Hace tiempo no sé cuando, no sé dónde - nos explica el sacerdote dominico Fco. J. Rodríguez Fassio- leí un proverbio que me causó una honda impresión, decía:
"Cuando nacemos, nosotros lloramos y los demás ríen.
Vive la vida de tal modo, que cuando mueras, los otros lloren y tú rías".
Es verdad que cuando nacemos dejamos el espacio cálido y acogedor del útero materno y nos enfrentamos a nuevos retos en la vida, con nuevas necesidades: tenemos que respirar, tenemos que alimentarnos, necesidades de cariño, de amor, acogida, familia..., y la verdad, nos lo va proporcionando otras personas, y es una situación quizás muy cómoda, porque tenemos lo que necesitamos pero sin necesidad de agradecerlo porque somos muy pequeños, y sin necesidad de responsabilidad.
Después viene el crecimiento. Y el crecimiento en cierto modo es asumir esa tarea del agradecimiento y la tarea de la responsabilidad, no sean tan insensible que no nos extrañe el haber recibido la vida, el haber recibido el cariño y el cuidado de los demás, el poder disfrutar de tantas cosas, entre ello, de nosotros mismos, y tener esa sensibilidad, esa capacidad de dar las gracias.
Y por otra parte también, la responsabilidad de preguntarnos:
Muy bien, y ahora, ¿qué tengo yo que hacer por los demás?
¿A quién tengo yo que cuidar?
¿Qué vidas dependen de la mía, desde las más cercanas, a mi entorno, a las que están más lejanas?
Porque sí, es verdad, que si nosotros no hubiésemos recibido ese cariño, ese alimento, esa acogida, no estaríamos.
¿Qué otras personas dependen de nosotros de alguna manera?
Por eso, en la vida se va sembrando.
Es cierto que no veremos realmente los frutos, porque los árboles que nosotros plantamos ahora, darán fruto en la generación de nuestros nietos.
Pero lo importante es que si yo no planto hoy ese árbol, ellos no comerán esos frutos.
Y así voy haciendo la vida a la vez que me voy haciendo a mí mismo: agradecimiento, responsabilidad, acogida, donación.
Y llega la hora de la muerte, del partir.
Es una hora triste.
La vida es lo mejor que tenemos.
Siempre es un salto al vacío.
Siempre es lanzarse a lo innoto.
Pero, ¿qué sentimiento nos deja el balance de nuestra propia vida.
Si nos tuviésemos que morir ahora, ¿qué balance tendría nuestra vida?
Es una pregunta que nos tenemos que hacer siempre, porque no podemos saber qué tiempo tenemos por delante, ni podemos dejar asignaturas pendientes, ni tareas -como se decía- para cuando tengamos ocasión; sino en cada momento tendríamos que ir, como nos decían nuestras madres cuando salíamos de casa:
"Hijo mío, tú prepárate de todo, no vaya a ocurrirte lo que Dios no permita".
Tenemos que estar siempre preparados; y entonces, en cada momento tendríamos que poder hacer el balance de nuestra vida.
Lo que he vivido hasta ahora, ¿ha merecido la pena?
¿Cómo saberlo?
Yo creo que por una parte, nos podríamos hacer dos preguntas, en primer lugar:
¿Qué nos gustaría haber dejado, de amor, de cariño, de construcción, de justicia, de paz, de mejorar nuestro mundo, de buen recuerdo, de buen sabor?
Y sabiendo lo que nos gustaría dejar, empezar a dejarlo, empezar a que puedan descubrirse aquí esos frutos, ya desde ahora.
La segunda pregunta sería:
¿Y qué me gustaría llevarme?
A los cristianos se nos ha dicho siempre, que nuestras buenas obras -dice la Biblia- nos acompañarán más allá de la muerte.
pero nuestras buenas obras no son como una especie de canicas, o de cuentas de collar sueltas, o de joyas que se encierran en un joyero, y que después se sacan a la hora de la cuenta para saber que tenemos, pues, nuestro tesorito, nuestra cuenta corriente bien llena; sino que nuestras obras, somos nosotros mismos, viviendo.
¿Qué tipo de personas me he ido haciendo a través de la vida?
¿En qué medida he establecido unas relaciones tan sanas, tan buenas, que no solamente me han hecho mejor, sino que he podido yo hacer mejor a los demás?
¿Qué tal mis relaciones con Dios, mis relaciones con los demás, mis relaciones conmigo mismo, mis relaciones con la naturaleza, con la sociedad?
¿Qué tipo de relaciones? Porque todo nos lo jugamos en las relaciones a fin de cuentas.
Y eso que nos hemos ido siendo, nos hemos ido haciendo, eso realmente es lo que nos podemos llevar, y culminará más allá de la muerte.
Por eso uno puede reir a la hora de la muerte, no porque le gusta morirse, evidentemente, sino porque por una parte, tiene cierta satisfacción legítima por lo que deja y por lo que se lleva, pero sobre todo también -segundo motivo importante- de poder reir en la muerte, porque tenemos la esperanza y la ilusión de lo que vamos a encontrar, o sobre todo a Quién vamos a encontrar.
Si yo como creyente he vivido toda mi vida con la nostalgia de Dios, intentando conocerlo más profundamente, seguirle más coherentemente, buscando su rostro en el rostro de las demás personas, intentando ser testigo de su Luz, de su Verdad, entonces realmente el paso al otro lado será también como la ocasión del Gran Encuentro.
Una de las cosas más tristes, es que dicen los psicólogos, que nos puede ocurrir a las personas, es matar la esperanza, no tener ninguna ilusión por lo que puede venir. Y desde luego, si esto es una enfermedad, incluso sicológica, no deja de ser también una enfermedad de la creencia.
Por eso, sí, como decía aquel proverbio que leí no sé dónde, no sé cuándo:
"Vive de tal manera, que cuando mueras, los demás lloren, porque les dejas un buen sabor de boca, porque les dejas un hueco, porque les dejas un recuerdo estimulante; pero tú rías porque tienes motivo".
No hay comentarios:
Publicar un comentario