"Ventana abierta"
De la mano de María
REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2)
“Alguien como un Hijo de hombre, que tenía en
la cabeza una corona de oro y en su mano una hoz afilada”.
En la lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia de hoy (Lc 21,5-11), un fragmento del Evangelio que leímos el pasado domingo XXXIII de este ciclo C, Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy
familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una
especie de “código” que todos comprendían.
Esta lectura nos sitúa en el comienzo del
último discurso de Jesús, el llamado “discurso escatológico”, en el cual se
mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero
un símbolo del segundo. De hecho, todas las lecturas que hemos estado
contemplando durante el final del tiempo ordinario tienen sabor escatológico;
tratan de la destrucción de Jerusalén, el final de los tiempos, el juicio, y la
instauración del Reinado de Dios al final de la historia.
En otras ocasiones hemos dicho que, al
enfrentarnos a estas lecturas, no podemos hacer una lectura literal de los
textos, so pena de caer en interpretaciones erróneas y pasar por alto su
sentido profundo.
La primera lectura (Ap 14,14-19), participa del
mismo género y nos presenta dos eventos distintos.
En el primero el “Hijo del Hombre” (Cfr. Dn 7,13-14) siega la mies metiendo su oz
afilada, “y la tierra quedó segada”, y nos apunta, por un lado, al Juicio por
parte del Hijo, a quien el Padre “le ha dado poder para juzgar porque es Hijo
del Hombre” (Jn 5,27), y por otro lado al que Él mismo nos presenta en la
parábola de cizaña (Mt 25,31-34), donde esta será quemada y el trigo recogido
en el granero del Señor.
Al comienzo del pasaje que contemplamos hoy,
Juan nos presenta un detalle importante sobre este Hijo del Hombre. Nos dice
que “tenía en la cabeza una corona de oro”. Esto apunta su Señorío, a su
carácter del Rey del Universo cuya solemnidad celebramos el último domingo del
tiempo ordinario; el que ha de juzgar a las naciones (Jl 4,12).
El segundo episodio, distinto al primero, nos
presenta la siega de las uvas, no por manos del Hijo de Hombre, sino por un
ángel que sale del santuario y es instruido a meter la oz y vendimiar las uvas,
echándola luego en “el gran lagar de la ira de Dios”. El lagar es el lugar
donde se pisan las uvas para extraer el mosto. Esta imagen nos remite a
Ap 19,15: “De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos;
él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa
cólera de Dios, el Todopoderoso”. El juicio de los impíos.
No hay duda, el Juicio es real y todos seremos
sometidos a él. Allí se separarán los justos de los impíos, los buenos de los
malos, las ovejas de las cabras, el trigo de la cizaña. Y los primeros entrarán
a la casa del Padre, y los otros al fuego eterno, donde será el “llanto y el
rechinar de dientes” (Lc 13,28).
Nosotros los cristianos no debemos preocuparnos ni perder sueño por el día ni la hora. Lo importante es estar preparados, para que cuando llegue el novio, nos encuentre con las lámparas encendidas y aceite para alimentarlas. Así entraremos con Él a la sala nupcial (Mt 25,1-13).
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