"Ventana abierta"
Pascua de Cristo y Pascua de la Iglesia
Por Luis García
Gutiérrez,
Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia
En la celebración de
la Vigilia Pascual, iluminados por la luz que destella en el Cirio Pascual,
símbolo de Cristo victorioso, los cristianos escuchamos el solemne anuncio de
la resurrección:
«Estas
son las fiestas de la Pascua, en las que se inmola el verdadero Cordero».
En esa noche los creyentes no sólo recuerdan
el supremo acontecimiento de Cristo levantado del sepulcro, sino que, por la
fuerza salvadora de la Pascua, actuada en los sacramentos, se insertan en ese
mismo movimiento de muerte y resurrección.
La Pascua del Señor
se hace así contemporánea a cada momento histórico y a cada fiel por virtud de
los signos sacramentales y bajo el régimen de la vida litúrgica de la Iglesia,
hasta tal punto de poder afirmar con el Pregón Pascual:
«¡Ésta
es la noche!».
Con esta celebración
tan expresiva, neófitos y bautizados anteriormente, comienzan juntos la
andadura por una cincuentena de jornadas que se celebra como un único día de
fiesta.
En este tiempo irá
desgranándose la inmensa riqueza que encierra la Pascua: pascua de Cristo,
pascua de la Iglesia, pascua de la esperanza y pascua del Espíritu; este tiempo
es el «gran
domingo», el espacio de inmenso gozo que conmemora la resurrección
del Señor, su ascensión junto al Padre, el don del Espíritu Santo a su Iglesia
y la espera dichosa de su regreso, episodios e ideas que van sucediéndose
espaciadamente con el fin de facilitar su vivencia y celebración.
Si la comunidad cristiana ha puesto un gran
empeño en su preparación para el Triduo Pascual en la Cuaresma y ha celebrado
con gozo los días centrales del año litúrgico, no debería ahora caer en la
tentación de disminuir su intensidad espiritual.
Es cierto que no es
un tiempo «preparatorio
para…», que estamos llegando al final del curso con justificado
cansancio, que no existe tradición de una «espiritualidad pascual»…
pero todo ello no debe ser excusa para no festejar, como corresponde, estos
días en honor a Cristo Resucitado.
Cristo asciende victorioso del abismo
El contenido de fe que se subraya en primer
lugar durante la cincuentena pascual es cristológico, como no puede ser de otro
modo.
Los evangelios que se
proclaman en la Misa durante toda la octava de Pascua, anuncian la verdad del
hecho de la resurrección: anuncio a las mujeres, descubrimiento de Pedro y «el
otro discípulo» del sepulcro vacío, anuncio de las mujeres a los
apóstoles, conspiración de los judíos para el falso robo del cuerpo de Jesús y,
finalmente, las apariciones del Resucitado a María, a los discípulos de Emaús,
a todos los discípulos, a María Magdalena y a Tomás.
Al Señor, inocente ajusticiado, el Padre le
ha hecho justicia y su vuelta a la vida no es fruto del deseo frustrado de
venganza en sus seguidores sino un acontecimiento que ha tenido lugar en el
tiempo y que, al mismo tiempo, lo supera, porque la victoria de Cristo implica
a toda la humanidad.
En este
sentido, la rica eucología del Misal muestra la resurrección de Cristo no sólo
como una rehabilitación «sociológica» de hombre
bueno que tuvo que sufrir mucho por la injusticia del hombre desagradecido,
sino que presenta plásticamente la dimensión teológica del hecho: Cristo es el «verdadero
Cordero». Con esta expresión, de tan rica resonancia
veterotestamentaria, hace ver la Pascua de Cristo como el cumplimiento y la
perfección de las promesas dirigidas a los antepasados y la superación de todo
culto y de toda vida que no tenga su centralidad en él y en su misterio
pascual. El definitivo Cordero es ahora «al mismo tiempo, sacerdote, altar y
víctima» (cf. prefacio pascual V) y, por él, con él y en él, todo
hombre está llamado a reproducir su misma oblación existencial de la vida.
Alégrese también nuestra madre la Iglesia
Desde el acontecimiento pascual puede
comprenderse también la identidad y misión de la Iglesia, que nace en la
Pascua.
Ésta, fundada sobre
los apóstoles, se muestra como testigo privilegiado y como anunciadora humilde
y audaz de la resurrección de su Señor. Este cometido puede verse condensado en
las palabras del apóstol san Pedro que se proclaman el día de Pascua:
«Nosotros
somos testigos…Dios lo resucitó al tercer día… nos encargó predicar al pueblo»
(Hch 10, 34ss).
En la Pascua nace la
Iglesia con un doble sentido: en ella tiene su origen histórico y el tiempo
pascual es por excelencia el tiempo de los sacramentos de la Iniciación
Cristiana. Se produce así una actualización, repetida todos los años, de lo que
aconteció en los primeros tiempos evangelizadores de la Iglesia.
Así como la
predicación de los apóstoles suscitó la fe y muchos recibieron el bautismo y
del Espíritu Santo, quienes aceptan ahora a Jesucristo, encuentran en el tiempo
de pascua el espacio adecuado para dar comienzo o completar su Iniciación.
No en vano, es el
tiempo de la mistagogía para los bautizados en la Noche Santa y el momento más
oportuno para que los niños reciban su Primera Comunión y celebren la
Confirmación.
En este sentido, la
Octava de Pascua constituye históricamente una unidad bien definida; en ella se
daba por concluida la acción de la Iglesia sobre los neófitos.
En Roma, éstos
frecuentaban la asamblea eucarística durante los ocho días hasta el sábado de
la octava en que deponían las túnicas blancas que habían recibido en la Vigilia
Pascual.
Por su parte, en
Jerusalén era el tiempo dedicado a la mistagogía: la explicación de los ritos
celebrados en la Vigilia tenía lugar una vez que habían sido iniciados, no
antes, cumpliendo así la ley del arcano.
Con estos dos
preciosos testimonios puede comprobarse la importancia que la Iglesia concedía
al grupo de los neófitos en sus primeros días de vida eclesial y cómo se
realizaba la conclusión de su iniciación.
Prueba de ello son
las referencias constantes que hoy encontramos durante la octava en las
oraciones del Misal y la recomendación, donde hay neófitos, de hacer memoria en
la plegaria eucarística de los que han recibido el bautismo.
No obstante estas
precisiones históricas y geográficas, todo el tiempo pascual es considerado hoy
como tiempo de la mistagogía y el tiempo de los sacramentos de la Iniciación
Cristiana, especialmente Primera Comunión y Confirmación.
Al mismo tiempo, todos los creyentes
«renacen» espiritualmente con la celebración anual de la Pascua porque
Cristo les hace partícipes de la nueva vida, una vida centrada en Dios y
obediente a él, purificada del pecado y del temor de la muerte, y que se
alimenta con la palabra de Dios y con los sacramentos.
La Pascua de Cristo,
por lo tanto, es la Pascua de quienes están unidos a él, «porque, demolida nuestra antigua
miseria, fue reconstruido cuanto estaba derrumbado y renovada en plenitud
nuestra vida en Cristo» (prefacio pascual IV). Así, la Iglesia se
comprende como el germen de la nueva humanidad redimida, presencia del mismo
Cristo y su perpetuación en el mundo.
Todos estos aspectos, eclesialmente tan ricos, se
describen maravillosamente en la liturgia eucarística ferial y dominical con la
proclamación del libro de los Hechos de los Apóstoles, que tiene durante el
tiempo pascual su lugar propio en la primera lectura desplazando al Antiguo
Testamento.
Arriba están vuestros nombres
A los cuarenta días de la Pascua, siguiendo
la cronología de San Lucas, Cristo sube junto al Padre. Este plazo se cumple el
jueves de la VI semana; sin embargo, la celebración de la Ascensión se traslada
en la actualidad al domingo siguiente para facilitar la participación en la
Misa.
La ascensión supone
el complemento necesario a la Resurrección, cerrando así el círculo que comenzó
en la Encarnación y que Cristo mismo describe en sus palabras:
«salí
del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre»
(Jn 16, 28).
La liturgia del día
presenta el evento de la Ascensión con una triple perspectiva: la ascensión es
motivo de esperanza y certeza de seguir el mismo camino del Señor; no es
ruptura en cuando a su presencia en medio de los suyos; es la promesa de su
retorno glorioso. Dicho con otras palabras: el que subió, sigue estando y
volverá.
A partir de esta
celebración, la liturgia comienza a destacar un aspecto que, por ser el último
que destacamos, no es el menos importante: la presencia y acción de Cristo por
medio de su Espíritu.
Tendremos ocasión de
abundar en ello más detenidamente en la próxima colaboración.
Baste decir ahora que
durante la séptima semana, el centro de atención de la Iglesia puede
sustanciarse con estas palabras:
«(Jesucristo)
habiendo entrado una vez para siempre en el santuario del cielo…nos invita a la
plegaria unánime, a ejemplo de María y los Apóstoles, en la espera de un nuevo
Pentecostés» (prefacio para después de la Ascensión).
Los signos de la
Piedad Popular
No deberíamos descuidar las manifestaciones
de la Piedad Popular durante este tiempo pascual.
La riqueza de la
historia de la Iglesia –remota y reciente– nos ha dejado preciosos signos de
vida cristiana y devoción en torno al misterio pascual.
Entre las principales
manifestaciones destacan: el encuentro del Resucitado con la Madre, la
bendición de la mesa familiar el día de Pascua, el saludo pascual a la Virgen
María –Regina
caeli–, la bendición de las familias en sus casas, el Vía
Lucis, la devoción a la Divina Misericordia y la novena de
Pentecostés.
Potenciar estas
expresiones de devoción, armonizadas con la vida litúrgica, ayudará a que todos
descubramos con más intensidad la riqueza e importancia del gozoso tiempo
pascual.
¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya!
Los cristianos
celebramos la fiesta más importante del año: el “paso” de Jesús de la muerte a
la vida.
Celebramos el
misterio central de nuestra fe.
Celebramos el triunfo
de nuestro Salvador sobre la muerte y el pecado.
Comienza
el Tiempo Pascual, los cincuenta días que van desde el Domingo de Resurrección
hasta el Domingo de Pentecostés, que “se han de celebrar con alegría y júbilo, como si se
tratara de un solo y único día festivo, como un gran domingo” (Normas
Universales del Año Litúrgico, n 22).
¡Feliz Pascua!
Pascua de Cristo y Pascua de la Iglesia
Por Luis
García Gutiérrez,
Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia
Comentarios
lecturas de Pascua
8 de abril – Domingo
II de Pascua o de la Divina Misericordia
El
domingo es el día del Señor en el que, desde el principio, la comunidad
cristiana se reúne para encontrarse con Cristo resucitado, presente, orando
juntos, en su Palabra y en el pan y el vino consagrados.
Somos así dichosos
porque creemos en Cristo sin haberlo visto.
De Él salió la
iniciativa, cuando al anochecer del primer día de la semana se apareció a sus
discípulos y, luego, otra vez a los ocho días (Ev.).
Por la comunión, el
Espíritu Santo nos hace crecer en la unidad con Cristo y la Iglesia. La 1 lect.
nos muestra cómo en aquella comunidad primitiva se vivía esa unidad: todos
pensaban y sentían lo mismo y compartían sus bienes.
9
de abril – Solemnidad de la Anunciación del Señor (trasladada)
En
la celebración de hoy, hay que resaltar en primer lugar la fe de la Virgen
María en las palabras del ángel. Una fe no fanática, sino razonada:
«¿Cómo será eso, pues
no conozco a varón?».
Una fe que es
obediencia a la voluntad de Dios:
«He aquí la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Ev.).
Y esa obediencia es la
que Cristo tuvo desde el primer momento de su encarnación:
«He aquí que vengo
para hacer tu voluntad» (cf. salmo responsorial y 2 lect.).
Por esa fe de la
Virgen María, el Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, fue llevado en sus
purísimas entrañas con amor, y Dios cumplió sus promesas al pueblo de Israel y
colmó de manera insospechada la esperanza de los otros pueblos (cf. Pf.).
15
de abril – Domingo III de Pascua
Estaba
escrito que el Mesías tenía que padecer, siendo así víctima de propiciación por
nuestros pecados y por los del mundo entero.
Pero Dios lo resucitó
de entre los muertos y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de
los pecados a todos los pueblos (cf. Ev., primera y segunda lecturas).
Esta es la razón de
nuestro ser cristianos, miembros de la Iglesia: existimos para evangelizar, una
vez convertidos de nuestros pecados.
También es la fuente
de nuestra alegría y esperanza de participar un día del gozo de la resurrección
(cf. oración sobre las ofrendas y oración después de la comunión).
Y desde que resucitó,
Cristo se nos revela a través de los signos: el partir el pan, la eucaristía;
las llagas de sus manos y sus pies, nuestros hermanos más pobres y necesitados.
22
de abril – Domingo IV de Pascua
Hoy
es el domingo del Buen Pastor, Cristo, que ha dado la vida por sus ovejas, que
somos nosotros, para salvarnos del pecado y de la muerte. Y no sólo ha muerto y
resucitado por nosotros sino por todo el mundo:
«Tengo además otras
ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer y
escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo Pastor» (Ev.).
La Iglesia, con sus diversos
carismas y vocaciones -de manera especial por medio del orden sacerdotal- hace
presente en el mundo a Cristo, el Buen Pastor.
Hoy es un día especial
para pedir al Señor que nos dé las vocaciones sacerdotales y consagradas que la
Iglesia necesita para seguir evangelizando y creciendo en la unidad.
29
de abril – Domingo V de Pascua
Ser
cristiano equivale a estar llamados a dar frutos de santidad. Y para dar esos
frutos tenemos que estar como los sarmientos unidos a la vid.
Cristo es la vid
verdadera (Ev.). Y estaremos unidos a él guardando su mandamiento, que es creer
por la fe en su nombre y amándonos unos a otros tal como nos lo mandó (2
lect.).
Por la gracia que se
nos da en los sacramentos, especialmente en la eucaristía, Cristo permanece en
nosotros y nosotros en él.
Por el sacrificio
eucarístico, Dios nos hace partícipes de su divinidad (oración sobre las
ofrendas). Sin él no podemos hacer nada. Son sus palabras las que deben guiar
siempre nuestras vidas.
6
de mayo – Domingo VI de Pascua
Cristo
nos ha llamado a ser sus amigos y es Él el que nos ha elegido y nos ha
destinado para llevar al mundo la Buena Noticia de su amor. Y esto lo haremos
amándonos unos a otros como Él lo ha hecho al dar la vida por nosotros y por
todo el mundo (Ev.).
Así testimoniamos que
Dios es amor, un amor que nos ha manifestado enviándonos a su Hijo, como
propiciación por nuestros pecados (2 lect.).
Y ese amor ha sido
derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado por
los sacramentos de la iniciación cristiana y que es para toda la humanidad (cf.
1 lect.).
13
de mayo – Domingo VII de Pascua. Solemnidad de la Ascensión del Señor
Celebramos
hoy el misterio que profesamos en el Credo: Cristo, una vez resucitado de entre
los muertos, subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Nos ha
abierto así las puertas de la gloria para hacernos compartir su divinidad (Pf.
II).
Él, como cabeza
nuestra, ha querido precedernos, para que nosotros, miembros de su cuerpo (la
Iglesia) (cf. 2 lect.), vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su
reino (Pf. I).
Una esperanza que se
apoya también en saber que Él está con nosotros hasta que vuelva lleno de
gloria (cf. Aleluya y 1 lect.).
Mientras, tenemos que
cumplir con su encargo de ir al mundo entero y proclamar el Evangelio a toda la
creación (cf. Ev.).
20
de mayo – Solemnidad de Pentecostés
En
Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, celebraban los israelitas la
Alianza del Sinaí, escrita en las tablas de piedra que Dios entregó a Moisés, y
por la que fueron constituidos en pueblo de Dios.
Estando reunidos
todos los discípulos en ese día, a los cincuenta de la resurrección de Cristo,
vino sobre ellos el Espíritu Santo, la ley de la Nueva Alianza, escrita no ya
en tablas de piedra sino en el corazón de cada creyente.
En este día
comenzaron a ser el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, abierto a todo el mundo
como se expresa en el don de lenguas que recibieron (cf. 1 lect. y Pf.).
Ya antes, Jesús
resucitado había dado el Espíritu Santo a los apóstoles para que pudieran
perdonar los pecados.
El Espíritu sigue
viniendo a nosotros por el bautismo y nos une así a todos formando un solo
cuerpo en Cristo.
Fuente: Calendario Litúrgico Pastoral 2017-2018