"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
Ya estamos en el
umbral de la Navidad, y la liturgia continúa orientándonos hacia ella y
preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha presentado el poder de Dios que
hace posible que mujeres estériles, incluso de edad avanzada, conciban y den a
luz hijos que intervendrán en la historia humana para hacer posible la historia
de la salvación. María será la culminación: Una criatura nacida de una virgen,
un regalo absoluto de Dios, el inicio de una nueva humanidad.
La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la presentación de
Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había orado para
que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que yo pedía;
el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida,
para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de la gracia
de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima expresión al
entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al Niño Dios lo
colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como sería el
instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.
La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana,
tomado también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de
alabanza que Ana entona después que entrega y consagra a su hijo al
templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la inspiración
para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como lectura
evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no importa cuán
“estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es capaz de
“levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar el trono
de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el abismo y
levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo tenemos que
confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.
Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios. Nos
demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros; que
Dios es el Dios de los pobres, los anawim.
En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del
pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la
realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante
Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr.
Lc 14,11).
Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de
declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado
en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en
práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la
tierra” (Sal 123).
Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros corazones, como lo hizo en el de María.
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