"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO
DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
¡Aleluya, Aleluya, Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
Tan solo había adentro “las vendas en el suelo
y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las
vendas, sino enrollado en un sitio aparte”.
“¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?
A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y
mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (de la Secuencia para la
liturgia del Domingo de la Resurrección del Señor).
Hoy es el día más importante en la liturgia de
la Iglesia. Celebramos el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la
Resurrección, que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no
hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el
encuentro con el Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los
apóstoles todo lo que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían
comprendido a cabalidad.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este día (Jn 20,1-9), es la versión de Juan de lo ocurrido en la
mañana gloriosa de aquél domingo en que Jesús resucitó. El pasaje nos muestra a
María Magdalena llegando al sepulcro de madrugada y encontrando quitada la
lápida del sepulcro. Inmediatamente dio razón del acontecimiento a Pedro y al
“discípulo a quien tanto quería Jesús”, quienes salieron corriendo hacia el
sepulcro. El segundo, que era más joven llegó primero y esperó que Pedro
llegara y entrara primero en la tumba vacía; tan solo había adentro “las vendas
en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo
con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Leí en algún lugar una vez,
que en aquél tiempo cuando un artesano itinerante (como lo era Jesús) terminaba
su labor, se quitaba el delantal de trabajo y lo enrollaba; así el que le había
contratado sabía que había terminado. Jesús había culminado la labor que le
había encomendado el Padre; se había entregado por nosotros y por nuestra
salvación. Y como signo de ello, se quitó el sudario y lo enrolló…
Nos dice la Escritura que luego entró el más
joven, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que
Él había de resucitar de entre los muertos”. El sepulcro vacío es el llamado
“signo negativo” de la resurrección de Jesús, que junto al “signo positivo”, es
decir, las apariciones, constituyen prueba irrefutable de que Jesús en efecto
ha resucitado.
Debemos recordar, por otro lado, que Jesús
resucitó con un cuerpo glorificado. Un misterio que no comprenderemos hasta que
tengamos la misma experiencia en el día final, cuando entremos junto a Él
en la Jerusalén celestial. Por eso podía atravesar paredes (Jn 20,19) y al
mismo tiempo comer (Lc 24, 30-31; Jn 21, 5.12-23), y por eso no todos podían
verlo; solo aquellos a quienes Él se lo permitía. Así lo vemos en la primera
lectura de hoy (Hc 10,34a.37-43): “Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo
ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a
nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección. Nos
encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado
juez de vivos y muertos”.
Hoy celebramos el evento más importante de la
historia de la salvación, la culminación del Misterio Pascual de Jesús, quien
venciendo la muerte nos liberó que la esclavitud, haciendo posible su promesa
de vida eterna para todo el que crea en Él (Jn 11, 25b-26). La fe nos permite
participar y ser testigos de la Resurrección. Por eso en la liturgia
eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.
Señor, resucita en mi corazón, para que yo
también pueda ser testigo de esa gloriosa Resurrección que celebramos hoy.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
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