"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2)
A la misma vez, nos está haciendo un llamado a la santidad: “El que os
llamó es santo; como él, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta,
porque dice la Escritura: «Seréis santos, porque yo soy santo»”. Para adquirir
la santidad, para ser verdaderos cristianos, es preciso aceptar sin reparos el
mensaje de salvación contenido en las Sagradas Escrituras. Para ello tenemos
que creer que el Espíritu está presente en esos textos sagrados, y en nuestros
corazones para poder captar en toda su plenitud ese mensaje de salvación. Tengo
que aspirar a la santidad, tengo que convertirme en otro “Cristo”.
La segunda lectura (Mc 10,28-31) nos recalca que no basta tampoco con
creer y “cumplir” lo que dice la Escritura. Ayer leíamos el pasaje del hombre
rico que cumplía todos los mandamientos, pero no pudo seguir a Jesús abandonado
su riqueza. Hoy Jesús nos lleva más allá, recalcándonos que no hay nada más
importante que Él, ni “casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras”.
El seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios, una vez
decidimos seguirlo no hay marcha atrás (Lc 9,60.62; Ap 3,16). Cuando nos habla
de relegar a un segundo plano todo lo que nos impida seguirle libremente, no se
trata tan solo de las “cosas” materiales o el dinero. Se trata también de los
lazos afectivos que a veces nos atan con tanta o más fuerza que las cosas
materiales. De nuevo, no se trata de “abandonar” a nuestros seres queridos; se
trata de no permitir que se conviertan en un impedimento para seguir a Jesús (Cfr. Lc 12,53).
Él no se cansa de repetirlo. Él es santo, y si queremos seguirlo, tenemos
que ser “santos”. La santidad va atada a la filiación divina, lo que implica
formar parte de la nueva familia de Dios fundamentada en la Nueva Alianza
sellada con la sangre de Cristo derramada en la cruz. En el Antiguo Testamento
se pasaba a formar parte del “pueblo elegido” por la sangre, por herencia.
Ahora Jesús nos dice que pasamos a formar parte de la nueva familia de Dios
cumpliendo la voluntad del Padre (Mc 3,35; Mt 12,49-50; Lc 8,21).
Lo que Jesús nos pide para alcanzar la salvación no es tarea fácil. Nos
exige romper con todas las estructuras que generan apegos, para entregarnos de
lleno a una nueva vida donde lo verdaderamente importante son los valores del
Reino.
La promesa que Jesús nos hace al final de pasaje no se trata de cálculos aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o “cien” hermanos, o padres, o madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de dejar los que tenemos ahora. Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo mucho más valioso a cambio. Y no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede ponerle precio al amor de Dios; a la vida eterna; a la “corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,4)?
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