor.
Vueltos a Marchena se escribían alguna que otra
vez, conservándose una carta fechada en noviembre del año 72, en la que les
habla de la aflicción que habían pasado por enfermedad de un hermano, llamado
Luis, al cual nombra. Se advierten ya los primeros aleteos de su espíritu
gigante en estas palabras:
«…Pero, querida amiga, Dios permite estas cosas
para nuestro bien, y dichosas de nosotras si sabemos aprovecharnos, como así lo
habrán Vdes. hecho; pero muy en particular V. que no deseando otra cosa que
agradar a Dios, se habrá aprovechado bastante en esta ocasión, para ofrecerle
flores de verdadera virtud, todas con el perfume de la voluntad de Dios. ¡Oh
dichosas ocasiones en que tanto se puede adelantar en la perfección! […].
Y refriéndose al enfermo dice:
«Cuando supe que estaba malo, no pensé otra
cosa, sino que Dios lo permitía así para hacerlo un santo; con qué, que lo haga
así.
Y no molestándola más, dará los afectos de mi
madre y míos a la suya y a Luis, y V. reciba el cariño que le profesa su
hermana en Jesucristo, María de los Ángeles Guerrero ».
Es esta una de las raras veces en que se firma
«María de los Ángeles ».
Más tarde volvió esta familia a Sevilla, donde se
instaló definitivamente. Las Hermanas asistieron a «Dolorcita», como Madre la
llamaba, en su última enfermedad, y ésta les entregó antes de morir las dos
cartas de que hemos hecho referencia.
[Intenta entrar en el Carmelo]
Volvamos a su proyectado ingreso en las
Carmelitas. Acompañada de su hermana Joaquina, a la cual había revelado su
secreto, se dirigió al convento con grandes deseos de consagrarse a Dios
en una Orden tan observante; pero vio defraudadas sus esperanzas, pues las
religiosas, aunque reconociendo y estimando el mérito de la joven postulante,
(tenía entonces diez y nueve años) creyeron imprudente recibirla como lega, a
causa de su fina y delicada complexión; pensando que no tendría fuerzas para
soportar los rudos trabajos físicos que ordinariamente han de ejercitar estas
religiosas.
Completamente desconcertada la fervorosa joven
y llena de amargo desconsuelo, volvió al P. Torres, que sin duda esperaba este
resultado, pues no le sorprendió lo más mínimo y la consoló haciéndole creer
que la divina misericordia le proporcionaría medios de santificación más
meritorios.
[Transcurren los años 1865 -
1868]
Una terrible epidemia de cólera que azotó a
Sevilla en el año 1865, hizo ostensibles al P. Torres la falta de instrucción
religiosa y el lamentable estado en que yacían los pobres en los corrales de
vecindad, y esto le sugirió las primeras ideas sobre la gran obra de su vida;
aunque de momento, quedó su corazón lleno de pena por no tener aún medios de
remediar tantos males.
El 7 de enero de 1866 pronunció el hermoso
discurso de apertura del Seminario, (retrasada aquel año a causa de la epidemia
del cólera) que fue muy aplaudido y continuó explicando las asignaturas de que
estaba encargado, con infatigable celo. El ilustre Sr. D. Modesto Abín,
Canónigo de la Santa Iglesia Catedral, en unos apuntes biográficos dedicados a
enaltecer su memoria, (de los cuales hemos tomado muchos de los datos que ilustran
este capítulo), dice así, recordando al P. Torres como Catedrático:
«Aún nos parece verle, sentado en su cátedra
del Seminario; el cuerpo enjuto, consumido por los rigores de la mortificación,
las incesantes tareas de su ministerio y el padecimiento crónico que le
aquejaba; el rostro serio, reflexivo, pero atrayente, por la dulzura de su
mirada franca, sincera, vivamente expresiva de la penetración de su ingenio y
de la nobleza de sentimientos de aquel corazón que no latía sino a impulsos del
amor de Dios y del prójimo.
Sus alumnos le amaban entrañablemente; desde
que oían sus primeras explicaciones eran arrastrados por la afabilidad de su
trato, por la forma clara y persuasiva de su enseñanza y por algo que vale
mucho más: (aquí hace una reseña y elogio de sus heroicas virtudes) por todo
eso, además de amarle como maestro le venerábamos como a santo».
En 1868 pasó a vivir a la calle de la Bolsa,
feligresía de San Pedro, en compañía de su íntimo amigo el ejemplar sacerdote
D. José Antonio Ortiz Urruela , donde en vez de descansar de sus tareas, se
entregaban ambos a la penitencia más austera, habiendo ocasiones en que les
faltó hasta lo más preciso, porque los pobres habían agotado sus recursos.
El P. Torres, que hasta aquí dijo Misa y tenía
su confesionario en Santa Paula, se trasladó ahora a la iglesia del convento de
Santa Inés , más próxima a su nuevo domicilio. En estos turbulentos días de la
revolución del 68, cuentan que los revolucionarios obligaban a poner una
piedra en las barricadas a todos los transeúntes, y nuestro P. Torres, que
nunca dejó de usar sus hábitos sacerdotales ni de ejercer por temor sus
ministerios, alguna vez hubo de ponerla al pasar por la calle D.a María Coronel
en dirección a Santa Inés.
La joven Angelita, también tenía que recorrer
las calles para ir a su taller de la calle Huevo, y al verla venir los
revolucionarios, notaban en ella un algo tan especial, que se decían unos a
otros: «Dejad pasar a esa joven», y le cedían el paso respetuosamente, sin
obligarla a poner piedras en la barricada.
A esta época también, debe referirse un hecho
contado por la maestra del taller, que revela la extraordinaria humildad del P.
Torres y su celo en la dirección del alma de Angelita. Cierta mañana había
estado ella en la Catedral y en Santa Paula buscando a su Director para
comunicarle algo de interés; mas viendo que llegaba la hora del trabajo, se fue
resignada, aunque con alguna contrariedad por el natural convencimiento de que
ya no podría verlo. A eso de las once, no sabemos si por sobrenatural impulso, o
porque alguien le hubiese advertido que la joven lo buscaba, se presentó en el
taller el Padre, que le dijo sencillamente: «Angelita ¿tenías algo que
decirme?, ¿para qué me buscabas?», quedando ella admirada y más confirmada en
el concepto de santidad que de él tenía.
[4. Noviciado en las Hijas de la
Caridad]
Urgiéndole nuestra joven sus deseos de
consagrarse a Dios, parecióle al P. Torres que la ardiente y fervorosa caridad
de Angelita eran pruebas inequívocas de que Dios la llamaba a su servicio en un
Instituto de vida activa, y pensando que en las Hijas de la Caridad hallaría
campo adecuado para realizar sus deseos, le aconsejó fuese a ver a la Superiora
del Hospital Central, muy conocida y estimada por el Padre.
Obedeció ella, aunque con un ligero temor de
ser nuevamente rechazada; mas la Superiora la recibió con suma benevolencia y
después de conferenciar largamente, no sólo aprobó su proyecto, sino que la
admitió y animó a ingresar cuanto antes.
Comunicó gozosísima al P. Torres el resultado
de la entrevista, y pareciéndole a éste que no debía aplazar la ejecución de
sus designios, él mismo quiso ayudarle, comunicándolo a la madre de Angelita, e
influyendo para que otorgase su permiso. Costóle mucho sacrificio, pues no
obstante su mucha piedad, amaba a esta hija con predilección, y el pensamiento
de separarse de ella, la llenaba de amargo desconsuelo; mas al fin como buena y
cristiana madre, rindióse a las súplicas de su hija y a los santos y prudentes
consejos del Padre Torres, no queriendo oponerse a la voluntad de Dios.
[Aparecen los primeros síntomas de su
enfermedad]
Allanada esta pequeña dificultad de la natural
resistencia materna, ingresó como postulante en el Hospital, con objeto de
empezar la primera prueba. Era el año 69 y tenía Angelita veinte y tres años.
Terminado el postulantado con edificación
general pasó al noviciado, donde fue recibida con singular estimación, por los
brillantes informes que de ella tenían, y por su ejemplar conducta, sin duda
alguna, le concedieron el santo Hábito; pues padecía una tenaz enfermedad que
le producía frecuentes vómitos y que empezaba a preocupar a sus Superiores.
En el Noviciado llama la atención su fervor
extraordinario, siendo ejemplar de virtudes para sus compañeras y el consuelo
de la Superiora que cifraba en ella risueñas esperanzas; pero yendo en aumento
la penosa enfermedad y notando que se desmejoraba notablemente, resolvieron
trasladarla a Cuenca , para ver si mejoraba con el cambio de clima.
Interesóse vivamente la Superiora de aquella
casa por la fervorosa novicia, no perdonando medio para devolverle la salud;
pero la enfermedad no cedía. Entonces la trasladaron a Valencia, donde como en
Cuenca se captó el afecto de la comunidad por su amable y extraordinaria
virtud, haciendo todas esfuerzos para conseguir su curación; mas se estrellaron
todos los recursos de la caridad y de la ciencia.
En carta escrita por Sor Ángela en julio del
año 1884, a sus hijas, las Hermanas Ángeles y Adelaida de Jesús, que estaban
postulando en Valencia, encontramos este párrafo alusivo al tiempo que allí
pasó siendo novicia de las Hermanas de la Caridad:
«Si van al Asilo del Marqués de Campo y está
todavía Sor Pilar de Superiora, le dan mis recuerdos. Quizás ya no se acuerde
de mí... Esa Superiora me cuidó mucho y yo le di que hacer bastante ».
Las Hermanas contaron al volver del viaje que
la Superiora la recordaba mucho, que les hizo grandes elogios de sus virtudes,
particularmente de su humildad y delicada observancia; y que les manifestó lo
que ellas la habían sentido y cuánto se habían alegrado después, de que Nuestro
Señor la hubiese escogido para una obra tan grande como la fundación de la
Compañía.
Deseosos los Superiores de conservar en su
Congregación una criatura de tan superior mérito, hicieron la última prueba, el
esfuerzo final, y la enviaron a la Casa Cuna de Sevilla, a ver si recobraba la
salud con el clima y ambiente del país natal. La Superiora de esta Casa, que la
conocía y estimaba mucho, hizo esfuerzos increíbles, secundando el plan de los
médicos, para poder retenerla, pero todo fue inútil; la enfermedad avanzaba
implacable, siendo ya tan repetidos los vómitos que le impedían retener ningún
alimento. Era especial el afecto que todas le profesaban. Una de las compañeras
se llevaba una pequeña palangana al refectorio, a ver si después que devolviese
un poco, podía seguir tomando alimento; más, ¿qué pueden los recursos humanos
frente a los planes de Dios?
Comprendiendo los Superiores que no era
voluntad divina su permanencia en la Congregación se lo notificaron a la
interesada, que recibió la noticia con el corazón oprimido de intensa pena mas
con la resignación y el interior consuelo de ser esta la divina voluntad. El
día de la salida hubieron de separar para que no la viesen, a las novicias y
demás Hermanas, por el extremado sentimiento que mostraban al perder aquella
compañera que tanto las había edificado.
No hemos podido adquirir más noticias relativas
a su permanencia con las Hijas de la Caridad; pero el hecho de interesarse los
Superiores por una novicia, de tal manera que apelasen a recursos tan
extraordinarios como suponen los cambios de localidades que le proporcionaron,
demuestra que por entonces era nuestra Ángela un modelo de perfectas y
cristianas virtudes.
[Algunos recuerdos del Noviciado
en las Hijas de la Caridad]
Muchos años después de fundado el Instituto,
recuerdan las Hermanas haberle oído contar el siguiente detalle, relativo al
tiempo de aquel su noviciado. Cierto día la mandaron asistir con los párvulos a
un acto piadoso, con exposición de su Divina Majestad. Los chiquillos, cansados
del largo ejercicio y abusando de la paciencia y poca resolución de la joven
novicia, se sentaron en el suelo, se quitaron los zapatos y calcetines, e
hicieron mil travesuras. Al darse ella cuenta del espectáculo abochornóse del
indisciplinado aspecto de los chicos, pero doliéndole más que todo la
irreverencia que hacían a la real presencia de Jesús Sacramentado, irguióse
indignada y resuelta y al llegar con ellos al refectorio les dice dando un
golpe en la mesa: «Esta noche se acuestan todos sin cenar» Sorprendidos de su
desacostumbrada actitud, desde aquel momento la obe¬decieron y respetaron.
Hecho demostrativo del devoto recogimiento y profundo respeto que le merecía la
Casa del Señor.
También contó en otra ocasión en que
recomendaba a sus hijas la paciencia y el no inutilizar a las Hermanas,
volviendo atrás todo lo que hacían, que en su noviciado tuvo ella que ofrecer a
Nuestro Señor la continua censura de una Hermana, que si ella quería hacer las cosas
con esmero, le decía que echaba mucho tiempo, que no tenía disposición; y si
por darle gusto aligeraba, ponía de relieve que no estaba bien hecho.
La breve permanencia de Sor Ángela entre las
Hijas de la Caridad no fue inútil para ella, pues se ejercitó en la vida de
sacrificio que supone estar en comunidad; se puso en íntimo contacto con el
dolor, practicando de lleno aquella caridad sublime y heroica que demostrará
luego, toda su vida, al servicio de los enfermos.
Y finalmente, así como cuando soñara con ser
Carmelita ponía como principal fundamento de la vida religiosa la oración,
aprende ahora el ejercicio de la vida activa junto a las hijas de S. Vicente de
Paul; confesando ella misma más tarde a las suyas, las Hermanas de la Cruz, que
algunos detalles prácticos de orden, administración y gobierno que luego
implantó en su Instituto, los aprendió de aquellas beneméritas religiosas.
[5. El Padre Torres en Roma]
La reputación científica y la fama de los
extraordinarios méritos del P. Torres había llegado hasta la capital del Orbe
católico, y al anunciarse la celebración del Concilio Vaticano, se supo en
Sevilla con general satisfacción que Su Santidad Pio IX lo había nombrado
Consultor Pontificio de aquella augusta Asamblea, en cuya consecuencia hubo de
acompañar en su viaje a Roma, entre los demás consultores, al Emmo. Cardenal
Arzobispo de Sevilla, Sr. D. Luis de la Lastra y Cuesta .
Seis comisiones fueron designadas por el Papa
para el estudio de las materias que habían de presentarse al examen y
deliberación del Concilio; cada una era presidida por un Cardenal, y la reunión
de todos los presidentes constituía la Comisión Directiva. Para formar las
comisiones se procuró elegir con el carácter de consultores a verdaderas
eminencias científicas de universal reputación, como convenía a la gravedad de
las materias que habían de tratarse.
Así, en la crónica de dicho Concilio, publicada
en el Boletín de esta Diócesis en su número 17 de diciembre de 1869, figuran
nombres tan ilustres como los de Perrone, Franzelini, Lucidi, Hettinger, De
Angelis, Tarquini, Hergenrother, Simeoni, Jacobini, Gay, Alzog y otros
personajes de primera fila en el mundo del saber. Al lado de estas eminencias
extranjeras figuraban los nombres de cuatro presbíteros muy conocidos del clero
sevillano. Guisasola, Arcipreste de nuestra Catedral, y más tarde Arzobispo de
Santiago; Campelo, profesor de Química en la universidad literaria; Ortiz Urruela,
tan sabio como santo, y el Catedrático del Seminario Hispalense Sr. Torres
Padilla, nombrado para la comisión de Disciplina Eclesiástica.
Este, al tener noticia del nombramiento,
exclama con su profunda humildad: « ¿Cómo voy a ir yo a Roma, entre aquellos
grandes teólogos, Obispos, Arzobispos, Cardenales de todo el mundo; yo que
apenas se leer el Latín?
La misma humildad le hace expresarse en los
siguientes términos en carta dirigida desde la Ciudad Eterna al P. José Pérez,
Provincial de la Orden de Trinitarios: «Sr. D. José: ¡Qué teologazos! », manifestándose
anonadado ante los Padres del Concilio. Y el que así se expresaba, intervino en
la comisión presidida por el Cardenal Caterini, la que celebró mayor número de
sesiones, desplegando una actividad asombrosa, en la cual tuvo una parte
notable; según consta en las noticias que se recibían de Roma en aquellos días,
unánimes todas en afirmar que el P. Torres no se daba punto de reposo, siempre
encerrado entre libros y trabajando día y noche en su abrumadora y ardua labor.
Uno de los consultores presentó un documentado
discurso que aclaraba muchas dudas; y después de examinado, pareció a todos que
podía ya mandarse al Padre Santo. El P. Torres, con su acostumbrada modestia,
pero con singular aplomo, indicó unos puntos que debían aclararse más. Los
consultores dijeron: «Padre Torres; no sea V. tan escrupuloso.» Nuestro Padre
calló mansamente; pero Su Santidad devolvió el trabajo pidiendo aclaración de
aquellos mismos puntos, lo que hizo subir la admiración y estima del Padre
Torres entre todos los miembros del Concilio.
«En aquella Roma eclesiástica, donde nada ni
nadie llama fácilmente la atención en ciencia y en virtudes, porque allí está
el foco de la luz y el hogar doméstico de los santos, escribió más tarde el
ilustre Sr. D. Cayetano Fernández, Torres Padilla fue distinguido y estimado de
muchos Cardenales y del mismo Santo Pontífice Pió IX, por su saber,
laboriosidad y edificante vida» .
[6. Su vuelta al mundo]
[Angelita abandona el noviciado
de las Hijas de la Caridad]
La sacrílega invasión de Roma por las tropas
piamontesas el 20 de septiembre de 1870, obligó a Su Santidad a suspender el
Concilio por su Bula de 20 de octubre del mismo año, y el P. Torres vuelve a
Sevilla, en compañía del Cardenal la Lastra y demás ilustres sevillanos
que en él tomaron parte.
Con esta ausencia del P. Torres, motivada por
su viaje a Roma con ocasión del Concilio, coincidió la salida de la joven
Ángela del Noviciado de Hermanas de la Caridad, y esta circunstancia hacía
doblemente dolorosa su situación, por no contar con la luz y fortaleza que
siempre hallaba en los consejos de su prudente y santo director.
Sobrepúsose resignadamente a su dolor y volvió
a la vida de familia, donde encontró nuevamente el cariño de su madre y
hermanos, gozosísimos de que Dios les devolviera a su amada Angelita.
Desviviéronse por cuidarla; y de momento fueron inútiles los desvelos
maternales para atajar la persistente enfermedad que de día en día la
debilitaba.
Pero nuestro Señor, que había dispuesto aquella
prueba para la mejor realización de sus altos designios, hizo que recobrase la
salud sencillamente, sin auxilio de médico, medicinas, ni algún otro recurso
humano: Aquellos tenaces vómitos desaparecieron de pronto, reteniendo por primera
vez su estómago unas friturillas de bacalao envuelto en masa, que aquí llaman
«soldados de Pavía» y que a su madre se le ocurrió comprarle en un puesto de
masa frita que había por aquel entonces junto a la iglesia de Santa Catalina .
Desaparecidos los síntomas y al mismo tiempo la
enfermedad, llenáronse todos de alegría, y la misma Ángela quedó muy tranquila,
viendo en ello una prueba manifiesta de que no era voluntad de Dios su
continuación como religiosa entre las Hijas de la Caridad.
[De nuevo en el taller de doña
Antonia Maldonado]
Luego que se encontró repuesta volvió a su
antiguo taller, donde fue recibida por su maestra y compañeras con evidentes
muestras de entusiasmo. Y ordenó su vida a la manera que antes: repartiendo las
horas entre el trabajo del taller, la oración y demás ejercicios piadosos, y
las obras de caridad y celo.
Pero nada podía satisfacer su alma, ni
distraerla de sus profundos e indefinibles pensamientos. Inmediatamente que
tuvo noticia de la llegada a Sevilla del P. Torres, acudió a confesarse con él,
siendo esta entrevista para ella, como un claro rayo de sol en día nebuloso.
Contóle sus penas y temores, sus inquietudes y sus anhelos; manifestóle sus
vivos deseos de aumentar más y más sus penitencias. Y el santo y prudente director
que la recibió con su natural amor y dulzura, se llenó de gran consuelo al
comprobar que nada había atrasado aquella alma en el bien, sino que andaba muy
adelante en los caminos del Señor.
Dióle alguna libertad en su sed de penitencias,
viendo en ello algo extraordinario y sobrenatural; deseos inspirados por el
Divino Espíritu, que quería prepararla para elevados designios de su amor.
Mas, de momento, ni el P. Torres, ni la misma
Ángela, sabían de modo concreto cuáles eran los amorosos planes de la divina
Providencia.
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