"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
Continuamos
celebrando la “octava” de Navidad. Cuando la Iglesia celebra una festividad
solemne, como la Navidad, un día no basta; por eso la celebración se prolonga
durante ocho días, como si constituyeran un solo día de fiesta. Aunque a lo
largo de la historia de la Iglesia se han reconocido varias octavas, hoy la
liturgia solo conserva las octavas de las dos principales solemnidades
litúrgicas: Pascua y Navidad. Hecho este pequeño paréntesis de formación
litúrgica, reflexionemos sobre las lecturas que nos presenta la liturgia para
hoy, quinto día de la infraoctava de Navidad.
Como primera lectura continuamos con la 1ra Carta del apóstol san Juan
(2,3-11). En este pasaje Juan sigue planteando la contraposición luz-tinieblas,
esta vez respecto a nosotros mismos. Luego de enfatizar “la luz verdadera
brilla ya” y ha prevalecido sobre las tinieblas, nos dice cuál es la prueba
para saber si somos hijos de la luz o permanecemos aún en las tinieblas: “Quien
dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas.
Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a
su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va,
porque las tinieblas han cegado sus ojos”. De nuevo la Ley del Amor, ese amor que
Dios nos enseñó enviándonos a su único Hijo, ese Niño que nació en Belén hace
apenas cuatro días, para que tuviéramos Vida por medio de Él (Cfr. Jn 4-7-9;
15,12-14).
Así, el que ha conocido y asimilado el misterio del amor de Dios en esta
Navidad es “hijo de la Luz” y no tiene otro remedio que imitar su gran
mandamiento, que es el Amor.
El Evangelio que contemplamos hoy nos presenta el pasaje de la
Purificación de María y la Presentación del Niño en el Templo (Lc 2,22-35). Y
una vez más la pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que sus padres hayan
llevado al Niño al Templo para presentárselo a Dios, si ese Niño ES Dios?
Esta escena sirve para enfatizar el carácter totalizante del misterio de la
Encarnación. Mediante la Encarnación Jesús se hizo uno de nosotros, igual en
todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por eso sus padres cumplieron con la Ley,
significando de ese modo la solidaridad del Mesías con su pueblo, con nosotros.
Y para su purificación, María presentó la ofrenda de las mujeres pobres (Lv
12,8), “un par de tórtolas o dos pichones”. La pobreza del pesebre…
Este pasaje nos presenta también el personaje de Simeón y el cántico del Benedictus. Simeón,
tocado por el Espíritu Santo, le recuerda a María que ese hijo no le pertenece,
que ha sido enviado para ser “luz para alumbrar a las naciones”, y que ella
misma habría de ser partícipe del dolor de la pasión redentora de su Hijo: “Y a
ti, una espada te traspasará el alma”.
Lo vimos en la Fiesta de san Esteban Protomártir, al día siguiente de la Navidad, y lo veíamos ayer en la Fiesta de los Santos Inocentes. Hoy se nos recuerda una vez más que el nacimiento de nuestro Salvador y Redentor, nuestra liberación del pecado y la muerte, tiene un precio: la vida de ese Niño cuyo nacimiento todavía estamos celebrando. María lo sabía desde que pronunció el “hágase”. Por amor a Dios, por amor a su Hijo, por amor a ti… ¿Cómo no amar a María?
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