"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE CUARESMA. (LAETARE) CICLO C
Hoy celebramos el cuarto domingo
de Cuaresma, conocido litúrgicamente como Lætare. Deriva su nombre de la antífona gregoriana
del Introito de la misa, tomada del libro del profeta Isaías (66,10), que
comienza diciendo: Lætare, Jerusalem (Regocíjate Jerusalén). Este es un domingo excepcional (al igual que
el tercer domingo de Adviento), en el que el carácter penitencial de la
Cuaresma da paso a la alegría (por eso las vestimentas de color rosado).
Alegría en anticipación al Misterio Pascual de Jesús (su Pasión, muerte y
Resurrección) que estamos próximos a celebrar. Y ese ambiente festivo se refleja
en la liturgia, incluyendo las lecturas.
Desde la primera lectura (Jos 5,9a.10-12) que
nos muestra la alegría del pueblo de Israel celebrando por primera vez la
Pascua con el fruto de la tierra prometida, la segunda lectura (2 Cor 5,17-21)
que nos habla de los frutos de ese regalo que Jesús nos legó en el sacramento
de la reconciliación, hasta la lectura evangélica (Lc 15,1-3.11-32), que nos
presenta por segunda vez en la Cuaresma la parábola del hijo pródigo, o como
muchos preferimos llamarla, la parábola del padre misericordioso (ya la
habíamos contemplado el sábado de la segunda semana de Cuaresma).
Ese segundo sábado señalábamos cómo el padre
salió corriendo hacia su hijo cuando lo vio a la distancia, “se le echó al
cuello y se puso a besarlo”, antes de que su hijo le pidiera perdón. Así es el
amor de Dios. Él nos ama con locura, con pasión, y no importa lo que hagamos,
nunca va a dejar de amarnos. Y el amor todo lo perdona, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta (1 Cor 13,7).
Pero para poder recibir los frutos de ese amor
tenemos que acudir al Padre arrepentidos, con el corazón contrito y humillado (Cfr. Sal 50,19). El hijo había decidido regresar,
consciente de que había obrado mal, para humillarse ante su padre, dispuesto a
trabajar como jornalero. Pero el padre, que nunca había dejado de amarlo, lo
recibió con la dignidad de hijo, olvidando todas sus faltas, todas sus ofensas.
“Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”, nos dice la segunda lectura. Así
es con nosotros cuando, a través del sacramento de la reconciliación nos
acercamos al Padre. Como decimos: “borrón y cuenta nueva”.
Para eso Jesús nos dejó ese regalo tan especial
del sacramento de la reconciliación. En la misma lectura san Pablo nos dice que
“Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle
cuentas de sus pecados”, y a los apóstoles les confió “la palabra de la
reconciliación”. Y es Él mismo quien nos reconcilia con el Padre. Pablo lo dice
claramente: “nosotros actuamos como enviados de Cristo”.
Todo el que se acerca al sacramento de la
reconciliación experimenta la misma alegría que el hijo pródigo cuando escucha
a Jesús, a través del sacerdote decir: “Y yo te absuelvo de tus pecados en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Por eso se ha dicho que “La
reconciliación es el sacramento del hijo arrepentido que regresa a los brazos
de su Padre”.
¿Quieres saber lo que sintió el hijo pródigo
cuando su padre “se le echó al cuello y se puso a besarlo”? Reconcíliate con tu
Padre del cielo. Esta Cuaresma nos presenta una oportunidad para acudir al
sacramento de la reconciliación. ¡Anda, todavía estás a tiempo!
Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre,
quien te vestirá con el mejor traje de gala, y te pondrá un anillo en la mano y
sandalias en los pies.
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