"Ventana abierta"
SOLEDAD
DE NUESTRA SEÑORA
La piedad cristiana ha dedicado
de manera especial esta noche al recuerdo del dolor incomparable que
experimentó María al pie de la Cruz de su Hijo divino.
En esta noche, es sólo a María,
compasiva a los pies de la Cruz, que la Iglesia quiere honrar.
Para comprender bien el objeto
y el tema de nuestra meditación, y para rendir esta noche a la Madre de Dios el
honor que le es debido, hay que recordar que Dios quiso, en los designios de su
sabiduría soberana, asociar a María en la obra de la salvación de la humanidad.
En la obra de nuestra salvación, reconocemos tres
intervenciones de María, tres circunstancias en las que fue llamada a unir su
acción a la de Dios mismo.
La primera, en la Encarnación
del Verbo, que vino a tomar carne en su vientre purísimo después que Ella diese
su asentimiento solemne por el Fiat que salva al mundo.
La segunda, en el Sacrificio
que Jesucristo llevó a cabo en Calvario, donde asiste para participar en el
holocausto expiatorio.
La tercera, el día de Pentecostés, donde recibió el
Espíritu Santo como Señora del Cenáculo y Reina de los Apóstoles.
Hoy tenemos que meditar la
participación de María en el misterio de la Pasión de Jesús; contemplar el
dolor que tuvo que soportar junto a la Cruz; los nuevos títulos que ha
adquirido para nuestra gratitud filial.
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Al atardecer del Viernes Santo,
la Iglesia posa su mirada, llena de compasión, sobre María, la Madre Dolorosa.
Lo que predijo el anciano Simeón
en el Templo se ha cumplido: Este está
puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de
contradicción Tu misma alma será traspasada por una espada, para que se
manifiesten los pensamientos de muchos corazones.
Estaba
de pie, junto a la Cruz de Jesús, su Madre…
María no pudo hacer otra cosa, no
pudo dejar solo a Jesús en su vía dolorosa.
Antes de la Encarnación, sabía
por las profecías, y le fue confirmado desde la hora en que Jesús fue
presentado en el Templo, que su Hijo había de morir algún día en sacrificio
expiatorio por los pecados del mundo, y que Ella había de asociarse a Él, y
había de participar en su mismo sacrificio.
Desde aquella mañana en el
Templo, María no ha apartado ni un solo instante de su alma el cuadro previsto
por el anciano Simeón. Continuamente estuvo viendo en espíritu las manos de su
Hijo cargadas de cadenas y traspasadas por crueles clavos. Continuamente lo
estaba viendo asediado por sus enemigos, escarnecido, crucificado. ¡Un perpetuo
martirio!
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Cada vez veía más próximo el
instante de su Pasión. ¡Siempre nuevos dolores!
Lo contempla en su agonía del
Huerto, en casa del sumo sacerdote, ante Pilato.
Ve al Pretor presentarlo al
pueblo y diciendo: ¡He aquí el Hombre! ¡Cómo
se lo han dejado!
María está presente en el momento
en que Pilato coloca a Jesús al lado de Barrabás y en que el pueblo prefiere al
facineroso antes que a su Hijo.
¿Qué
debo hacer con Jesús?, pregunta Pilato. ¡Crucifícalo, crucifícalo!, grita el
populacho. ¡Caiga su sangre sobre nosotros
y sobre nuestros hijos! Ahora Pilato se lo entrega a los judíos para
que lo crucifiquen.
¿Se mantendrá al margen, en
momentos en que toda una nación se levanta para conducir a su Hijo al Calvario,
al compás de sus insultos? ¡Lejos de Ella esta cobardía! Ella se levanta,
inicia su marcha y sale al encuentro de su Jesús.
Esta multitud, que precedía y seguía a la víctima, estaba
compuesta por gente insensible; sólo un grupo de mujeres hacía escuchar sus
lamentos dolorosos, y su compasión mereció atraer los ojos de Jesús. ¿Podría,
acaso, ser María menos sensible a la suerte de su Hijo que las mujeres que no
tenían con Él más lazos que la admiración o la gratitud?
Nuestro corazón filial debe
hacer justicia a la Mujer fuerte por excelencia. ¿Quién puede medir y expresar
el dolor y el amor reflejados en sus ojos cuando se encontraron con los de su
Hijo cargado con la Cruz?
Es largo el camino que separa la Cuarta Estación de la
Décima; y si él fue rociado con la Sangre del Redentor, también fue bañado por
las lágrimas de su Madre.
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Jesús y María llegaron a la
cima de aquella colina que debía servir de altar para el sacrificio más augusto
y más terrible.
María no puede separarse de
Jesús. Lo acompaña cuando lo llevan a crucificar. Está presente cuando lo
despojan de sus vestidos, cuando lo acuestan sobre la Cruz y clavan a ella sus
pies y manos con fuertes clavos.
Pero el decreto divino no
permite aún a la Madre acercarse a su Hijo.
Cuando la víctima esté
dispuesta, la que debe ofrecerle avanzará.
Mientras tanto, cada golpe del martillo, que introdujo
los clavos en el madero, se descargaba sobre el Corazón Doloroso de María.
Y cuando, por fin, se le dio
permiso de acercarse, ¡qué dolores mortales sintió el Corazón de la Madre!
Elevando los ojos, percibió entre lágrimas el cuerpo lacerado de su Hijo,
extendido sobre la Cruz, con el rostro cubierto de sangre y esputos, coronado
con una diadema de espinas…
He aquí el Rey de Israel anunciado y profetizado por el
Ángel… Fue para los hombres, más que para Ella, que lo ha concebido, dado a
luz, alimentado…
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Entonces, pues, Ella se arrimó a
la Cruz en donde se desangraba su Hijo. Allí está, de pie, erguida,
impertérrita, inconmovible, serena, resignada, aunque traspasada su alma por el
más cruel y acerbo dolor.
Mezcla sus dolores con los
dolores y tormentos de su Hijo, que se inmola al Padre.
Se une al sacrificio de su Hijo y
lo ofrece al Padre por la salvación del mundo, por cada uno de nosotros.
El sacrificio que el Hijo
presenta al Padre es presentado al mismo tiempo por la Madre, mediante su íntima
comunión de sacrificio y de dolor con su divino Hijo: ¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino,
deteneos y ved si hay dolor como mi dolor!
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Jesús contempla desde la Cruz a
su Madre y al discípulo amado. Entonces, volviéndose hacia su Madre, le dice: ¡Mujer, he ahí a tu hijo! Y a Juan: ¡He ahí a tu madre!
¡El colmo del dolor para la
Madre! Cuando Ella está dando a su Hijo la mayor prueba de su maternal cariño;
cuando participa con toda su alma de los dolores y angustias de su divino Hijo,
y cuando le asiste hasta el último instante de su vida; cuando Jesús, lleno de
reconocimiento y de compasión por los dolores de la Madre, debiera darle la
prueba más completa de su amor de Hijo, entonces Él no tiene para su Madre más
que una palabra glacial: Mujer.
Otro debe ser desde ahora su
hijo. ¡María no sólo debe perder a su Hijo por la muerte —esto no es todavía
bastante dolor—, debe renunciar, además, a ser Madre de Él, y Él a ser Hijo
suyo!
Se llamará madre de un discípulo…
En cambio, para su amadísimo
Hijo, a quien Ella concibió y llevó en sus entrañas, a quien dio a luz y
asistió hasta el último suspiro de su vida, no será más que una Mujer.
¡Qué trueque tan desigual! ¡Por
Jesús se le da a Juan, por el Señor al esclavo, por el Hijo de Dios al hijo del
Zebedeo!
Así lo ha ordenado la santa
voluntad de Dios.
Del mismo modo que el sacrificio
de Jesús no hubiera sido completo, si su Padre no le hubiera abandonado en la
Cruz, de igual manera, el sacrificio de la Madre tampoco hubiera sido perfecto,
si el Hijo no la hubiese abandonado, por decirlo así, al pie de la Cruz.
Al desamparo del Hijo por el
Padre debía corresponder, igualmente, el desamparo de la Madre por el Hijo.
La mayor aflicción del Hijo en la
Cruz fue verse desamparado del Padre. La mayor aflicción de la Madre al pie de
la Cruz fue ver que su Hijo la desamparaba: Mujer,
he ahí a tu hijo.
Él se separa de Ella para colmar
su dolor: ¡Oh vosotros, todos los que
pasáis por el camino, deteneos y ved si cabe un dolor semejante a mi dolor!
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¡María sigue a Jesús hasta el pie
de la Cruz! Una Madre fiel, una Madre fuerte, dispuesta a todo sacrificio.
Participa de los tormentos y
humillaciones de su Hijo. No le deja beber solo su calle de dolores e
ignominias. No teme acercarse hasta la Cruz y manifestar ante todos que Ella es
la Madre del Ajusticiado.
Está dispuesta a sufrir todos los
dolores. No habla nada, pero dice demasiado.
Para todo lo amargo que la vida
le ofrece, no tiene más que un total y desinteresado: He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según su
deseo y su palabra.
¡María renuncia a su Hijo!
Sacrifica, al pie de la Cruz, todo lo que recuerda su maternidad corporal.
Esta renuncia a todo lo que la
une corporalmente con Jesús la separa de Él, pero sólo para hacerla Madre del
Señor en un sentido mucho más profundo.
María ya no es la Madre del Jesús
físico, como lo fue antes, en su virginal concepción y en su nacimiento, sino
la Madre del Jesús espiritual, con todo su Cuerpo Místico.
Ya no debe conocer más a Cristo
según la carne, sino solamente según el espíritu, para ser así Madre de la
nueva criatura, nacida de la muerte del Señor en la Cruz; para ser Madre del
Cristo total, para ser la nueva Eva, la Madre de los vivos; para ser Madre de
Juan y, en Juan, Madre de todos nosotros.
María nos dio a luz, de un modo
espiritual, al pie de la Cruz, en un alumbramiento inefable.
¡Tan estrechamente nos unió el
Señor con su Madre, mientras ésta estuvo al pie de la Cruz! ¡Tanto le costó a
María ser nuestra Madre! Verdaderamente, nosotros somos hijos del dolor.
¡Por eso somos tan queridos por
nuestra Madre! Por eso debemos estarle muy agradecidos y debemos confiar
plenamente en Ella.
Cuanto más cerca esté un alma de
la Cruz, tanto más fecunda será la virginal maternidad de María para con ella.
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María está al pie de la Cruz
para recibir el último adiós de su Hijo. Él la dejará, y en un momento no
tendrá de ese Hijo más que un cuerpo sin vida y cubierto de llagas.
Mientras los gritos e insultos
suben y llegan hasta su Hijo, pendiente de la Cruz, la Madre Dolorosa recibe
esa palabra mortífera que le anuncia que Ella tendrá sobre la tierra sólo un
hijo adoptivo. Las alegrías maternas de Belén y Nazaret, alegrías tan puras y a
menudo perturbadas por la ansiedad, son reprimidas en su Corazón y van a ser
cambiadas en amargura.
Ella es la Madre de Dios, y su
divino Hijo le es arrebatado por los hombres… Ella levanta sus ojos por última
vez hacia el objeto bien amado de su ternura…
Lo ve experimentando una sed
ardiente, y no le puede aliviar…
Contempla cómo su mirada se
apaga, y no puede sostenerlo…
Escucha las dos últimas
palabras del Verbo divino: Todo está
consumado… Padre, en tus manos entrego mi espíritu…, y nada puede contra
la muerte, castigo del pecado, que su Hijo expía y satisface…
Finalmente, ve cómo su cabeza
se reclina sobre su pecho… y entrega su alma al Padre Eterno…
María no se aleja del árbol del
dolor, a cuya sombra la retuvo hasta ahora el amor maternal. Ella ofrece la
Víctima adorada, se une a su sacrificio redentor…
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Sin embargo, todavía le esperan
crueles emociones… Mientras unos soldados quiebran las piernas de los dos
ladrones, otro atraviesa con una lanza el pecho de su Hijo ya difunto.
San Bernardo, tiene palabras
hermosísimas para expresar este misterio. Hablando a Nuestra Señora, le dice:
Después que expiró aquél tu
Jesús, no tocó su alma la lanza cruel que abrió su costado, que ni aun después
de muerto perdonó a quien ya no podía dañar, pero traspasó indudablemente tu
alma.
El alma suya ya no estaba allí,
mas la tuya no se podía de allí arrancar. Traspasó, pues, tu alma la fuerza del
dolor, para que no sin razón te prediquemos más que Mártir, habiendo sido en ti
mayor el afecto de la compasión, de lo que pudiera ser el sentimiento de la
pasión corporal.
Mas acaso dirá alguno: ¿Por
ventura no supo anticipadamente que su Hijo había de morir? Sin duda alguna.
¿Por ventura no esperaba que luego hubiera de resucitar? Con la mayor
confianza. Y a pesar de esto, ¿se dolió de verle crucificado? Y en gran manera.
Por lo demás, ¿quién eres tú,
cristiano, o qué sabiduría es la tuya, que te extrañes más de María
compaciente, que del Hijo de María paciente? Él pudo morir en el cuerpo, y
María ¿no pudo morir juntamente en el corazón?
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La invencible Madre persevera en custodiar los restos
sagrados de su Hijo. La
Parasceve, la víspera de la Pascua judía, nuestro Viernes Santo, va a terminar.
José y Nicodemo bajan de la Cruz el Cuerpo de Jesús. Sus
ojos maternales lo ven desprenderlo de la Cruz; y cuando por fin los piadosos
amigos, con todo el respeto que deben al Hijo y la Madre, se lo entregan y lo depositan en el regazo de la afligida Mater Dolorosa, tal
como la pasión y la muerte lo quebrantaron, Ella lo recibe sobre sus maternas
rodillas, las mismas que fueron una vez el trono real donde recibió el homenaje
de los príncipes del Oriente.
Jesús pertenece a su Madre.
Ella se asoció a su sacrificio y se inmoló con Él por nosotros. Justo es, pues,
que recoja ahora, a los pies de la Cruz, los frutos de la muerte redentora de
su Hijo. ¡Y qué ricos son estos frutos!
Pero, ¿quién pueda narrar los
suspiros y sollozos de la Madre estrechando sobre su Corazón los despojos
inanimados del Hijo tan amado?
¿Quién podrá describir las
lesiones que cubren el Cuerpo de su Hijo? ¡Madre!, Tú nos lo diste hermoso y
lleno de vida…, nosotros te lo devolvemos muerto y afeado por los castigos
recibidos…
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Pero el tiempo corre, el sol se
oculta más y más hacia el oeste; es necesario apresurarse para sepultar el
Cuerpo de Aquél que es el autor de la vida.
La Madre de Jesús reúne toda la
energía de su amor en un último beso y, oprimida por un dolor inmenso como el
mar, entrega este Cuerpo adorable a aquellos que lo ungen con mirra, áloe y
otros ungüentos. Luego lo depositan sobre la piedra sepulcral, cierran el
sepulcro…, y María acompañada por Juan, su hijo adoptivo, María Magdalena, los
dos discípulos que presidieron el funeral y otras santas mujeres regresa
desolada a la ciudad maldita, recorriendo en sentido inverso las estaciones del
Via Crucis.
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¿Veremos en todo esto una
simple escena de duelo, sólo el lamentable espectáculo de los sufrimientos
padecidos por la Madre de Jesús, cerca de la Cruz de su Hijo?
¿No tuvo Dios una clara
intención, haciendo que estuviese presente en persona en una escena tan penosa?
¿Por qué no la retiró de este mundo, al igual que a San
José, antes de que el día de la muerte de Jesús causase a su Corazón maternal
una aflicción que superó a todas las experimentadas por todas las madres desde
el principio del mundo?
Dios no lo hizo porque la nueva
Eva tenía un papel que desempeñar al pie del árbol de la Cruz.
Así como el Padre celestial
esperó su consentimiento antes de enviar al Verbo Eterno a la tierra, del mismo
modo fueron exigidas su obediencia y devoción para el sacrificio del Redentor.
Este Hijo, que había concebido
después de haber aceptado el ofrecimiento divino, no le sería quitado sin que
Ella misma lo ofreciese y entregase por sus mismas manos.
¡Qué lucha terrible tuvo lugar
en este Corazón tan amoroso! La injusticia, la crueldad de los hombres le
arrancan su Hijo… ¿Cómo puede Ella, su Madre, ratificar por su consentimiento
la muerte de Aquél a quien ama con un doble amor, como a su Hijo y como a su
Dios?
Y, por otro lado, si Jesús no fuese inmolado, el género
humano seguiría siendo presa de Satanás, el pecado no sería reparado, hubiese
sido en vano que Ella se convirtiera un día en la Madre de Dios Encarnado.
¿Qué hará, pues, la Virgen de Nazaret? María, uniéndose a
la voluntad del Padre y al deseo de su Hijo, que quieren la salvación del
hombre por medio del sacrificio, triunfa sobre sí misma y dice una segunda vez
aquellas palabras solemnes: Fiat mihi
secundum verbum tuum, y consiente en la inmolación de su Hijo, y se ofrece
junto con Él.
La justicia de Dios no se lo
arrebata, es Ella quien lo ofrece. Pero, en cambio, Ella es elevada a tan alto
grado de magnanimidad como nunca podría haberlo concebido, ni aceptado, su
humildad. Una inefable unión se establece entre la ofrenda del Verbo Encarnado
y la oblación de María…; la Sangre divina y las lágrimas de la Madre divina se
mezclan y confluyen, corren juntas, para la redención del hombre pecador.
San Ambrosio se expresa en
estos profundos términos: Ella estaba de
pie delante de la Cruz, contemplando con su mirada materna las heridas de su
Hijo, a la espera, no de la muerte de este querido Hijo, sino de la salvación
del mundo.
De este modo, esta Madre de los
Dolores, en un momento semejante, lejos de maldecirnos, nos amó, sacrificando
por nuestra salvación hasta los recuerdos de aquellas horas felices que había
pasado con su Hijo.
A pesar del dolor de su Corazón
maternal, Ella lo ofrece al Padre como un depósito confiado.
La espada de dolor penetraba más profundamente en su
alma; pero ésto nos salvó; y, aunque era una criatura, cooperó con su Hijo para
nuestra salvación.
¡Nunca el Corazón de María
estuvo tan abierto en nuestro favor! Ella es realmente la nueva Eva, la
verdadera Madre de los vivientes. La espada, penetrando en su Corazón
Inmaculado, nos franqueó la entrada.
En el tiempo y en la eternidad,
María prodigará sobre nosotros el amor que tiene a su Hijo, porque acaba de
oírle decir que también nosotros somos sus hijos.
Por habernos redimido, Él es
Nuestro Señor; por tanta generosidad, cooperado en nuestra redención, Ella es
Nuestra Señora.
Digámosle, pues:
Con esta confianza, Madre
afligidísima, venimos a rendirte nuestro homenaje filial.
Jesús, el fruto de tu seno
purísimo, fue dado a luz sin dolor; nosotros, tus hijos adoptivos, entramos en
tu Corazón junto con la espada.
María, Corredentora de los hombres, ¿cómo no esperar el
amor de tu Corazón tan generoso, cuando sabemos que, para nuestra salvación, te
has asociado al sacrificio de tu Hijo Jesús?
¡Dígnate, oh Madre!, velar por
nosotros en estos días aciagos.
Concédenos sentir y saborear la
dolorosa Pasión de tu Hijo.
Haznos penetrar todos sus
misterios, a fin de que nuestra alma, redimida por la Sangre de tu Hijo y por
tus lágrimas, ya no se aparte del Señor y persevere en su servicio.
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