"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
MIÉRCOLES DE LA OCTAVA DE PASCUA
“¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que
no sabe lo que ha pasado estos días?”
Continuamos nuestro camino en la Octava de
Pascua con las apariciones del Resucitado a sus discípulos. Hoy la liturgia nos
brinda la narración de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35).
El relato nos presenta a dos discípulos que
salían de Jerusalén rumbo a una aldea llamada Emaús. Iban decepcionados,
alicaídos. El Mesías en quien habían puesto todas sus esperanzas había muerto.
Habían oído decir que estaba vivo, pero no parecían estar muy convencidos. En
otras palabras, les faltaba fe o, al menos, esta se había debilitado con la
experiencia traumática de la Pasión y muerte de Jesús.
Jesús sabe lo que van hablando; Él conoce
nuestros corazones. Aun así, se acerca a ellos y les pregunta. Ellos no le
reconocen, sus ojos están cegados por los acontecimientos. Le relatan sus
experiencias y comparten con Él su tristeza y desilusión. Jesús los confronta
con las Escrituras: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los
profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su
gloria?” Pero no se limitó a eso. Con toda su paciencia se sentó a explicarles
lo que de Él decían las Escrituras, “comenzando por Moisés y siguiendo por los
profetas”.
Ellos se interesan por lo que está diciéndoles
aquél “forastero” que encontraron en el camino. No quieren que se marche. Se
sienten atraídos hacia Él, pero todavía no le reconocen. Más adelante, luego de
reconocerle, dirán cómo les “ardía el corazón” cuando les hablaba y les
explicaba las Escrituras.
Le invitan a compartir la cena con ellos. Allí,
“sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y
se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Ese gesto de
Jesús, el mismo que compartió con sus discípulos en la última cena, hizo que se
les abrieran los ojos de la fe. El relato continúa diciéndonos que tan pronto
lo reconocieron, Jesús “desapareció”. Desapareció de su vista física, pero
habían tenido la oportunidad de ver el cuerpo glorificado del Resucitado, y esa
“presencia” permaneció con ellos, al punto que regresaron a Jerusalén a
informar lo ocurrido a los “once” y sus compañeros, quienes ya estaban diciendo
“Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.
Este pasaje está tan lleno de símbolos, que
resulta imposible abordarlos todos en este espacio limitado. Nos limitaremos a
comparar el camino de Emaús con nuestra propia vida, y el encuentro de estos
con Jesús, con la Eucaristía.
Durante nuestro diario vivir, nos enfrentamos a
los avatares que la vida nos lanza, ilusiones, decepciones, alegrías, fracasos.
Y nuestra vista se va nublando al punto que nos imposibilita ver a Jesús que
camina a nuestro lado.
Llegado el domingo, nos congregamos para la
celebración eucarística y, al igual que los discípulos de Emaús, primero
escuchamos las Escrituras y se nos explican. Eso hace que “arda nuestro
corazón”. Finalmente, en la liturgia eucarística que culmina la celebración,
nuestros ojos se abren y reconocemos al Resucitado. Es entonces que exclamamos:
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”. Y al igual que ocurrió a
aquellos discípulos, Jesús “desaparece” de nuestra vista, pero su presencia, y
el gozo que esta produce, permanecen en nuestros corazones. De ahí salimos con
júbilo a enfrentar la aventura de la vida con nuevos bríos, y a proclamar: “¡Él vive!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario