"Ventana abierta"
"RESUCITÓ DE VERAS MI AMOR Y MI ESPERANZA" ¡ALELUYA!
23 de abril de 2014
Mis queridos hermanos y amigos:
Sí, resucitó de veras quien es nuestro amor y nuestra
esperanza: ¡Jesucristo, nuestro Señor! Resucitó de veras para no morir jamás. “Lucharon
vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es Vida, triunfante se
levanta”. Así lo canta la Secuencia de la Misa Pascual.
El hecho de la Resurrección de Jesucristo de entre los
muertos está amplia y maravillosamente narrado en los cuatro Evangelios. Pablo
lo testifica con una extraordinaria lucidez histórica y espiritual. El sepulcro
en el que José de Arimatea había enterrado el cuerpo inerte del Maestro quedó
vacío al tercer día después de haber muerto en la Cruz, de haber sido acogido
en el regazo por su Madre Santísima y confiado por ella a ese amigo, “discípulo
clandestino de Jesús por miedo a los judíos”, que se lo había solicitado a
Pilatos para darle sepultura. Él, con Nicodemo y otros discípulos, lo habían “vendado
todo, con los aromas”, según las costumbres judías y depositado con
exquisita devoción en un sepulcro nuevo (Cfr. Jn 19,38-42). ¡Aquel Cuerpo no
conocerá la corrupción! “En la madrugada del sábado, al alborear el primer
día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro”.
Se encontraron con unos centinelas temblando de miedo y con un Ángel del Señor
que les dice: “Vosotras no temáis, ya que sé que buscáis a Jesús el
crucificado. No está aquí: Ha resucitado como había dicho… y va por delante de
vosotros a Galilea” (Cfr. Mt 19,1-10). A partir de ese momento se sucederán
ininterrumpidamente las apariciones a sus discípulos –“a los testigos que él
había designado” (Hch 10,41)– durante los cuarenta días que precedieron a
su despedida definitiva en el día de su Ascensión a los Cielos.
¿Qué había ocurrido en aquel amanecer del primer día
de una semana en la que la celebración de la Pascua judía en Jerusalén había
estado dramáticamente marcada por la condena a muerte, la pasión y la
crucifixión del que todos reconocían como el gran y misterioso Profeta de
Nazareth, Jesús, hijo de María y del carpintero José, admirado y seguido
emocionadamente por el pueblo y que había pasado haciendo el bien? Lo ocurrido
trascendía infinitamente el marco concreto de las circunstancias de tiempo, de
lugar e, incluso, a los actores de lo que había acontecido. Trascendía la historia
misma. Dios había llevado a la culminación su obra salvadora con el hombre. Su
Hijo, “hecho carne” para la vida del mundo, había triunfado sobre la
muerte para que todos pudiéramos triunfar con Él. San Pablo expresará el
significado de la Resurrección de Jesús con un sentido de profunda proximidad
en relación con nuestro propio destino: “Pues si hemos sido incorporados a
Él con una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la
suya” (Rm 6,5). Es posible, ya no es ninguna utopía vacua o engañosa,
sentir y vibrar con la esperanza de que nosotros podremos participar plenamente
en la victoria de quien es “la Vida”: ¡Jesucristo Resucitado! Máxime, si
ya hemos sido incorporados de hecho a Él por el Bautismo. “Si nuestra
existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una
resurrección como la suya” (Ro 6,5). Desde aquel primer Domingo de un nuevo
tiempo para el hombre, el Domingo de la Resurrección del Señor, podemos vivir
en verdad y de verdad porque podemos vivir en la Gracia de Dios: ¡en Dios! Lo
que ha sucedido en ese primer Domingo de la nueva Pascua, renovándose año tras
año hasta el final de los tiempos con la actualidad viva de la Liturgia
Pascual, nos permite y capacita para aplicarnos a nosotros en el Domingo
Pascual de 2014 lo que San Pablo decía a los cristianos de la primera Comunidad
de Roma: “Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios
en Cristo Jesús” (Rm 6,11).
La experiencia de la muerte tiene en el hombre como un
punto o momento primero y neurálgico de referencia: su muerte física. Explicar
su por qué y para qué se revela como imposible si la luz de la razón no se deja
purificar y envolver por el resplandor de una luz más grande: por la luz de la
fe. Más concretamente, si no se abre a la fe en Jesucristo Resucitado. No hay
otra alternativa al Sí de nuestro entendimiento y de nuestro corazón a
Jesucristo Resucitado que o bien la de la impotencia desesperada o bien la de
la frustración escéptica. Iluminados por la fe reconocemos, primero, que la
sede fontal de la vida reside en nuestro interior: brota del fondo del alma.
Nuestra vida es, ante todo, vida del espíritu que conforma y configura nuestra
vida corporal confiriéndole personalidad visible; y, en segundo lugar, que en
la Resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios, hijo del hombre, la muerte del
alma puede ser inmediatamente vencida por la victoria de su gracia, es decir,
por la nueva Vida del Espíritu. Lo expresa luminosamente San Pablo: “porque
habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios” (Col 3,3).
Más aún, la propia muerte del cuerpo, su lento desmoronarse en la enfermedad y
en el dolor, aceptado y asumido en Cristo y con Jesucristo Crucificado y
Resucitado, se transformará en “paso” para la Vida gloriosa: en “paso”
por el amor que nos va madurando interiormente para la vida eterna. Nos va
madurando en su santidad y para la santidad. En el Domingo de la Resurrección
de Nuestro Señor Jesucristo, ha quedado abierto y expedito el camino de la
santidad: la vía auténtica de la transformación de las persona y de la
sociedad: la única segura. Los que la andan persevante y fielmente son los
verdaderos reformadores del hombre y de su historia: los que aman de verdad a
sus hermanos, lo más necesitados, y se empeñan decidida y generosamente en la
edificación de “la nueva civilización”, que Pablo VI denominada “Civilización
del amor”. Son aquellos que desde el interior de la Iglesia la mueven e
impulsan a ser consecuentemente misionera: portadora de la luz de la fe y de la
esperanza en Jesucristo para la humanidad siempre doliente de cada época de la
historia; también de la nuestra. Y, sobre todo, los que la invitan a mirarlo y
a contemplarlo con la mirada de un corazón enamorado que le ama y que le quiere
amar con todos y por todos los peregrinos del mundo en marcha hacia la
eternidad gloriosa.
El próximo Domingo, nuestro Santo Padre Francisco
canonizará en Roma a dos excepcionales Santos de nuestro tiempo: a los Beatos
Juan XXIII y Juan Pablo II. Este último conocido personalmente por la inmensa
mayoría de los que vivimos hoy y somos hijos de la Iglesia en España y en
Madrid. La Virgen Santísima, la Madre del Señor Resucitado, ella misma asunta
al Cielo en cuerpo y alma, Reina del Cielo y de la tierra, les ha guiado y
acompañado en el itinerario espiritual de sus almas con una entrañable ternura.
Fueron “todo de ella”: ¡“Totus tuus”! Quiera María, la Madre de
la gracia y del amor hermoso, “la Reina de la Vida”, Nuestra Señora de “La
Almudena”, acompañarnos a nosotros con su amor maternal por las sendas
difíciles de esta nuestra hora histórica. ¡Que sepamos aspirar a “los bienes
de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios… no a los de la
tierra” (Col 3,1-2)! Descansando en su cercanía maternal y en su
intercesión, e imitando su gozo pascual, podremos ser con el “Aleluya”
de nuestras palabras y de nuestras vidas los testigos y misioneros valientes y
jubilosos de Jesucristo Resucitado que nuestro tiempo tanto necesita. ¡Seamos
sembradores de la alegría del Evangelio!
Con mi deseo de una gozosa celebración de la Pascua
del Señor Resucitado y con mi bendición para todos los madrileños.
¡Aleluya!
Amén.
Publicado en Alocuciones
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