"Ventana abierta"
kamiano
Félix González ss.cc.
Un año más, ya
mediada la tarde, la Primavera hacía su entrada triunfal y rutinaria. Había
triunfado sobre el hosco invierno, y era esperada por todos, con gozo y
esperanza. Nacerían las primeras flores; brotarían los primeros botones verdes
en los árboles, todavía mortecinos; el intenso olor de azahar ya empezaría a
competir con la mezcla de olores de los variados guisos, que se escapaban por
las chimeneas de las casas, entre vapores y humos. ¡Llegaba la primavera
pidiendo guerra! El invierno se alejaba, por un camino angosto, solitario y
mustio, mirando de vez en cuando de soslayo la distancia recorrida, recordando
el tiempo de su reinado, y calculando el tiempo que le quedaba para volver por
sus fueros. En contraste con sus añoranzas, nadie quería recordarlo. ¡Que se
lleve, al menos por un año, su frío, sus lluvias desacompasadas, sus rayos y
tormentas!
Pero la llegada de la primavera, no dejaba, por eso, de ser
un tanto rutinaria y repetitiva. Sólo para los poetas, era nueva, cada año; y
cada año traía su sorpresa, que luego se convertiría en versos de rima fácil y
ritmo acompasado.
Y con la primavera, llegaba, también, la Semana Santa,
¡explosión de cera, luz y flores!
La primavera traía ese año la grata sorpresa de una nueva
Semana Santa, pero más florida y con más olor a azahar.
Todo estaba ya preparado para la gran procesión, esperada y
deseada durante todo el año, aunque el nerviosismo y las prisas se dejaban para
los últimos días. Los “pasos” esperaban pacientes en el templo; pacientes y
coquetos. Era el momento de la rivalidad con los otros pasos que también
procesionaban, entre el clamor de la muchedumbre agolpada en las aceras del
recorrido, y los gritos o lloros de los niños, que ponían a prueba la paciencia
de sus progenitores.
Pero eran los Hermanos Cofrades y los entusiasmados
Costaleros, que esperaban levantar a hombros aquel paso preparado con esmero,
que mantenía expuesta, como un museo itinerante, su Virgen Dolorosa. La
expectación subía por momentos. La muchedumbre fuera del templo, esperaba
paciente que se abriesen las puertas para contemplar aquel espectáculo, que
cada año se repetía como si fuera la primera vez. Sólo había un temor: aquel
cielo plomizo y amenazante, aquellas nubes negras preñadas de agua, aquel
vientecillo que las iba trayendo a pequeños empujones.
Pero aún quedaba una esperanza: que el mismo vientecillo se
las fuese llevando poco a poco, y permitiese a la Virgen Dolorosa pasearse por
las calles de su pueblo.
Dentro del templo sólo estaban los actores y protagonistas del
esperado espectáculo: El paso de la Virgen Dolorosa, los hermanos cofrades y
los sufridos costaleros. Todos compartían la misma inquietud que los de fuera.
La posible lluvia era el gran obstáculo y lo que mantenía en vilo a unos y
otros. Un silencio expectante recorría amenazante las naves del templo y se
alojaba en el alma de los presentes.
Faltaban pocos minutos, pocos segundos para iniciar la
salida. Seguía todo pendiente de la lluvia. Y antes de que chirriasen los
goznes de las majestuosas puertas, comenzaban a caer las primeras gotas,
preludio de los sucesivos chubascos que se sucederían durante la tarde-noche
procesional.
En aquel mismo instante, las lágrimas, mal disimuladas de los penitentes y costaleros, lágrimas de desencanto, de frustración… y acaso, también, de rabia contenida, vinieron a sumarse al llanto de las nubes. Y por el hermoso y sonrosado rostro de la Virgen Dolorosa, se deslizaron dos silenciosas lágrimas. La Virgen lloraba, también, el desengaño traumático de sus hijos y portadores.
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