"Ventana abierta"
Para superar el abismo
P. Leonardo Molina García. S.J.
La primera y la segunda lectura presentan
respectivamente dos géneros de vida diametralmente opuestos.
El primero de ellos, denunciado por el
profeta Amós, bien podría ser calificado de un “consumismo avant la lettre”. Completamente centrado en el disfrute
personal y sin medida, su pecado más grave no consiste, en realidad, en ese
mismo disfrute, sino sobre todo en el olvido y el desprecio hacia la suerte de
los que sufren. Es una suerte que reclama la atención y la ayuda de los que
tienen los medios para aliviarla en todo o en parte, pero que deciden que el
sufrimiento ajeno no va con ellos (aunque es más que probable que la excesiva
riqueza de estos sea la causa directa de la excesiva pobreza de aquellos). Por
eso, advierte el profeta, los que así actúan acabarán padeciendo una suerte
similar a la de los que han despreciado. Y es que las riquezas de este mundo
son efímeras, y quien se entrega a ellas como a un absoluto está labrando su
propia perdición.
El segundo género de vida camina en
dirección contraria: Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a comportarse como un
“hombre de Dios”, y enumera las cualidades que deben adornarlo: justicia,
piedad, fe, amor, paciencia, delicadeza. No hay que ver aquí una sucesión jerárquica.
Son cualidades propias de quien no vive en la disolución, sino en la tensión de
un combate, el combate de la fe, que significa el testimonio de vida de quien
cree en Jesucristo. Jesucristo es el camino que nos lleva a una vida plena, a
una vida de total comunión con Dios y con los hermanos. Pero esa comunión
empieza ya en esta vida: quien cree en Jesucristo no puede estar ocioso ni
ocuparse sólo de su propia satisfacción, física o espiritual: ha de ser alguien
que se dedica a tender puentes de comunión, y que, en consecuencia, se duele
“del desastre de José”, esto es, que no permanece impasible ante el sufrimiento
de los demás y trata de superar los abismos que separan a los seres humanos y
que son la causa de esos sufrimientos.
El rico Epulón, que banqueteaba
espléndidamente cada día, es la figura que en la parábola de Jesús encarna a
los disolutos de Amós. Como ya se ha dicho, su mayor pecado no es la gula (o la
lujuria que iría muy posiblemente aparejada), sino su insensibilidad, su
ceguera para ver la necesidad del que, a la puerta de su casa, ansiaba saciarse
con las migas de su mesa, pero que no fue objeto de su compasión, y fue tratado
peor que los perros que merodeaban por allí. Frecuentemente la gula, la
lujuria, el exceso de sensaciones referidas a uno mismo, nos hacen egoístas,
nos ciegan para percibir las necesidades de los otros: su hambre y sed, su
desnudez y enfermedad, su falta de afecto y autoestima.
La situación descrita es clara y sencilla.
No es Dios el responsable del hambre y los sufrimientos del pobre Lázaro. Los
abismos que median entre ricos y pobres, entre víctimas y verdugos, entre
poderosos y débiles, no están escritos en las estrellas, ni son el producto de
un destino inevitable, ni son, por tanto, insuperables. Los hemos creado
nosotros. Y podemos y debemos superarlos nosotros y, precisamente, en esta
vida, en este mundo, en este tiempo en que vivimos. Después ya será demasiado
tarde. No hay aquí absolutamente nada de justificación de la injusticia en
nombre de una futura recompensa en el más allá. Al contrario, percibimos aquí
toda la seriedad de la denuncia contra toda forma de injusticia, y de la
llamada a tomar medidas reparadoras en esta vida, pues después será demasiado
tarde.
Precisamente porque la vida es una
cosa seria, no hay que tomársela a broma, ni podemos pasarla banqueteando
(o, más probablemente, trabajando sólo para poder banquetear). Esta vida
limitada en el espacio y el tiempo es el tiempo de nuestra responsabilidad, en
el que decidimos nuestro destino, nuestro “tipo” (el del disoluto, o el del
hombre de Dios) y, en cierta medida, la fortuna de los que están cerca de
nosotros. Lo que hagamos en este tiempo y espacio, que Dios nos ha cedido por
completo, quedará así para siempre. Esos abismos que hemos de superar
construyendo puentes de justicia, misericordia, ayuda y compasión, se harán
insuperables una vez concluido nuestro periplo vital. Insisto, la vida es cosa
seria. Hay cosas con las que no se debe jugar. La verdadera fe religiosa es una
llamada a esa seriedad de la vida, a la libertad responsable, al testimonio de
fe, con el que vamos construyendo ese camino que nos vincula con los demás y
nos conduce a la vida eterna, a la vida plena.
Pero, ¿no es esta responsabilidad excesiva
para nuestras pobres espaldas? Pues somos débiles y limitados en el
conocimiento y en la voluntad. ¿No es demasiado para nosotros exigirnos que
decidamos nuestro destino definitivo en los avatares cambiantes de la historia?
En realidad, Dios no nos ha dejado solos. En
nuestra conciencia y también en la Revelación encontramos múltiples indicadores
que nos ayudan a tomar la decisión correcta, el modo de superar los abismos, de
encontrar el camino que nos lleva a “la casa del Padre”. Es cierto que hay
situaciones conflictivas y difíciles en las que no es tan sencillo acertar con
la solución correcta. Pero nadie nos pide imposibles. Si tenemos buena
voluntad, lo importante es que tratemos de hacer las cosas lo mejor que
podamos. Además, estamos en proceso y también se puede aprender de los errores.
No se nos pide ser perfectos, sino adoptar una orientación fundamental que
deseche la de la primera lectura y adopte la de la segunda.
Pero podría objetarse, ¿por qué Dios no
nos da esas indicaciones de modo más claro y explícito, por medio de signos
maravillosos que obliguen nuestro asentimiento? Eso es lo que significa “que
resuciten los muertos”: un “milagrón” al que no podamos oponer la menor duda.
Se podría replicar que si Dios nos hablara así, nos avasallaría con su fuerza y
podríamos sentir que el espacio de nuestra libertad quedaba indebidamente
invadido. Su palabra no sería un diálogo respetuoso con el espacio de nuestra
libertad, ni daría oportunidad a una respuesta basada en la fe, es decir, en la
confianza. Ahí, claro, está el riesgo de nuestro posible “no” a su oferta. Pero
ese riesgo es inherente al respeto de la libertad. Además, el “milagrón” no
tendría efecto, pues lo importante aquí es un corazón bien dispuesto. Eso es lo
que quiere decir Jesús con eso de que “si no escuchan a Moisés y a los
profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”. Los que se dedican a
banquetear, a vivir en la superficialidad, a ocuparse sólo de sí mismos, no
suelen estar para milagros de ningún género: si no ven al pobre tirado en su
puerta, menos van a ver a un muerto resucitado.
Para ver a uno y a otro hacen falta
otras actitudes, precisamente las que enumera Pablo en su carta a Timoteo:
voluntad de justicia, piedad (para con Dios y para con los hombres), fe y amor,
también esas virtudes menores, pero tan necesarias en la vida, que aquí se
resumen en la delicadeza. Sólo así se clarifica nuestra mirada para ver al
pobre que sufre y al muerto que resucita: uno y otro son Jesucristo, que sufre
en los pobres y con-padece con todos los que padecen (y, ¿quién no padece de un
modo u otro?), y que por ese sufrimiento llegó al extremo de la muerte,
cancelando así todos los abismos y conquistando para nosotros la vida eterna.
A la luz de la parábola que Jesús nos ha contado hoy, podemos volver ahora a las dos primeras lecturas para examinar a qué género de vida se asemeja más la nuestra, y para tomar decisiones que nos ayuden a superar abismos en vez de a crearlos y ahondarlos. La voz de la ley y los profetas que nos ayuda en esta tarea es la voz de la Iglesia, por medio de la cual nos está hablando cada día el mismo Dios. Escuchémoslo.
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