24 -agosto- 2003
Del sacerdote dominico Fco. J. Rodríguez Fassio.
¡Hola, amigos/as!
Una vez más con ustedes en nuestra
"Seguir la senda, Ventana abierta".
"Dime cómo rezas y te diré quién eres".
Porque se ora como se es.
Muchas personas confunden la oración con la superstición
-nos instruye el Padre dominico Fco. J. Rodríguez Fassio- .
* Superstición es creer en que unos determinados ritos, unas determinadas prácticas por ellas mismas sin una relación interpersonal con Dios, puede tener unos efectos.
A veces esos ritos son ridículos, ponerse una ropa de un determinado color, hacer unos gestos y no otros.
La superstición aparece cuando ya no se tiene fe adulta y entonces se tiene el sucedáneo de la fe.
Pero no toda oración, fuera de la superstición, que sea sincera, es buena y auténtica.
He encontrado un relato musulmán -nos explica Rodríguez Fassio- que nos habla de las distintas formas de orar, todas sinceras, pero no todas buenas, y que pueden servirnos también a nosotros los cristianos como una especie de examen de conciencia de cómo es nuestra propia oración.
Se llama así:
"La oración de Ayel".
"Cuenta que Ayel era un chico, hijo de Amir, de una tribu del Sahara, que a los nueve años rezaba así:
¡Oh, Dios, Todopoderoso!, te pido que en el próximo oasis encontremos pasto abundante para nuestro ganado, y que las palmeras estén cargadas de dátiles.
También te pido, que la próxima semana mi padre me lleve al mercado y me compre allí un arco y unas flechas como las de los guerreros de verdad.
Quiero, por último, que mi hermana Sara se cure pronto de sus fiebres.
Yo te lo pido, ¡oh Todopoderoso!
Pasó el tiempo, y Ayel cumplió catorce años.
Con la problemática propia de su edad, rezaba así:
¡Oh, Dios!, llena de fortaleza mi brazo para que pueda competir con los demás cazadores.
Haz a mi familia la más poderosa de la tribu.
Concédeme que Raquel acepte ser mi prometida.
Y castiga a aquellos que lleven a pastar su ganado a mis oasis.
¡Si no lo haces así, renegaré de Ti, y adoraré a otros dioses que satisfagan mis peticiones!
Unos años más tarde, cuando Ayel tenía unos veinte años, fue admitido como miembro de pleno derecho, adulto, en el Consejo de su tribu, y entonces, poseído de su importancia de su nuevo estatus, quizá también por experiencias de fracasos en las oraciones anteriores, dijo así:
Hoy he sido reconocido como uno de vosotros, ancianos de la tribu.
Quiero que sepáis, que todo lo que hemos recibido ha sido fruto de mi esfuerzo y el de mis hermanos, ¿o acaso Dios ha bajado del Cielo para entregarnos un solo cordero de nuestro rebaño?
¡No, Dios no existe, todo es obra del hombre!
Pero la vida siguió su curso, una vida con sus alegrías, con sus tristezas..., donde Ayel se dio cuenta que era capaz de hacer el bien, pero también se dio cuenta de que era capaz de hacer el mal, de que hacía daño, que sus consecuencias también produjeron mucho dolor, que no tenía su vida en las manos ni tampoco la vida de los demás.
Y esa sabiduría vital lo hizo hacer más consciente y más sabio.
Y en su madurez rezaba así:
¡Señor, te pido perdón!, pues todos estos males han sido fruto de mi soberbia.
Reconozco mis pecados y mis errores pasados.
Sé que tu misericordia nos devolverá nuestro antiguo bienestar.
¡Gracias, Señor!
Ayel siguió cumpliendo vida y años, aprendiendo de la vida lo que ésta da y lo que está más atrás de la vida, lo que está en los hombres, pero en su interior.
Ya a punto de morir, con toda esa sabiduría y experiencia acumulada, rezaba así:
¡Padre, gracias por todo!
Si hubiera sido capaz de ver antes las maravillas que nos ofreces, y los sabores que continuamente nos otorgas, hubiera sido mucho más feliz. Ahora es quizás tarde, pero quiero decirte:
¡Gracias!".
Hasta aquí el relato musulmán -comenta Rodríguez Fassio- pero yo añadiría una oración más. Porque la oración no solamente sirve para iluminar, para confortar, para acompañar, sino que también nos tiene que servir para inquietar, y hablaría entonces de oración peligrosa.
La oración peligrosa es la que se da cuenta de que Dios toma en serio lo que le decimos.
Pero ¿Qué solución tiene Dios para los males de este mundo, para la injusticia que hay, para los males de nuestra Iglesia, para la gente, para mi propio mal?
Uno comprende que parte de la solución soy yo mismo, que yo soy parte de la solución que Dios da a esos problemas, y por lo tanto tengo que sentirme comprometido e involucrado.
Es muy fácil decir en la Eucaristía:
* Por el hambre en el mundo.
¿Y qué hago yo con mi pan?
¿Y qué hago yo con mis fuerzas?
¿Qué hago yo con mis tareas...?
Que es muy fácil decir:
¡Señor, líbranos del racismo!
Pero ¿Qué hago yo con mi vecino?
¿Qué hago yo con aquel que vive a mi lado, que comparte los servicios sociales, que a veces lo considero como un peligro o un extraño?
Y sin embargo, lo veo que no es diferente a mí porque sea de otra raza, de otro pueblo.
La oración solamente nos tranquilizará después de inquietarnos.
Si es antes de inquietarnos, entonces no estamos orando, estamos simplemente drogándonos con palabras bonitas y convirtiendo al Señor en un compinche de nuestra pereza.
1 comentario:
Qué lindas palabras
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