"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2)
“Porque tuve hambre y no me diste de comer,
tuve sed y no me dieron de beber…”
Hasta ahora la liturgia nos ha estado
ofreciendo como primera lectura para el tiempo ordinario, pasajes del Antiguo
Testamento. A partir de esta 27ma semana, y hasta el final del tiempo ordinario
(semana 34), estaremos contemplando lecturas del Nuevo Testamento, comenzando
con las cartas de Pablo.
Y como para “despertarnos”, Pablo (Gál 1,6-12)
arremete con ira santa contra aquellos falsos pastores que pretenden
predicarnos un evangelio distinto al de Jesucristo, adaptando su mensaje a lo
que su feligresía quiere escuchar: “Pues bien, si alguien os predica un evangelio distinto
del que os hemos predicado –seamos nosotros mismos o un ángel del cielo–, ¡sea
maldito! Lo he dicho y lo repito: Si alguien os anuncia un evangelio
diferente del que recibisteis, ¡sea maldito! Cuando digo esto,
¿busco la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Trato de agradar a los
hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo”.
Y es que como hemos dicho en innumerables
ocasiones, el mensaje de Cristo tiene unas exigencias que muchos prefieren
ignorar, concentrándose en las partes “bonitas”, como si la Cruz no fuera parte
integrante de ese mensaje de salvación. “El que quiera seguirme…”
El Evangelio (Lc 10,25-37), por su parte, nos
presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han
escrito “ríos de tinta” (ahora diríamos gigabytes y gigabytes de data). Además de la historia, edificante por demás, que nos
presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una
imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de
la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los
tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la
salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.
Hoy nos limitaremos a señalar que el relato
está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas
y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31); mandamiento que
recoge el Shemá que recitan los
judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba
derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en
Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos
que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha
amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al
pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me
refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de
pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al
hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos
incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc.,
etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo
necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si
me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”
“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados
en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el
mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y
me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús
encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve
sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de
cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que
pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es
necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los
medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un
hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada
uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que
no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de
mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el
levita de la parábola!
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