"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL T.O. (C)
“Ahora, cuando miro de nuevo al anciano de
Rembrandt inclinándose sobre su hijo recién llegado y tocándole los hombros con
las manos, empiezo a ver no solo al padre que «estrecha al hijo en sus brazos,
sino a la madre que acaricia a su niño”.
La liturgia para este vigésimo cuarto domingo
del tiempo ordinario tiene un hilo conductor: La Misericordia
Divina. Y como lectura
evangélica (Lc 15, 1-32) nos presenta las tres llamadas parábolas de la
misericordia que ocupan el capítulo 15 de Lucas (la “oveja perdida”, la “dracma
perdida” y el “hijo pródigo”). La introducción de la lectura (versículos uno al
tres) nos apuntan a quiénes van dirigidas estas parábolas: a nosotros los
pecadores.
La parábola del hijo pródigo (también conocida
como la parábola del “Padre misericordioso”) es una de las más conocidas y
comentadas del Nuevo Testamento, y siempre que la leo viene a mi mente el
comentario de Henri M. Nouwen en su obra El regreso del hijo pródigo;
meditaciones ante un cuadro de Rembrandt (lectura recomendada):
“Ahora, cuando miro de nuevo al anciano de
Rembrandt inclinándose sobre su hijo recién llegado y tocándole los hombros con
las manos, empiezo a ver no solo al padre que «estrecha al hijo en sus brazos,»
sino a la madre que acaricia a su niño, le envuelve con el calor de su cuerpo,
y le aprieta contra el vientre del que salió. Así, el «regreso del hijo
pródigo» se convierte en el regreso al vientre de Dios, el regreso a los
orígenes mismos del ser y vuelve a hacerse eco de la exhortación de Jesús a
Nicodemo a nacer de nuevo”.
He leído este párrafo no sé cuántas veces, y
siempre que lo hago me provoca un sentimiento tan profundo que hace brotar
lágrimas a mis ojos. Es el amor incondicional de Dios-Madre, que no tiene
comparación; que no importa lo que hagamos, NUNCA dejará de amarnos con la
misma intensidad. No hay duda; de la misma manera que Dios es papá (Abba),
también se nos muestra como “mamá”. De ese modo, el regreso al Padre nos evoca
nuestra niñez cuando, aún después de una travesura, regresábamos confiados al
regazo de nuestra madre, quien nos arrullaba y acariciaba con la ternura que
solo una madre es capaz.
Así, de la misma manera que el padre de nuestra
parábola salió corriendo al encuentro de su hijo al verlo a la distancia y
comenzó a besarlo aún antes de que este le pidiera perdón, nuestro Padre del
cielo ya nos ha perdonado incluso antes de que pequemos. Pero para poder
recibir ese perdón acompañando de ese caudal incontenible de amor maternal que
le acompaña, tenemos que abandonar el camino equivocado que llevamos y
emprender el camino de regreso al Padre, y reconciliarnos con Él.
Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre,
quien nos vestirá con el mejor traje de gala, y nos pondrá un anillo en la mano
y sandalias en los pies (recuperaremos la dignidad de “hijos”). Por eso, cuanto
más alejados de Él nos encontremos, cuanto más indignos de Él nos sintamos, no
vacilemos en ir a su encuentro, porque un corazón quebrantado y humillado, Él
no lo desprecia (Sal 50).
La Palabra nos invita a emprender el viaje de
regreso a la casa del Padre. Les invito a que recorramos juntos ese camino, con
la certeza de que al final del camino vendrá “Mamá” a nuestro encuentro y nos
cubrirá con sus besos.
Todavía estamos a tiempo (Él nunca se cansa de esperarnos). Anda, acércate al Sacramento de la Reconciliación. Te lo aseguro; sentirás un caudal de amor como nunca lo has sentido.
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