"Ventana abierta"
Carta Pastoral Arzobispo de Sevilla
‘Noviembre, mes de los difuntos’
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy celebramos la
solemnidad de Todos los Santos y mañana la Conmemoración de los Fieles
Difuntos, y no quiero que vaya adelante este mes, que en la piedad popular está
dedicado a los difuntos, sin dedicar una de mis cartas semanales a quienes “nos han precedido en el signo
de la fe y duermen ya el sueño de la paz”.
El Catecismo de la
Iglesia Católica (n. 958) nos dice que “la Iglesia peregrina… desde los primeros tiempos del
cristianismo, honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también
ofreció sufragios por ellos, pues, `es una idea piadosa y santa orar por los
difuntos para que sean liberados del pecado’ (2 Mac, 12,46)”.
La visita al cementerio y la
oración por nuestros familiares, amigos y bienhechores difuntos, especialmente
en el mes de noviembre, es en primer lugar una profesión de fe en la
resurrección de la carne, en la vida eterna y en la pervivencia del hombre
después de la muerte, uno de los artículos capitales del Credo Apostólico.
Gracias a la resurrección del Señor, los cristianos sabemos que somos
ciudadanos del Cielo, que la muerte no es el final, sino el comienzo de una
vida más plena, feliz y dichosa, que Dios nuestro Señor tiene reservada a
quienes viven con fidelidad su vocación cristiana y mueren en gracia de Dios y
en amistad con Él.
Los sufragios por los
difuntos, entre los que hay que contar también la mortificación y la limosna,
son además una confesión explícita de nuestra fe en el dogma de la Comunión de
los Santos y de nuestra convicción cierta de que los miembros de la Iglesia
peregrina, junto con los Santos del Cielo y los hermanos que se purifican de
sus pecados en el purgatorio, constituimos un pueblo y un cuerpo, el Cuerpo
Místico de Jesucristo. Somos una familia, en la que todos nos pertenecemos, que
participa de un patrimonio común, el tesoro de la Iglesia, del que forman parte
los méritos infinitos de Jesucristo, todos los actos de su vida, muy
especialmente su pasión, muerte y resurrección, y la oración constante de quien “vive siempre para interceder
por nosotros” (Hebr 7,25). A este patrimonio precioso
pertenecen también los méritos e intercesión de la Santísima Virgen y de todos
los Santos, la plegaria de las almas del purgatorio y nuestras propias
oraciones, sacrificios y obras buenas, que hacen crecer el caudal de caridad y
de gracia del Cuerpo Místico de Jesucristo.
Los miembros de la Iglesia no
somos islas. Todos, vivos y difuntos, estamos misteriosamente intercomunicados
por lazos tan invisibles como reales. Todos nos necesitamos y podemos ayudarnos. “Como la Iglesia –nos
dice Santo Tomás de Aquino- está
gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido
forman necesariamente un fondo común”. De él todos podemos
participar. Por ello, acudimos cada día al Señor y nos encomendamos a la
Santísima Virgen, a los Santos y a nuestro ángel custodio. Del mismo modo,
podemos y debemos encomendar la fidelidad y perseverancia en nuestros
compromisos a la intercesión de las almas del purgatorio, a las que también nosotros
podemos ayudar a aligerar su carga y a acortar la espera del abrazo definitivo
con Dios, con nuestras oraciones, sacrificios y sufragios, singularmente con el
ofrecimiento de la santa Misa. Como es natural, hemos de encomendar en primer
lugar a nuestros seres queridos, familiares, amigos y conocidos, pero también a
todas las almas del purgatorio, sobre todo, a aquellas que no tienen quienes
recen por ellas o están más necesitadas.
En el último día de nuestra
vida, en la presencia del Señor, conoceremos en qué medida las oraciones y
sacrificios de otras personas por nosotros nos mantuvieron en pie y afianzaron
nuestra vida cristiana. Entonces comprobaremos el valor salvífico de nuestra
plegaria y de nuestras buenas obras para otros hermanos, cercanos o lejanos,
conocidos o desconocidos. Entonces sabremos también cómo nuestra tibieza y
nuestros pecados debilitaron el tesoro de gracia del Cuerpo Místico de Cristo,
haciéndonos reos de los pecados ajenos, lo cual ya desde ahora debe
estimularnos a afinar en nuestra fidelidad al Señor y en el cumplimiento de
nuestros deberes.
Al mismo tiempo que os invito
a encomendar, especialmente en este mes, a las benditas ánimas del purgatorio a
la piedad y misericordia de Dios, entre las que seguramente tenemos familiares
y amigos, os recuerdo con el papa Pío XII, en su encíclica Mystici Corporis, el
misterio, que él llama “verdaderamente
tremendo y que nunca meditaremos bastante”, que la salvación
de un alma dependa de las voluntarias oraciones y mortificaciones de otros miembros
del Cuerpo Místico de Jesucristo. Este misterio sorprendente debe ser para
todos una interpelación constante y una llamada apremiante a la santidad y a
vivir con responsabilidad nuestra vida cristiana, pues muchos bienes en la vida
de la Iglesia están condicionados a nuestra fidelidad.
Para todos, mi saludo fraterno
y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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