"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN
PARA LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
“Después miré y había una muchedumbre inmensa,
que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie
delante del trono y el Cordero”.
“Entonces oí el número de los marcados con el
sello: ciento cuarenta y cuatro mil sellados, de todas las tribus de los hijos
de Israel. Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría
contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el
Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan
con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono,
y del Cordero»” (Ap 7,4.9-10). Este pasaje, que forma parte de la primera
lectura de hoy, es uno de mis favoritos de toda la Sagrada Escritura. Cada vez
que lo leo no puedo evitar hacerme una imagen mental de la escena, con efectos
audiovisuales y todo. Y como todo cristiano, mi aspiración, como debe ser la de
todos, es llegar a formar parte de esa muchedumbre inmensa. Se me eriza la piel
de tan solo imaginarlo.
Y esa lectura es muy apropiada para la
Solemnidad de todos los Santos que celebramos hoy. Porque si bien la Iglesia
nos propone como modelos y canoniza a unos que llamamos “Santos” y “Santas”,
son cientos de miles los que componen esa multitud, “imposible de contar” que
conforma el grupo de los elegidos, de los que han forjado su santidad a base de
oración y amor al prójimo, a base del seguimiento de los pasos de Jesús.
Y de la misma manera en que la patria honra a
los héroes anónimos de las grandes guerras con un monumento al “soldado
desconocido”, así la Iglesia honra, mediante esta Solemnidad, la memoria de
aquellos que vivieron y murieron en olor de santidad, y cuya obra pasó a veces
desapercibida para la humanidad, mas no ante los ojos de Dios, quien recibió
con agrado la oblación de sus vidas santas.
“Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la
santidad personal. La santidad no es algo que está reservado a unas cuantas
almas “privilegiadas”. Todos estamos llamados a ser “santos”. Dios no nos
quiere buenos, nos quiere santos. Santa Teresita del Niño Jesús decía que “la
santidad consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y
pequeños en los brazos de Dios, y confiados -aun con nuestro cuerpo- en su
bondad paternal”. Ya desde el Antiguo Testamento, Yahvé Dios dijo a su pueblo:
“Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lv 19,2). Pablo
llama “santos” a todos los cristianos de esas primeras comunidades; así, por
ejemplo, le dice a los Corintios “que han sido santificados en Cristo Jesús y
llamados a ser santos, junto con todos aquellos que en cualquier parte invocan
el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).
Hoy mi alma reboza de alegría, porque la
Iglesia universal honra la memoria de mi santa madre y mi padre ejemplar, que
estoy seguro se encuentran de pie, ante el trono del Cordero, con sus
vestiduras blancas y palmas en las manos, alabando y bendiciendo al Señor,
intercediendo por mí y mi familia, mientras gritan con fuerte voz: “La
salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”.
¡Santa Milagros y San Ernesto, rueguen por nosotros!
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